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su futuro como ju­ga­dor de fútbol pro­me­tía, lo cual no era muy común entre los ju­ga­do­res de Karls­kro­na. A Jenny le caía bien, pero pen­sa­ba que aq­ue­lla noche se podría haber dejado el pa­ñ­ue­lo pa­les­ti­no en casa. Seguro que lo lle­va­ba para pro­vo­car. Había oído a los demás hablar de él. Decían que era co­mu­nis­ta. El co­mu­nis­mo no estaba nada bien visto entre los cien­ció­lo­gos, de eso no tenía nin­gu­na duda.

      Affe jugaba en la liga ju­ve­nil de fútbol con Piddle y le habían en­car­ga­do que cap­ta­ra su in­te­rés. Esa era la es­tra­te­g­ia: con­se­g­uir que gente po­pu­lar, in­te­li­gen­te y famosa de la ciudad sin­t­ie­ra cu­r­io­si­dad por el mo­vi­m­ien­to; luego otros los se­g­ui­rí­an. La idea había salido del Centro de Fa­mo­sos de Holly­wo­od, di­ri­gi­do con éxito por un grupo de cien­ció­lo­gos du­ran­te más de diez años. Habían con­se­g­ui­do re­clu­tar al actor fa­vo­ri­to de Jenny, John Tra­vol­ta, la pri­me­ra es­tre­lla in­ter­na­c­io­nal en con­ver­tir­se a la cien­c­io­lo­gía. Jenny casi se cayó de la silla cuando Stefan se lo contó. ¡John Tra­vol­ta! Y el año an­te­r­ior, Tom Cruise tam­bién se había unido al mo­vi­m­ien­to. Eso era im­por­tan­te, porque si ellos for­ma­ban parte de la cien­c­io­lo­gía, es que algo genial debía de tener.

      Aq­ue­lla noche es­ta­ban to­man­do té en el piso de Peter, si­t­ua­do en la calle Vall­ga­tan. Los había in­vi­ta­do para ce­le­brar que había al­can­za­do el estado TO III de la cien­c­io­lo­gía, thetán ope­ran­te nivel tres. Eso sig­ni­fi­ca­ba que estaba tres ni­ve­les por encima del primer nivel de oyente, lla­ma­do Cla­ri­dad, y que por lo tanto ahora podría aban­do­nar su cuerpo y actuar en el mundo ma­te­r­ial solo con la fuerza de su mente. A Jenny eso la in­q­u­ie­ta­ba un poco. ¿Y si de pronto Peter apa­re­cía en su casa cuando ella estaba a punto de du­char­se o se de­di­ca­ba a so­bre­vo­lar su cama en mitad de la noche?

      Había can­de­la­bros con velas en­cen­di­das en el suelo, una gran cabeza de Buda ta­lla­da en madera de nogal los miraba desde el es­cri­to­r­io, una im­pre­s­io­nan­te lám­pa­ra de araña col­ga­ba como un débil sol encima de una mesita de centro de estilo art déco, re­don­da y con las patas curvas. El salón pa­re­cía una tienda de an­ti­güe­da­des, un museo de la ga­lan­te­ría de otros tiem­pos y de la bur­g­ue­sía sueca que había in­va­di­do la pro­vin­c­ia de Ble­kin­ge a fi­na­les del siglo xvii.

      En la mesita de centro había té de gro­se­lla negra y bo­ca­di­llos, mer­me­la­da de moras de Ro­bin­son y el ape­ri­ti­vo fa­vo­ri­to de Peter: que­si­tos de La vaca que ríe. En los al­ta­vo­ces sonaba Like a prayer, de Ma­don­na. Diez per­so­nas es­ta­ban sen­ta­das en el pe­q­ue­ño salón, al­gu­nas en el suelo y el resto re­par­ti­das entre el sofá de piel marrón y los si­llo­nes. Jenny y Stefan ya se sen­tí­an parte del grupo. Tras la pri­me­ra noche en Ron­neby, habían que­da­do varias veces con ellos para tomar café. En esas ve­la­das, Jenny había apren­di­do mucho sobre la cien­c­io­lo­gía. Peter, y Mikael, Fre­drik y Maria, que tam­bién eran agra­da­bles, in­te­li­gen­tes y so­fis­ti­ca­dos, le habían ab­ier­to un mundo com­ple­ta­men­te nuevo.

      Aq­ue­lla era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien osaba con­tra­de­cir a Peter, cues­t­io­nar lo que decía, y el salón en­mu­de­ció tras el reto de Piddle. Stefan bajó el vo­lu­men de la música. A Jenny le in­te­re­sa­ba mucho saber cómo sal­dría parado Peter de todo aq­ue­llo, aunque no creía que Piddle tu­v­ie­ra nin­gu­na opor­tu­ni­dad. Todo el mundo estaba pen­d­ien­te de Peter, que miró a Piddle con aten­ción y sonrió.

