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veinte años. Su padre siem­pre había bro­me­a­do con que los alum­nos que no se to­ma­ban en serio los es­tu­d­ios aca­ba­ban lim­p­ian­do lonas en el as­ti­lle­ro. Bosse había hecho prác­ti­cas allí, luego lo habían con­tra­ta­do un verano y, más tarde, con­si­g­uió un tra­ba­jo fijo de sol­da­dor. Todo el mundo lo en­vi­d­ia­ba porque de re­pen­te tenía un montón de dinero y pronto se mu­da­ría a su propio piso en el centro de la ciudad.

      Jenny ob­ser­vó a los tra­ba­ja­do­res del as­ti­lle­ro, que iban muy arre­gla­dos, de­cir­se adiós con la mano, y de pronto fue cons­c­ien­te de lo in­tras­cen­den­tes que eran sus vidas. Mujer, hijos, piso, quizás un coche. Es­cla­vi­za­dos desde pri­me­ra hora de la mañana hasta última hora de la tarde en su mor­tal­men­te abu­rri­do y mo­nó­to­no tra­ba­jo en alguna má­q­ui­na. Su único sueño: aho­rrar su­fi­c­ien­te dinero para com­prar­se una casa, y quizás tam­bién un barco de vela. Uno de madera, porque los karls­kro­ni­tas des­pre­c­ia­ban los barcos de fibra de vidrio.

      Ella anhe­la­ba algo dis­tin­to. Algo mucho más sus­tan­c­ial que un tra­ba­jo, una casa y un barco. Se detuvo y miró a Stefan, que se giró y clavó los ojos en Jenny.

      —Stefan, quiero dar un paso más. Quiero asis­tir a cursos como oyente. Quiero ser una cien­ció­lo­ga de verdad.

      7

      El día era si­len­c­io­so como una tumba y abra­sa­dor como un horno. En la dis­tan­c­ia, el cielo azul se iba acla­ran­do poco a poco mien­tras el sol se des­li­za­ba sobre las islas. Luke pasó por el parque Ho­gland de camino a la co­mi­sa­ría. Tenía sed y náu­se­as. Estaba pa­gan­do el precio de haber dejado que el ron co­rr­ie­ra por sus venas. Su único con­s­ue­lo era que se había ido pronto a la cama y había dor­mi­do pro­fun­da­men­te.

      Tres tu­ris­tas po­la­cos es­ta­ban sen­ta­dos en la te­rra­za de la parada de kropp­ka­kors, una es­pe­c­ie de em­pa­na­di­llas de cerdo y patata. Dis­cu­tí­an a voces mien­tras en­gu­llí­an aq­ue­llas bolas gri­sá­ce­as. Justo ahí, Viktor lo había con­ven­ci­do de que les diera una opor­tu­ni­dad. Hasta en­ton­ces, se había negado a me­ter­se en la boca aq­ue­llas bolas blan­du­rr­ias. Pa­re­cí­an kn­ei­dels, las tí­pi­cas al­bón­di­gas judías que su tía solía servir con la sopa de pollo en su casa de Wi­ll­iams­burg los do­min­gos. Luke las odiaba tanto como los ri­t­ua­les re­li­g­io­sos que sus tíos prac­ti­ca­ban a diario. Eran buenas per­so­nas, pero es­ta­ban to­tal­men­te es­cla­vi­za­dos por las ce­re­mo­n­ias y las leyes judías. Los kropp­ka­kors sabían dis­tin­to a los kn­ei­dels, y Luke había apren­di­do a sa­bo­re­ar­los. Pero hoy no tocaba. Solo de verlos se le re­vol­vió el es­tó­ma­go, y apartó la vista rá­pi­da­men­te.

      Pasó por la zona de juegos, donde un padre con­so­la­ba a su hija, que se había caído del co­lum­p­io cir­cu­lar en el que él había em­pu­ja­do a Agnes hacía solo unas se­ma­nas. Agnes había es­ta­lla­do en risas cuando él había em­pe­za­do a gi­rar­lo muy rápido.

