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se termina esta época?”. En el jardín habían estado hablando de “la época de los dinosaurios” y de “la época de las damas antiguas”, y le interesaba saber si, al igual que esas épocas míticas (temporalidades diferentes de la actual, percibidas como algo homogéneo que había comenzado y terminado), la nuestra era una época palpable, de comienzo y fin trazados y definidos. Se dio cuenta, digamos, de que esta también podría ser “una época”. Esa cuestión probablemente excedía su vocabulario y le resultaba difícil formularla. Pero en el germen de su pregunta residía el supuesto de que esta época también debería llegar a su fin en algún momento. Lo que su mirada infantil no podía percibir todavía es que las épocas nos encierran y nos envuelven como mantas invisibles. Las damas antiguas no se llamaban a sí mismas damas antiguas, porque todavía no lo eran. Una época, habrá tratado de explicarle su abuela, solo se vuelve “época con nombre” cuando ha terminado. Las denominaciones que pretendamos darle hoy a nuestro tiempo, nombrándolo como época, serán siempre pretenciosas, ciegas, mesiánicas o ridículas.

      El término “época”, señala Carlos Skliar:

      (…) no proviene de una percepción natural del tiempo sino de una habitual naturalización y responde, nada más ni nada menos, que a una convención pronta a acatarse o desobedecerse (…) hablamos sobre una época que nos habla, leemos acerca de una época que nos lee, pensamos mientras se establece qué es o qué no es el pensamiento (…) y pasamos a través del tiempo mientras el tiempo pasa a través nuestro (Skliar, 2019, p. 18).

      Esta sombra que la época cierne sobre nosotros nos obliga, entonces, a mirar sin entregarnos de lleno, con cierta desconfianza, a todo aquello que se dice sobre este tiempo, sus mandatos, sus supuestas reglas. Si nos aseguran que esta es la era de las nuevas tecnologías; si se afirma que el presente es un momento de cambios vertiginosos; si se nos reitera que hoy en día los chicos vienen más inteligentes, que son “nativos digitales”; en fin, si se pretende embaucarnos con versiones grandilocuentes de la época, deberíamos tener un poco de cuidado. Carlos Skliar también lee a Agamben (2007); él asevera que quien realmente pertenece a su tiempo, a su época, aquel que es realmente “contemporáneo”, no coincide perfectamente con ese tiempo ni se adapta a sus pretensiones.

      La época, en todo caso, es un andén al que algunos están llegando con el tren de las cinco y del que otros están partiendo con el de las seis. No es la misma estación para todos, durante el rato en que la comparten. Y si algo podemos asegurar es que nuestros alumnos del jardín y nosotros definitivamente no viajamos en el mismo tren. Fernando Bárcena lo dice bellamente:

      En todo presente conviven tres modalidades de tiempo diferentes, algo así como tres “presencias del presente”: el hoy de los jóvenes, el hoy de los hombres y mujeres maduros y el hoy de los viejos. Tres dimensiones vitales conviven, en conflicto, diferencia y hostilidad inevitable, en cada presente, de modo que todo presente es siempre discontinuo, y significa cosas distintas para el joven de veinte años, para el hombre de cuarenta y para el viejo de ochenta (Bárcena, 2012, p. 6).

      Esta relación entre generaciones, apunta Bárcena, es escenario de todo tipo de transmisiones, pero también de desencuentros, asimetrías, discontinuidades, alteridades. Y el tiempo de la infancia se vive “sin saber cómo se llama; sin poder nombrarla” (Bárcena, 2012, p. 7). La época les impone nombres y rasgos: los niños exploradores, los niños con derechos, los niños obedientes, los niños genios, los niños con problemas, los niños liberados, los niños diversos (o les niñes diverses). Pero ellos, irreverentes, cada vez que los dejan, solo habitan su tiempo de infancia, solo son niños.

      Lo que nos toca a quienes vivimos –con más o menos infancia en la mirada– el lugar de la adultez –y especialmente si nos pensamos maestros y maestras– es escuchar esas infancias en la niñez y también, como dice Carlos Skliar, en la humanidad. Y le he pedido, en este punto, al propio Carlos que nos regalara algunas líneas para pensar estas cuestiones en el final del capítulo. Nos dejo con su escritura por un momento.