      —¿Por qué de­be­ría ha­cer­lo? No ne­ce­si­to de­mos­trar­te nada. Esta ha­bi­li­dad no debe usarse para jugar, sino para cosas más im­por­tan­tes.

      Piddle miró a su al­re­de­dor, a la docena de chicos y chicas que se habían con­gre­ga­do allí. Le­van­tó las manos.

      —Pero aquí hay unas cuan­tas per­so­nas, creo, que puede que duden de que tú, tu alma o como qu­ie­ras lla­mar­lo pueda aban­do­nar tu cuerpo. Quizás duden in­clu­so de la exis­ten­c­ia del alma. Esta es tu opor­tu­ni­dad para con­ven­cer­nos. Venga, Peter, ve y com­prué­ba­lo. Luego yo lla­ma­ré a mi madre y ve­re­mos si tienes razón.

      Peter se echó para atrás y se aco­mo­dó en el sofá de piel marrón, se acercó la taza a la boca y le dio un sorbo a su té antes de con­tes­tar.

      —Así que no crees que ten­ga­mos alma. ¿Pien­sas que sim­ple­men­te somos trozos de carne que sa­tis­fa­cen sus ne­ce­si­da­des pri­ma­r­ias du­ran­te unos cuan­tos años y luego nos en­t­ie­rran y nos con­ver­ti­mos en polvo?

      Dejó la taza en la mesa y muchos son­r­ie­ron. Jenny ya había oído esos ar­gu­men­tos antes. Le gus­ta­ban.

      Piddle no se rindió.

      —No cam­b­ies de tema, Peter. Ve ahora para que po­da­mos com­pro­bar­lo. Si ac­ier­tas la ropa que lleva mi madre, te pro­me­to que me ins­cri­bi­ré en la igle­s­ia y em­pe­za­ré a tra­ba­jar mañana mismo —dijo Piddle mien­tras le­van­ta­ba la mano como si es­tu­v­ie­ra ha­c­ien­do un ju­ra­men­to.

      Los se­g­ui­do­res de­vo­tos de la cien­c­io­lo­gía fir­ma­ban un con­tra­to me­d­ian­te el que se com­pro­me­tí­an a tra­ba­jar para la igle­s­ia las tardes y los fines de semana du­ran­te dos años y medio. A cambio, tenían acceso a de­ter­mi­na­das te­ra­p­ias y cursos gratis.

      —No te es­f­uer­ces. —Peter le­van­tó un poco la voz—. No voy a ha­cer­lo. No ju­ga­mos con estas cosas, ya te lo he dicho.

      Jenny empezó a dudar. Aq­ue­llo era un poco ex­tra­ño. En re­a­li­dad, Peter tenía una opor­tu­ni­dad per­fec­ta para hacer callar a Piddle de una vez por todas y con­ven­cer a qu­ie­nes to­da­vía mos­tra­ban re­ti­cen­c­ias. ¿Por qué no lo hacía? Peter estaba a punto de ter­mi­nar aquel debate en una po­si­ción su­bor­di­na­da muy poco na­tu­ral: Jenny nunca lo había visto perder una dis­cu­sión. Y seguro que ella no era la única que estaba pen­san­do eso. La duda se coló en su in­te­r­ior. ¿Era po­si­ble que en re­a­li­dad Peter no pu­d­ie­ra aban­do­nar su cuerpo?

      —Su­pon­go que com­pren­des que eso no suena es­pe­c­ial­men­te cre­í­ble —con­ti­nuó Piddle—. Ase­gu­ras que has al­can­za­do un de­ter­mi­na­do estado, ¿cómo lo has lla­ma­do?

      —TO. Thetán ope­ran­te. El tercer nivel.

      —Exacto. Eso sig­ni­fi­ca que puedes aban­do­nar tu cuerpo, lo que te per­mi­te hacer cier­tas cosas. ¿O so­la­men­te puedes mirar? ¿Puedes o no hacer otras cosas?

      Piddle rio por lo bajo.

      —¡Qué in­te­li­gen­te era Hub­bard! ¿Qué chaval de diez años no ha soñado con ser in­vi­si­ble para de­di­car­se a ha­cer­les tras­ta­das a los demás? Hub­bard robó ideas del bu­dis­mo y del hin­d­uis­mo para crear su propia pócima, y luego la for­mu­ló de manera que pa­re­c­ie­ra cien­tí­fi­ca.

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