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vinculándonos con un centro de meditación zen instalado en el norte de Chile, donde se vivía comunitariamente y se enseñaba la práctica de la meditación. El carismático líder de ese lugar desarrolló un fuerte vínculo emocional y espiritual como mentor y guía de muchos de nosotros, quienes admirábamos su dedicación y compromiso con la práctica. Personalmente, fue mi primera experiencia significativa de mentoraje y guía espiritual, con el consecuente “enamoramiento espiritual” que dicho proceso suele implicar. Por desgracia, ese primer encuentro significativo tuvo un final destructivo. Al cabo de unos años de participar activamente en esta comunidad, un amigo cercano tuvo el coraje de contarnos que había sufrido dinámicas abusivas y de transgresión de límites de parte de aquel maestro de meditación. Su testimonio se hizo público y a dicha develación le siguieron varios otros testimonios de otros jóvenes que ratificaban el mismo patrón relacional abusivo. El shock fue tremendo y desolador. ¿Cómo entender que alguien tan fuertemente dedicado a un camino espiritual y a la práctica de la meditación, que a todas luces había creado un ambiente auténtico y fecundo, fuera capaz de acciones abusivas tan terribles y dañinas? Por cierto, al shock inicial le siguió el producido por la reacción que tuvo parte importante de la comunidad de comenzar a justificar y racionalizar los actos abusivos. Dicha sangha literalmente se partió en dos entre quienes normalizaban la situación hablando de “relaciones amorosas entre adultos” y quienes afirmamos que estábamos en presencia de un peligroso patrón abusivo que requería ser interrumpido, prevenido y reparado. Lo que vino después fue parte del amargo ciclo de violencia que suele estar presente en la develación de dinámicas abusivas en el contexto de una comunidad espiritual-religiosa: culpabilización a las víctimas, negación de la realidad, uso del lenguaje espiritual para cubrir las dinámicas abusivas, uso de redes de poder político-sociales para la propia protección e incluso amenazas a la integridad física de quienes habíamos decidimos denunciar.

      En el camino que he recorrido desde entonces he tropezado, una y otra vez, con el problema de los abusos que se realizan en las relaciones de ayuda que están mediadas por una búsqueda e inquietud de tipo espiritual. Ya sea en los años en que trabajé en la alta Amazonía peruana —donde conocí de cerca el problema endémico de los “curanderos oscuros” que abusan y se aprovechan de los buscadores espirituales en el contexto del trabajo con estados amplificados de conciencia— o en el familiarizarme con algunas sofisticadas y elitistas comunidades budistas “integrales” de la cultura estadounidense —con la repetición de las dinámicas abusivas de parte de sus guías, maestros y gurúes espirituales—, o en el ambiente de la Iglesia católica bostoniana y chilena; me he encontrado atestiguando y acompañando historias y relatos de vidas trizadas por el abuso, la violencia espiritual y el encubrimiento. En este caminar he encontrado a honestos y sinceros buscadores espirituales, de distintas tradiciones, que cargan consigo uno de los dolores más agudos y desoladores que puede experimentar un ser humano: el de ser manipulado y traicionado en la confianza que fue depositada para emprender el camino de encuentro con lo trascendente. Es con ellos en mente desde donde escribo y es a ellos a los que intento honrar con el presente trabajo.

      Una final confesión de buena fe. Pese a mi particular recorrido es importante relevar que hoy escribo “desde dentro” de esta tradición religiosa llamada Iglesia católica, y ello, sin duda, ha de delimitar y teñir los lentes con que miro el problema que a continuación intento abordar. Aunque personalmente me sienta llamado a habitar en la periferia de dicha tradición —y desde ahí poder construir puentes de diálogo y encuentro tanto con los que están en el “núcleo duro” como con aquello que habita “más allá de los muros”— soy muy consciente de que mi escritura no es “objetiva” ni “desafectada”. Por el contrario, la reflexión que elaboro en este libro está impregnada de emociones y anhelos, específicos. Escribo conmovido. Escribo con esperanzas de una transformación constructiva.

