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El huequito por el que puede mirarse esa posibilidad, en este caso, es el de los objetos como destinatarios lúdicos de la tarea y la atención escolar, esa que no vive solo en cuadernos renglonados.

      Los objetos son relatos y manuales de instrucciones

      Pero ¿qué es un objeto? ¿Qué es una cosa? Permítanme traer una idea de Santiago Alba Rico, que se ha convertido, ya puedo decirlo, en mi filósofo español de izquierdas (toda una categoría) favorito, y a cuya lectura arribé –como a tantos libros– siguiendo los pasos lectores de Jorge Larrosa. Desde su óptica, cada cosa encierra, a la vez, un relato y un manual de instrucciones. El relato es el relativo a cómo fue concebido, fabricado, y es también, de alguna manera, la historia de sus propietarios. Pero, a la vez, una silla nos cuenta cómo se hace una silla. Las cosas son, en efecto, “tiempo detenido, memoria materializada ante nuestros ojos, el pasaje grumoso entre el pasado y el futuro que reúne en un coágulo engaño placentero y conocimiento” (Alba Rico, 2013). Y rescatar esas historias y esas instrucciones que los objetos contienen es una hermosa manera de pensar estos ejercicios de tacto atencional en el jardín.

      ¿Será que enseñar en el jardín es –puede ser, sería bueno que fuera– contar las historias de los objetos y seguir sus instrucciones? ¿Podemos imaginarnos nuestra tarea como la de quienes, ante los chicos, leen y traducen lo que dicen los objetos?

      Hacerlo es, además, ir en contra de cierta tendencia de esta época que nos toca vivir, que induce a mirar a las cosas no ya como tales, sino como mercancías. No como cosas que cuentan historias y dan instrucciones, digamos, sino como cosas que cumplen funciones, cosas intercambiables: no valen por su alma de cosa, sino por su precio y su brillo en las góndolas. Y los chicos son excelentes guerreros en esa batalla, porque papá puede comprarse un auto nuevo de millones de pesos, pero su hijo verá solo un auto rojo y en los faroles del frente notará ojitos que lo saludan. Y en la calle pueden aturdirnos las propagandas gigantes y agresivas que nos gritan “¡Comprá!”, pero los chicos solo percibirán un dinosaurio, un sándwich gigante o una montaña. Porque el tiempo de la infancia, ya lo decíamos, es el del presente, es no utilitario, es soberano de su propia mirada, y eso hace de los chicos excelentes lectores de las historias y las instrucciones que habitan en las cosas.

      Objetos que enseñan

      Alguna vez me imaginé tres maneras diferentes de pensar el trabajo concreto con objetos en la sala. Lo que me preguntaba era qué objetos llevar a la sala y cómo emplearlos. Y me imaginaba algunas posibilidades en las que los objetos son piezas de un escenario en el que maestros y alumnos comparten una conversación.

      Así, los objetos son, en primer lugar, testigos, porque vienen desde lejos en el espacio y el tiempo. Se trata de mirar al objeto como a un extranjero, algo que proviene de otras épocas, de otras geografías, de las que trae huellas, relatos, historias. Los objetos antiguos, claro, son los testigos ideales. Pero también puede tratarse de objetos exóticos traídos desde lejos o de objetos cuya rareza pasa por otro lado: tienen marcas en un idioma extraño, son poco vistos o de un tamaño o una forma inusual para su especie.

      Luego, los objetos son evidencias de los sistemas a los que pertenecen. Cuando una cosa es integrante de un sistema mayor, ya sea un sistema físico (un artefacto) o un sistema social, legal, lógico o lingüístico, puede decirnos algo del sistema todo. Así, un adorno habla de una casa, una herramienta habla de una tarea, una materia prima habla de un producto terminado. Casi todos los niños han visto alguna vez un piano o una guitarra, pero pocos habrán visto el mecanismo interno de la tecla accionando el martillo que golpea la cuerda. O habrán reconocido en la clavija el sistema de una rueda que enrosca y estira las cuerdas, para hacerlas sonar más agudo o más grave. Mirar la pieza para imaginar el rompecabezas todo. Leer una carta que nos invita a imaginar la historia de quien la escribió.

      En tercer lugar, los objetos son espejos en los que podemos mirarnos. Porque lo conocido, lo cotidiano, lo que estuvo y está allí todo el tiempo, puede interrogarse para volverlo extraño. ¿Por qué los cuentos de la biblioteca están protagonizados (casi todos) por animales? ¿Por qué este bebé de juguete no posee órganos genitales de ningún tipo? ¿Por qué en los dibujos que ellos mismos hacían el año pasado, o hace algunos meses, no emergen detalles o escrituras que ahora sí aparecen? ¿Por qué algunas cosas de la sala se nos rompieron y otras no son fáciles de romper, aunque se hayan golpeado? Si los objetos hablan de quiénes somos, de cómo somos, ponerlos al frente para hacerles algunas preguntas ¿incómodas? ¿infrecuentes? es un modo interesante de conocer y de conocernos.

      Pero me gustaría pensar aquí de un modo más amplio la idea de que la escuela brinda materialidades, no solo como la oportunidad didáctica que brindan los objetos (que es el espíritu de las figuras del objeto testigo, evidencia o espejo) sino como algo que está en el corazón de la vida escolar. Los chicos llegan a la sala del jardín y encuentran una fina y abundante selección de cosas. Más allá de la forma en la que cada una de ellas se asocia a ciertas actividades planificadas previamente, la sola materialidad de la sala en el jardín constituye un núcleo básico de su sentido escolar. Si el jardín es escuela, digamos, es porque otorga una forma material específica a la experiencia.

      Y también hay, por supuesto, objetos que no son físicos, pero que tienen forma y pueden percibirse, como las poesías, las canciones, las enumeraciones, el ritmo que se les da a las acciones en ciertos juegos. En fin: cosas que, sin ninguna duda, existen y tienen peso propio, y que también nos ayudan a enseñar. Y, en la base de todo lo material, está nuestro propio cuerpo, del que emanan los objetos etéreos que mayoritariamente están hechos de sonidos, de lenguajes y de ideas. De la mano de estos objetos (materiales y etéreos), los docentes de nivel inicial conformamos un gran equipo de trabajo pedagógico, que no siempre se reconoce como es debido. Reducir a los objetos al lugar de meros “recursos” es una manera de ignorarlos y desmerecerlos. Y juro que yo he visto (e, incluso, he escrito alguna vez) planificaciones en las que, enumerados junto a las cartulinas y las tijeras, aparecían listados como “recursos” el tiempo y la voz del docente. Ay.

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