      La co­mi­sa­ría estaba en la es­q­ui­na no­ro­es­te de Trossö, en un edi­fi­c­io grande, alegre y ama­ri­llo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo vi­si­ta­ba re­cor­da­ba la pri­me­ra vez que había pisado la co­mi­sa­ría del no­na­gé­si­mo dis­tri­to de po­li­cía de Nueva York, en la Union Avenue de Wi­ll­iams­burg. Era 1981, él tenía ca­tor­ce y hacía un año que había muerto su madre. Luke for­ma­ba parte de los Re­bel­des del diablo, una de las muchas pan­di­llas ca­lle­je­ras que había en Bro­oklyn en los se­ten­ta y los ochen­ta. Los Re­bel­des del diablo aglu­ti­na­ban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes ho­mi­ci­das, los Judas y los Re­clu­ta­do­res im­pe­r­ia­les. Luke había en­tra­do pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Re­bel­des lo ata­ca­ron para ro­bar­le y Luke luchó como un poseso hasta de­jar­los K.O. a los tres. Los ru­mo­res sobre aquel chaval enorme y va­l­ien­te co­rr­ie­ron como la pól­vo­ra, y dos días des­pués de la pelea el pre­si­den­te de los Re­bel­des del diablo, Apache, fue a bus­car­lo para pre­gun­tar­le si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pan­di­lla se con­vir­tió en su nueva fa­mi­l­ia, una fa­mi­l­ia en guerra per­ma­nen­te con otras bandas ri­va­les de Wi­ll­iams­burg. Allí fue donde Luke apren­dió a luchar, con y sin armas.

      Des­pués de un en­fren­ta­m­ien­to con los Nó­ma­das sal­va­jes, dos po­li­cí­as as­q­ue­ro­sos de­tu­v­ie­ron a Luke y lo lle­va­ron es­po­sa­do a la co­mi­sa­ría, donde lo me­t­ie­ron en un mi­nús­cu­lo agu­je­ro in­mun­do. Podía ver a aq­ue­llos agen­tes amar­ga­dos y des­cre­í­dos a través del cris­tal a prueba de balas. Lo ti­ra­ron en una celda es­tre­cha en la que pasó dos días, hasta que una tra­ba­ja­do­ra social lo sacó de allí.

      La co­mi­sa­ría de Karls­kro­na era un es­pa­c­io ab­ier­to, ai­re­a­do y aco­ge­dor. En la re­cep­ción había un mos­tra­dor de abedul largo ador­na­do con gran­des plan­tas en los ex­tre­mos. En el fo­to­ma­tón para ha­cer­se las fotos de carné, una madre y su hijo es­pe­ra­ban para re­no­var el pa­sa­por­te. Al otro lado del mos­tra­dor, había dos zonas con sofás rojos y unas bo­ni­tas mesas de abedul. Una mujer madura ves­ti­da de pai­sa­no estaba sen­ta­da a la iz­q­u­ier­da del fo­to­ma­tón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acer­ca­ra.

      —¡Hola! Me llamo Luke Berg­mann. Tengo una cita, pero no re­c­uer­do el nombre de la per­so­na que me llamó —dijo. La mujer miró la pan­ta­lla de su or­de­na­dor.

      —Ha que­da­do con el de­tec­ti­ve Anders Loman —res­pon­dió ella, y tecleó su número en el te­lé­fo­no de la re­cep­ción. El de­tec­ti­ve con­tes­tó en­se­g­ui­da.

      —Re­cep­ción. Ha lle­ga­do tu visita. —Colgó y se di­ri­gió a Luke—: Anders baja ahora mismo.

      Luke se sentó en uno de los si­llo­nes rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían en­con­tra­do a Viktor y a Agnes. No podía qui­tar­se de la cabeza la imagen de su amigo col­gan­do de la puerta del baño, ni tam­po­co la del cuer­pe­ci­to sin vida de Agnes en los brazos de The­re­se. La cita con el de­tec­ti­ve lo había obli­ga­do a salir de la cama, du­char­se y dar un paseo.

      Tras unos mi­nu­tos, un hombre llegó a la re­cep­ción y se pre­sen­tó. Era Anders Loman.

      —Gra­c­ias por venir. Vamos a mi ofi­ci­na.

      Loman tenía unos cin­c­uen­ta y tantos años, era alto y del­ga­do, estaba en forma para su edad y lucía un bron­ce­a­do na­tu­ral como re­sul­ta­do de pasar tiempo al aire libre. Lle­va­ba el ca­be­llo cui­da­do­sa­men­te teñido de negro y bien pei­na­do hacia atrás. Cada pelo de su cabeza pa­re­cía estar dis­p­ues­to de forma exac­ta­men­te pa­ra­le­la a los demás. Mien­tras lo seguía hacia el in­te­r­ior de la co­mi­sa­ría, Luke pensó que pa­re­cía una re­pro­duc­ción en cho­co­la­te del va­q­ue­ro de Marl­bo­ro. Su­b­ie­ron tres pisos y se me­t­ie­ron en una sala que debía de ser su ofi­ci­na. Al verla, Luke tuvo la im­pre­sión de que Anders Loman era muy quis­q­ui­llo­so. Había un mon­ton­ci­to de pa­pe­les en per­fec­to orden sobre su mesa, un or­de­na­dor con la pan­ta­lla

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