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sus voces y el tiempo parecía detenerse ante su paso. Los novicios, arrancados súbitamente del sueño por esta solemne procesión, se iban levantando y se asomaban a las puertas de sus habitaciones para responder, en latín, Deo gratias. Ya no estaban en el monasterio, sino en otro lugar, elevado y sublime. O quizás estaban, por única vez, verdaderamente en el monasterio, y el monasterio se convertía realmente en monasterio cuando cantaban y leían. Cuando finalmente llegaban a la sala amplia y la voz del libro los reunía, las velas se multiplicaban alrededor del texto sagrado y, a la vez que iluminaban las letras, les recordaban que “Cristo es la luz que brilla desde esas páginas en la oscuridad”.

      Esta descripción de un momento ritualizado que hace aparecer la verdadera esencia de una institución la he tomado del libro de Iván Illich En el viñedo del texto. Allí, al analizar las prácticas de lectura medievales, recupera el lugar del libro en ciertos momentos de la vida cotidiana de los monjes de San Víctor. Afirma Illich que;

      La celebración ceremonial del libro, el latín, el canto, la recitación, forman así un fenómeno acústico inmerso en una compleja arquitectura de ritmo, espacios, gestos. Todo esto no podía sino adherirse a los huesos de los alumnos (Illich, 1993, p. 93).

      En esta práctica ritualizada desarrollada por estudiantes de Teología hace casi mil años (¡mil años!), el momento de la lectura no era el de sentarse en el lugar de siempre a hacer otra cosa (leer). No solo porque –como bien se dedica a demostrar Illich a lo largo del libro– la lectura no era entendida del mismo modo en que lo es hoy, sino porque se rodeaba al acto de leer de una serie de disposiciones del cuerpo y el espíritu que definían al momento como tal. El jardín no es un monasterio medieval, claro, pero es una institución que recibe a los chicos en comunidad, y que los inicia en una serie de prácticas a las que acceden mucho menos por las acciones instructivas directas de los docentes, que por su tránsito por ciertos momentos cargados de sentido. Cuando recorren esos momentos, cuando se sumergen en sus ritualidades, los chicos ingresan en un lugar potente y formativo. Quizás están, por única vez, verdaderamente en el jardín, y el jardín se convierte realmente en jardín cuando transitan estos momentos. Los momentos enseñan, se adhieren a los huesos: lo sabían ya hace mil años.

      El tiempo vital de la infancia

      La idea de infancia remite a dos categorías temporales muy concretas: la nostalgia (cuando se la evoca desde el mundo adulto) y la esperanza (cuando se la mira hacia adelante, como una promesa), pero ambas son miradas externas a la propia vivencia de la infancia. Y es que la nostalgia y la esperanza son ecuaciones afectivas del tiempo: hablan menos de los niños que de los sentimientos adultos respecto del tiempo infantil. La patria temporal de los chicos, podríamos decir, es el presente.

      Sin embargo, hay varias interrupciones –por emplear el término que propone Carlos Skliar– a esa patria del instante. La más evidente, probablemente, es la que se sigue del hecho de que en el jardín el tiempo es usado muchas veces para trazar un camino de ciclos, etapas, metas y expectativas escalonadas, tanto para los aprendizajes como para el propio desarrollo. Los chicos deben controlar esfínteres en la sala de dos años, deben iniciarse en ciertas formas de la lectura y la escritura en las salas más avanzadas; en fin, el mapa del tiempo en las instituciones suele venir atado a cierto mapa de expectativas. Tal vez por eso suele decirse que el tiempo escolar “consigue que el fracaso y retraso escolar aparezcan como hechos naturales” (Rodríguez Martínez, 2009). Lo natural, se diría, es ajustarse a esos mapas de tiempos y logros esperados, y el problema se sitúa en los casos que se desvían demasiado respecto de esa sincronía estipulada.

      La versión más difundida de esta idea de un tiempo-reloj que traza una agenda de “logros” (gatear, caminar, hablar, dibujar la figura humana, escribir el nombre, etc.) es la que proponen hoy las neurociencias. La idea de que los niños, por ser niños, “tienen” ciertos tiempos de atención determinados, que sus pequeños cerebros vienen más o menos formateados a tiempos que deben ser respetados, lleva a sostener que un docente debe conocer los tiempos cerebrales, pues estos van cambiando a cada edad o período de la vida, y conocerlos puede ayudar a ajustar los tiempos de atención reales en clase de una manera más eficiente (por ejemplo, Meneses Granados, 2019).

      Pero el tiempo infantil, claro, trasciende el tiempo de ser niño, y es menos un período de la vida y más un modo de transitar ese (y otros) tiempos. En el reciente y bello libro de Walter Kohan dedicado a Freire, el autor recupera su voz (la del Freire de Por una pedagogía de la pregunta…), donde dice:

      Los criterios de determinación de la edad, de la juventud o de la vejez, no pueden ser puramente los del calendario. Nadie es viejo solo porque nació hace mucho tiempo o joven porque nació hace poco. Por el contrario, somos viejos o jóvenes mucho más en función de cómo pensamos el mundo, de la disponibilidad con la que nos entregamos, curiosos, al saber, cuya búsqueda jamás nos cansa y cuyo hallazgo jamás nos deja satisfechos o inmovilizados (Kohan, 2020).

      La infancia, entonces, sigue Kohan, “no es una cantidad de tiempo vivido, sino una forma de relacionarse con el tiempo, justamente, a cualquier edad”. Y amar ese tiempo de infancia, es, antes que nada,

      (…) una forma de habitar el presente, de estar enteramente presentes en el presente, como si el tiempo fuera solo presente, dando cuerpo al ahora, y como si nosotros fuéramos siempre infancia, como si el futuro fuera apenas otra forma del presente. En la infancia, hay poco pasado y un futuro abierto, indefinido; el tiempo de la infancia es el presente (ibíd., p. 180).

      El tiempo infantil es –siguiendo a Skliar– un tiempo no lineal, no evolutivo, no unidimensional; un tiempo que trae de suyo cierta animalidad de afección perceptiva, esto es:

      (…) cuando los oídos están abiertos, cuando la mirada está abierta, cuando la piel está abierta, cuando el mundo llega incontinente a un cuerpo que lo recibe sin escrúpulos, sin trampas, sin jurisprudencia. El tiempo de los niños nos debería hacer notar esa animalidad que desperdiciamos, perdemos, subestimamos siempre y a la que debemos, por lo menos, infinito respeto (Skliar, 2012, p. 72).

      Había una vez un maestro –confieso que era yo– que usaba títeres en su sala. Eran personajes que acompañaban la vida cotidiana y que a veces llegaban para introducir un asunto, para animar una conversación o simplemente para saludar. El maestro, algunas veces, recurría a los títeres para aleccionar a los chicos. Si no querían lavarse las manos, por ejemplo, el maestro le decía al títere: “Teté, querido, ¿no es cierto que todos los niños deben lavarse las manos?”. Pero el títere respondía, invariablemente: “¡No! ¡Las manos son más lindas sucias!”. O si el maestro, buscando complicidad en el títere, le pedía: “Teté, ¿podrías por favor decirle a Matías que se baje de la silla?”, el muñeco respondía: “¡Cómo me gustaría también a mí subirme a la silla!”. Y es que, sumergidos en el tiempo infantil (y esa es una aspiración noble, si las hay, para un educador), permanecer en ese tiempo, sintonizar con ese tiempo, está antes y es más importante que cualquier otra enseñanza.

      El tiempo impuesto por la época

      Había

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