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profunda inconsistencia entre los ideales políticos del Renacimiento y las realidades políticas coloniales, y más recientemente varios intelectuales han planteado cuestionamientos acerca de la falta de implementación de esos ideales. Aimé Césairé, Frantz Fanon, Sylvia Wynter, Enrique Dussel, Walter Mignolo y Maria Lugones, por nombrar unos cuantos, han argumentado de distintas maneras que el colonialismo está íntimamente vinculado a los ideales de la modernidad europea, de tal manera que dichos ideales están infectados, por así decirlo. Siguiendo a Aníbal Quijano, podemos decir que se han convertido, como él ha referido, en una colonialidad. Walter Mignolo ha explicado que mientras el significado de la colonización hace referencia a la ocupación física y geográfica de espacios y de gentes, la colonialidad es el modo en el cual esta ocupación se extiende al dominio de lo epistémico, de lo cultural y de lo psicológico. De esta manera,

      Mientras la decolonización se refiere principalmente a momentos específicos de las luchas políticas para despachar a los invasores de vuelta a su casa, la decolonialidad nos introduce a la esfera de lo hermenéutico y lo epistémico, explicación y comprensión de procesos políticos y éticos para deslegitimar la matriz colonial de poder para edificar un mundo no imperial y no capitalista. (Mignolo, 2012, p. 25)

      Mucho más significativo para nuestros presentes propósitos es que Mignolo (2012) lleva su planteamiento más allá, en el sentido de que “la colonialidad es constitutiva de la modernidad”, de tal manera que “no hay modernidad sin colonialidad” (p. 24). Si este punto de vista es correcto, de ello se sigue que, contrario a los enfoques característicos de la filosofía política preponderante, el colonialismo no es una desviación o fracaso de los ideales de la modernidad europea, sino que, por el contrario, es una realización o expresión de ellos. Claramente vemos que estos planteamientos requieren de una mayor elaboración que los lleven hasta el final.

      Recupero, entonces, el trabajo de Sylvia Wynter, quien en las dos décadas pasadas escribió una serie de artículos en los que considera los procesos que han estremecido el panorama político e intelectual desde los siglos IX hasta llegar al siglo XIX, y su relación con el colonialismo. Sylvia Wynter (2003) plasma el tema central de estas cuestiones de la siguiente manera:

      La confrontación de este nuevo milenio se establecerá entre el imperativo actual de mantener la inercia de la concepción de ser humano, Hombre, de nuestra etnoclase (esto es, la burguesía occidental), en la cual ella se sobre representa a sí misma, como si ella sola fuera lo humano en sí misma, y el aseguramiento positivo y por ende de la cognición unitaria y la autonomía conductual del conjunto de la especie humana/nosotros mismos. (p. 260)

      El problema, dicho de otra manera, es que “Hombre”, un particular género de la humanidad, como Wynter (2006) lo plantea, se construye en y mediante la Modernidad europea bajo una concepción específica de que esencial y universalmente significa “ser humano”. Dicha concepción se elaboró con el autoconvencimiento y persuadiendo a la mayoría del mundo de que esa es la más completa realización como concepto esencial y universal. De manera crucial, no solo el bienestar, sino también la misma existencia de este particular género Hombre, es fundamentalmente dependiente del bienestar y la existencia del resto de las especies. El Hombre, para decirlo brevemente, necesita a otros seres humanos y también a otros miembros de la misma especie, quienes no son vistos como realizaciones verdaderas o completas de Hombre. Estos otros se conciben, dicho en términos de Wynter (2006), como el “Otro humano del Hombre” (p. 125). Tales otros humanos fueron concebidos por representaciones del género Hombre, no simplemente como diferentes formas de ser humano, “sino, por el contrario, como una falta o carencia de lo que fueron ellos mismos, a la manera de ‘Raza vil’, del Otro de su ‘verdadera’ humanidad, la naturaleza mala como opuesta a la ‘naturaleza buena’” (Wynter, 2006, p. 125).

      Una clave para entender cómo ello se convierte en una exigencia crítica, está en llevar a cabo una exploración de la apropiación que hace Wynter del concepto de Frantz Fanon de sociogenia. En su obra seminal Pieles negras, máscaras blancas, Fanon (2008) argumenta que, junto a la filogenia y la ontogenia, está también la sociogenia; y bautizando este proceso como “el principio sociogenético”, Sylvia Wynter (2001) arguye que este es un elemento constitutivo de la subjetividad humana. El principio sociogenético postula, dicho de manera simple, que nosotros hacemos las clases de cosas que realizamos (tanto como especie como individuos) como resultado no solo de procesos biológicos, sino que las llevamos a cabo como resultado de procesos sociales y en condiciones en las cuales y a través de las cuales las funciones biológicas no son trascendentes.

      Recuperando el reciente trabajo sobre filosofía de la mente, especialmente el de los autores David Chalmers y Thomas Nagel, nuestra autora argumenta que la sociogenia es ineludible, dado el modo como opera la consciencia humana. De acuerdo con su interpretación, lo que Fanon revela en su manejo del concepto de sociogénesis es que:

      Hay procesos de la experiencia subjetiva que tienen lugar y cuyo funcionamiento no puede ser explicado únicamente con los términos de las ciencias naturales, de solo leyes físicas […] la transformación de la experiencia subjetiva se da, en el caso de los seres humanos, en el contexto de la culturalidad y por ende es determinada socio-situacionalmente, con estas determinaciones funcionando se activan sus correlatos físicos. En consecuencia, si la mente deriva de lo que el cerebro hace, lo que el cerebro haga está determinado culturalmente por la mediación del sentido del yo, así como igualmente por la situación ‘social’ en la cual el yo se sitúa. (Wynter, 2001; pp. 36-37)

      El argumento de Sylvia Wynter es que los organismos biológicamente complejos (como nosotros) han complejizado sus sistemas neuroquímicos debido a la interiorización por señales, ya sea de recompensas (placer) como de castigos (dolor), ambos resultado de (en el nivel de la especie) y motivo para (en el nivel del individuo) las conductas adaptativas. Pero, como seres humanos, nuestra experiencia de placer y dolor y lo que es considerado como conducta normal (o, más específicamente, nuestra experiencia subjetiva de nuestra conducta y lo que nosotros hacemos como normal), es condicionado no meramente por lo biológico, sino también por nuestra situación cultural específica.

      Como Wynter (2001) dice al respecto:

      Aunque nacemos biológicamente como humanos (con pieles humanas), nosotros nos experienciamos a nosotros mismos como humanos solo a través de la mediación de los procesos de socialización afectados por la inventada tekhne o tecnología cultural a la cual damos el nombre de cultura. (p. 53)

      Ser humano es así un asunto de sociogenia, además de ontogenia y filogenia. Si tomamos en consideración esta explicación, ello nos abre una crucial serie de cuestiones acerca de los modos y los significados de la sociogénesis como un proceso histórico, y da pauta para el cuestionamiento de la relación entre la modernidad europea como un sentido del yo y el colonialismo/colonialidad.

      Antes de pasar a profundizar en el argumento de Wynter, es importante abundar un poco más respecto de la idea de sociogénesis y cómo comprender su función. El uso particular que hace Fanon (2008) del término aparece en sus inicios en Piel negra, máscaras blancas, y es desplegado en parte como un reproche a las explicaciones un tanto reductivas sobre la existencia humana. Esto es, Fanon distancia su propio análisis de la tendencia de concebir la conducta humana ya sea como estrictamente determinada por lo biológico

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