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Antes incluso que la propia escuela. Los chicos del jardín lo habían visto cada día, al entrar, al salir o al pasar, y habían jugado bajo su sombra. Habían pisado sus hojas crujientes en otoño, habían empuñado como espadas las ramas secas que dejaba caer y habían robado sus cortezas descascaradas para tirarlas por la rejilla y verlas desaparecer en la oscuridad. Un día la maestra propuso un “viaje al árbol”. Descubrieron que dos ventanas de la escuela (una del primer piso y otra del segundo, a las que nunca prestaban atención porque el jardín quedaba en la planta baja) se asomaban sobre las partes altas del árbol. Y allí fueron, con cámara de fotos, con grabador, con un tubo largo para deslizar pequeños objetos desde arriba. Con preguntas, con hipótesis, con confianza en que valía la pena volver a mirar el viejo árbol. El árbol seguía allí, quieto y eterno, para ser contemplado, conversado y estudiado. Y la jornada discurrió mirando juntos algunas cosas viejas, para volver a conocerlas y a conocernos a la vez, mirándolas.

      Paseos, travesías, excursiones y contemplaciones son así figuras que nos invitan a poner de relieve ciertos modos de transitar la experiencia del jardín. Esa experiencia que significa que las cosas que acontecen en la jornada se inscriben auténticamente en la vivencia de las chicas y los chicos, porque se les da además un lugar, abierto y enriquecido, en el cuerpo, en la palabra, en el relato, en la conversación.

      Nota

      Capítulo 4

      La materialidad escolar del jardín

      Hay palabras que no decimos / y que ponemos sin decirlas en las cosas.

      Roberto Juarroz

      El juego como tacto atencional

      En la escuela, las montañas y los ríos se convierten en líneas sobre los mapas, los episodios históricos en cosas que cuentan los libros y los próceres nos miran desde adentro de un cuadro. En ese primer sentido, literal y tal vez degradante (porque en efecto, el río se degrada al convertirse en una línea), la escuela crea materialidades. Rousseau, en su Emilio –donde traza todo un programa de educación natural, contraria a estos artificios– se queja amargamente de esta sustitución de las cosas por objetos que las representan:

      ¿Queréis enseñar la geografía a ese niño, y le vais a buscar globos, esferas y mapas? ¡Cuánta máquina! ¿Para qué todas esas representaciones? ¿Por qué no comenzáis enseñándole el objeto mismo, para que al menos sepa de lo que se trata? (Rousseau, 1955, libro 3, p. 209).

      Sin embargo, en las materialidades que crea la escuela podemos ver también un sentido positivo, transformador. Y los objetos del jardín van en esta segunda dirección: no degradan las cosas convirtiéndolas en “meras representaciones”, no son versiones desteñidas del mundo real, sino que son cosas nuevas. Podríamos decir que son artesanías originales e ingeniosas creadas por los maestros y maestras para generar un ambiente de enseñanza, un ambiente de juego, un ambiente en el que todo esté al servicio de vivir experiencias ligadas al aprendizaje y a hacerse preguntas. Jorge Larrosa se refiere a eso cuando dice que el gesto del profesor tiene que ver con una operación material, por aquello de las “materias” escolares: las materias son materias también porque son materiales. Una materia de estudio es “un asunto sobre el que se va a leer, a escribir, a conversar, tal vez a pensar (…) que el docente pone sobre la mesa, como diciendo ‘esto es para vosotros’” (Larrosa, 2020, p. 47). Tal vez pasa algo parecido cuando llevamos alguna cosa a la sala (una lámina, un juego nuevo, un objeto en una caja) y les decimos a los chicos “¿Saben qué traje hoy?”. Los gestos de la enseñanza en el jardín, como diremos en las páginas finales de este libro, se pueden pensar como un “traer algo”, “proponer”, “hacer juntos” y “dar a mirar”.

      Había una vez un 25 de mayo que, recordando aquel de 1810, se había ido convirtiendo en efeméride obligada en escuelas y jardines. Ese 25 de mayo encontró a las maestras del jardín y la primaria reunidas, para armar un acto juntas. La reunión fue agitada y se pusieron sobre la mesa algunos contrastes entre ambos niveles de enseñanza. Una maestra del jardín propuso hacer un títere de Mariano Moreno y contar la historia de alguien que quería leer y no tenía libertad para hacerlo. Una de primaria dijo que Moreno no cabía en un títere, que convertirlo en un personaje que “perdió su librito” era banalizar la historia. Alguien más agregó algo (que no se entendió bien) sobre un nosequé de la transposición didáctica, y otra le respondió que transponer no es subestimar ni disminuir. Entonces la cosa se puso espesa. Una de las maestras de jardín (vehementemente apoyada por sus compañeras) dijo que el juego no banaliza las cosas ni supone que los chicos sean estúpidos, sino que las acerca a su nivel, a su mirada infantil, y que los hechos les resultan más atractivos si se los presenta en forma de juego. Y las de primaria, agregó, deberían hacer lo mismo de vez en cuando. Las de primaria (ya atrincheradas de un lado de la mesa) alegaron que ellas también jugaban con los chicos, solo que los chicos “saben que es un juego”. “¡Los de jardín también saben que juegan!”, defendieron las jardineras. Una de las maestras de primaria (más serena y aún con ganas de conversar amigablemente) intervino, diciendo: “Saben que juegan, pero el juego los atraviesa más… ellos están convencidos de que ustedes juegan con ellos para pasarla bien y porque los quieren mucho. Los nuestros saben que lo hacemos para enseñarles algo”. “Además –agregó otra– ustedes no tienen la obligación de trabajar todos los contenidos de sociales, a ustedes no las corren con el diseño como a nosotras. Por eso pueden usar títeres en lugar de libros”. Alguna de las jardineras atinó a responder a eso de “correr” con el diseño argumentando que las cosas pueden no estar en los libros de lectura sino en los objetos, por ejemplo, en un títere de Moreno, pero ya nadie la estaba escuchando.

      Ya las profes han dicho casi todo, pero digamos una cosita más acerca de este gesto comparativo entre jardín y primaria: creo que ambos niveles tienen más en común de lo que creemos. O, dicho de otro modo: que ambos son escuela por razones parecidas. Pero para explorar estas semejanzas hace falta descorrer dos cortinas bastante pesadas: la primera es la de esa mirada punzante sobre cualquier cosa “típicamente escolar” como venenosa, como tradición autoritaria que debe ser desarmada, es decir, la escuela como aquello a lo que se critica y que debe ser transformado, incluso antes de entenderlo o describirlo. Y la segunda cortina (que es un poco el reverso de la primera) es la de esas ganas locas del jardín de diferenciarse de la primaria

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