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conceptual.

      Sobre esa experiencia temporal singular habría algo más para decir: las culturas occidentales actuales tienden a pensar la infancia como sinónimo de niñez, y a la niñez como un objeto de atención cada vez más temprano para futuras inclusiones en la lógica del derecho y en el mercado de trabajo. Así, la vida adulta se ha encontrado frente a un doble problema: no solo su vida se ha estrechado al convertirse en un “tener que ganarse la vida”, sino que además se le vuelve imposible aquel gesto melancólico y de salvaguarda que consiste en regresar hacia la infancia para encontrar algo de aire en un mundo cada vez más tumultuoso y barullento.

      Se sabe que todo lenguaje comienza materno, ventral, fecundo, lúdico, narrativo y metafórico. Aquello que los niños en atmósfera de infancia viven es una experiencia poética de la lengua. Y se sabe también que, con el paso del tiempo, el lenguaje deviene paterno –de padrón, de patrón–, estructura, Ley. Si la experiencia de la infancia se continúa en otras edades, ese devenir mantiene ambas formas de la lengua en un frágil pero existente equilibrio; si tal experiencia es coartada, reducida o masacrada, solo se dispone de un lenguaje para la información y para la opinión.

      Hace tiempo que se advierte que una buena parte de los niños ya no pregunta “por qué” y sí “para qué”, como si se hubiese adelantado el tiempo adulto en sus vidas. El “por qué” abre el mundo, el “para qué” lo angosta; el “por qué” abre el relato, el “para qué” lo confronta con la finalidad y la clausura; el “por qué” sugiere la narrativa, el “para qué” supone estructuras detenidas, conclusivas.

      Los niños en estado de infancia pueden perder el tiempo en asuntos inútiles y en divagaciones sin provecho. Eso es lo que se espera de ellos y eso mismo es lo que deberíamos ofrecer o posibilitar o, al menos, no impedir.

      Notas

      Capítulo 3

      La experiencia escolar del jardín

      Experiencia: Sabiduría que nos permite reconocer como una vieja e indeseable amistad a la locura que ya cometimos.

      Ambrose Bierce

      Figuras del transitar

      ¿Qué significa que la escuela ofrece experiencia? Ya sabemos que la experiencia no es “lo que pasa”, sino “lo que nos pasa” (Larrosa, 2003) y que entonces ir a la escuela no tiene tanto que ver con llenar el tiempo de cosas, apretadísimas en una jornada sin pausas, sino con prestar atención a la conversación alrededor de las cosas. Los chicos van al jardín a experimentar, a sentirse atravesados de ciertas experiencias, a vivir momentos. La vivencia tiene sentido en tanto pueda experimentarse, y no se requieren parámetros de eficiencia para esto, sino sensibilidades abiertas. A esa diferencia entre “lo que pasa” y “lo que nos pasa”, además, puede añadirse otra: la distancia entre lo que nos pasa y las palabras que lo nombran, lo relatan, lo vuelven a pensar desde otro lugar. ¿Qué significa entonces que en el jardín se ofrece experiencia? Ensayemos una respuesta, para repetirla al final del capítulo y escucharla de otro modo: significa que las cosas que acontecen en la jornada se inscriben auténticamente en la vivencia de las chicas y los chicos, y que se les da un lugar, abierto y enriquecido, en el cuerpo, en la palabra, en el relato, en la conversación.

      Para referirse a la experiencia escolar de las chicas y chicos se viene usando la palabra “carrera”, que ilustra el recorrido de una persona por las distintas etapas de su formación y su desarrollo personal. Últimamente, se emplea también la palabra “trayectoria” (las trayectorias escolares) para poner el acento en las continuidades y la mirada institucional sobre esos recorridos. Todos estos términos – carrera, trayectoria, recorrido– implican una idea de movimiento, de traslado, que tiende enseguida a sociologizarse: si bien son términos útiles para pensar las políticas públicas o la gestión escolar, no es fácil mirar a los chicos en el jardín a través de estas palabras. Eluden lo experiencial, que es situado, que es más pequeño, que está más cerca. Me gustaría proponer otros términos ligados al movimiento y a la vez más próximos a lo que nos pasa mientras nos movemos en la experiencia. Quisiera que mirásemos juntos las figuras del paseo, la travesía, la excursión y la contemplación.

      La experiencia como paseo

      A diferencia de la carrera (en la que prima la velocidad) o la trayectoria (en la que se mira la longitud recorrida en cierta dirección), el paseo es un modo pausado de transitar el lugar. Se pasea (y de ahí viene la palabra) paso a paso, pasando y pisando. Y no solo se pasea despacio, sino que se pasea con cierta pompa: el paseante, en general, se viste para la ocasión. Los paseos se sitúan en territorios caracterizados por la belleza natural: jardines, bulevares, costaneras, parques. El paseo, además, es la acción de pasearse y también el lugar por el que se pasea. En Buenos Aires, por ejemplo, hay una avenida llamada “Paseo Colón”, que a fines del siglo XIX era un recorrido costero por el que la gente podía pasear. Decimos que un lugar bello para ser recorrido es un paseo.

      Pensar la experiencia de los chicos en el jardín como paseo, entonces, es una invitación a detener el apuro, a prestar atención a lo que nos rodea desde la curiosidad relajada y el disfrute, y a la vez a tomarse con cierta ceremonia las actividades destinadas a ser “paseadas”. Un paseo no es casual, no es indefinido: es breve pero conciso. Se prepara previamente y se realiza con mucha conciencia de estar transitando un momento especial.

      Había una vez una niña muy pequeña que no quería entrar al jardín. Abrazada con fuerza a una de las piernas de su abuela –su madre había procurado hacerse a un lado en el rol de acompañante, para ver si la niña lograba despedirse más fácilmente de la abuela–, la pequeña miraba con desconfianza a su maestra, que la invitaba de mil maneras a quedarse. La escena se venía repitiendo desde hacía varios días y la abuela, ya algo cansada del asunto, le dijo a su nieta: “Yo ya te conozco las mañas, querida, en cuanto me vaya te vas a olvidar de llorar”. Y se fue. La maestra, a solas con el llanto desolado de la pequeña, la alzó en brazos y la llevó a ver los dibujos de la cartelera, donde los chicos de las salas mayores habían dejado sus versiones de un “autorretrato”. Juntas miraron un dibujo por vez, lentamente, deteniéndose en cada detalle: en las pestañas que Bruna le puso a su cara, en la remera roja que Joaquín se pintó con crayones. Y, a cada dibujo que miraban, el llanto iba quedando atrás, y la niña se sumergía más y más en su “estar en el jardín”, al que –paseo mediante– comenzaba a percibir como un lugar propio, arbolado de confianza, florecido de una compañía cómplice, señalizado para recorrerlo de la mano, sin apuro y con plácida curiosidad. Dice Walter Benjamin (en la lectura de Miguel Morey) que el paseo es una especie de ejercicio espiritual, y que “establece unos modos específicos de relación entre el recuerdo, la atención y la imaginación” (en Morey, 1990). Y afirma que el paseo es uno de los modelos fundamentales de relación de cada cual consigo mismo. Agrega Morey:

      Es posible que el paseo sea la forma más pobre

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