      Este particular posicionamiento se debe, además, a que considero que la reflexión y el encuentro con lo sombrío demanda precisamente el dejarse afectar a nivel personal y humano, más allá de toda pretensión de intentar generar un conocimiento “puro” o “desidentificado”. Es justamente a través del experienciar el impacto somático, emocional e ideacional de lo sombrío que el proceso de conocimiento y elaboración reflexivo puede emerger, proceso que, por desgracia, no está exento de cierta incomodidad, dolor e incluso sufrimiento consciente. Para ser conocida la sombra debe ser sostenida y padecida voluntariamente ya que el conocimiento implica el volverse íntimo con aquello que se anhela comprender. En mi caso, el intento de exploración y buceo por el alcantarillado de mi propia tradición religiosa —entrando en contacto directo con aquella avalancha de testimonios de abusos, corrupción y podredumbre— ha implicado una buena dosis de dolor, angustia, desolación, cansancio e incluso pesadillas en torno al tema. Escribo justamente a través de esa afectación psíquica y lo que sigue a continuación es mi particular intento de elaboración de lo que encontré en aquellos territorios sombríos.

      PRÓLOGO

      Mientras no haya una comprensión profunda, rigurosa, multidisciplinaria de la manera en que los abusos sexuales se fueron instalando como una normalidad silenciosa y silenciadora en la Iglesia, es imposible que se enfrenten adecuadamente. En efecto, la única manera adecuada de enfrentar el abuso sexual en la Iglesia —y en la sociedad en general— es echando luz sobre las estructuras oscuras que lo han hecho posible, lo han facilitado, lo han vuelto de tal manera normal que parecía mejor perseguir y silenciar a quienes denunciaban más que a quienes cometían el abuso. Echar luz sobre las sombras es una constante del libro de Camilo Barrionuevo que tienen en sus manos. Han sido las sombras las que han prevalecido en las estructuras de la Iglesia durante mucho tiempo, instalando el abuso como dinámica natural de interacción espiritual. Entre una dinámica abusiva y el abuso sexual hay solo un paso. Un paso en la misma dirección. Porque el abuso sexual es una manifestación del abuso de poder y no un problema de la sexualidad.

      El abuso no es solo un acto sino una dinámica, y en tanto tal se cuela en las estructuras organizacionales a modo de violencia simbólica, tiñendo todo el ethos de la institución, en este caso la Iglesia, justificando los actos de abuso y de encubrimiento, por razones espirituales y metafísicas. Porque la manifestación más cruda del abuso no es solo el acto de abuso sexual, sino el encubrimiento de tales abusos. El encubrimiento es la piedra angular del abuso sexual clerical —y de toda corrupción— porque pervierte el sistema. El encubrimiento supone dejar de ver el abuso como una vulneración de derechos inaceptable, creando mecanismos psicológicos, organizacionales, sociales, teológicos para “entenderlos”, justificarlos, buscar misericordia para con el abusador —pecador— más que con la víctima.

      El encubrimiento del abuso es síntoma, causa y efecto de perversión sistémica en una organización. No solo porque busca proteger a personas que han cometido actos de abuso, sino porque manifiesta que el valor superior es la estructura en cuanto tal y no las personas y su dignidad. La estructura organizacional, la Iglesia como institución, la ley o, en palabras de Jesús, el “sábado”, cobró tanta importancia que todo lo demás, las personas, las víctimas, lo niños y niñas, se vieron subordinados a la estructura. De alguna manera hay que invertir el orden del análisis. No son los abusadores que lograron colarse en las filas de la Iglesia los que corrompieron a la Iglesia, sino que la Iglesia fue corrompiéndose, clericalizándose, y transformándose en narcisa, generando un contexto, habitus dentro del espacio simbólico de la Iglesia, que normaliza el abuso como un pecado ante el cual hay que ser misericordiosos. Dicho de otro modo, proteger al abusador, porque del abusador depende que siga existiendo la estructura narcisista tal cual ha existido y que lo ha generado. Porque son los contextos los que condicionan (no determinan, pero condicionan) los comportamientos en ellos. En un contexto narcisista, clericalista, lo normal son actos, relaciones, comprensiones de mundo narcisistas. Un acto auténticamente ético en un contexto narcisista es discordante, hasta ser agresivo y amenazante. Las voces de las víctimas y de solidaridad con las víctimas de abuso sexual clerical durante muchos años fueron consideradas por la jerarquía como una persecución a la Iglesia, un riesgo a la autoridad (poder) episcopal, una amenaza. Y el encubrimiento, al contrario, es considerado como lo que había que hacer, la reacción “sana”, normal en un contexto así. En muchas oportunidades nos hemos encontrado con actos

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