      Escuchar la niñez (en la escritura de Carlos Skliar)

      Claro está que hay que escuchar mucho más a la niñez, por supuesto, y hacerlo en un lenguaje que no sea solo jurídico o técnico o textual. Hacerlo en un plano igualitario o libertario y no bajo la lógica de la exigencia de rendimiento: la cuestión no está tanto en la acumulación de testimonios sueltos, sino en el gesto de la conversación, olvidado o perimido o puesto bajo las condiciones experimentales del diálogo. Es decir: qué se hace con lo escuchado para darle sostén, continuidad, duración, espesura; cuáles preguntas vale la pena que sigan siendo preguntas, y qué se transforma en la actividad común a partir de escuchar a niñas y niños.

      Por ejemplo: cuando un niño pequeño escribe en su cuaderno que durante los meses del confinamiento aprendió letras y números, pero sobre todo aprendió a extrañar; cuando una niña apostada en una ventana siente y piensa –y escribe– que el mundo continúa de algún modo, pero su vida no; cuando un niño ciego cree percibir que todos allí afuera se han muerto: ¿son apenas frases sueltas, testimonios que se toman como anécdotas provisorias, frases enunciadas desde los márgenes que nos pueden provocar sorpresa, complicidad o dolor, y que enseguida se olvidan? ¿O son el centro mismo de una conversación que insta a reinventar la educación? ¿Su punto de partida?

      Escuchar a niñas y niños nada tiene que ver con descubrir o describir un pensamiento ingenuo o una lengua precaria; muy por el contrario, y sin idealizar ni romantizar sus voces, se vuelve aquello que debería rehacer el lenguaje y el hacer educativo. Porque esa voz expresa no solo la infancia de la niñez sino de la humanidad, o de una cierta humanidad: la humanidad que deseamos, aquel lugar en que el lenguaje todavía no está acabado –en el sentido normalizador del término– y la duración de su acabamiento supone la invención, la creación, la metáfora, la corporalidad, el juego, el arte; en fin, la filosofía del instante.

      Aún hoy es posible recordar, como si se tratara de un vasto presente, la conmoción que produjo leer Qué porquería es el glóbulo, del maestro Luis Firpo, editado en Argentina en 1976 pero ya recolectado varios años antes bajo el título El humor en la escuela en Montevideo, Uruguay. Quizá a partir de entonces se inauguraba, de un modo caprichoso y no del todo voluntario, ese largo registro del lenguaje de los niños de acuerdo a una impronta filosófica o de filosofía con la infancia. Bajo la apariencia de una gracia inocua y divertida, enseguida la lectura mostraría toda la seriedad, la concentración y la veracidad de las intervenciones que abrían paso a un modo de escuchar distinto del habitual: entre la severa explicación de los adultos y la libre narración de los niños se abría un abismo insondable, dos lenguas distintas, que mostraban entonces la inoportuna sequedad del discurso escolar frente a la metafórica voluptuosidad de la creación infantil.

      A ese libro le siguieron otros y la memoria alcanza a recordar, por mencionar difusamente un ejemplo, aquel libro de un maestro napolitano, un tanto grotesco, luego denunciado por los padres de los niños y quitado de circulación, que mostraba de forma despiadada y burlona las formas de la supuesta ignorancia infantil, ese equívoco permanente de aquellos que ven en el origen de la palabra un rudimento sin sentido, vacío y disparatado, soso y apenas divertido, que se corregirá con el paso del tiempo.

      Pues bien, las prácticas poéticas y filosóficas con niños abren la puerta para pensar de qué se trata eso que llamamos la forma infancia del lenguaje, del pensamiento, de la percepción, de la atención y de la invención.

      Y aquí habría que separar cuidadosamente a la niñez de la infancia: por una parte, la duración de un tiempo cronológico, de un ciclo, un pasaje que transcurre en los primeros años de vida y culmina, de acuerdo a variaciones culturales y sociales, en el tránsito a la adolescencia. Por otra parte, una particular experiencia del tiempo, en el tiempo, con el tiempo, cuya duración no es medible salvo en términos de intensidad e instante, que algunos viven durante la niñez –pero no todos–, que algunos no viven nunca, que otros vivirán más tarde y que otros, en fin, vivirán toda la vida.

      Infancia, así, no denota una edad sino una relación especial en la que el tiempo parece liberarse de su carácter únicamente cronológico y tirano,

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