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cosas: la ex­ci­ta­ción y la polla. De hecho, si hu­b­ie­ra podido desha­cer­se de la ex­ci­ta­ción no lo habría pasado tan mal, aunque estar vivo no hu­b­ie­ra valido tanto la pena. Pero perder el ins­tru­men­to que le había pro­por­c­io­na­do ex­pe­r­ien­c­ias tan ma­ra­vi­llo­sas era, pro­ba­ble­men­te, el peor cas­ti­go que le podían haber in­fli­gi­do. La tor­tu­ra más im­pla­ca­ble.

      Ahora, cuando se ex­ci­ta­ba, se sentía como un león en una jaula. Tenía que mo­ver­se, ca­mi­nar sin des­can­so y for­zar­se a pensar en otras cosas para dis­tra­er­se. Tra­ta­ba de in­vo­car pen­sa­m­ien­tos que lo in­co­mo­da­ran. Algo que solía fun­c­io­nar era re­cor­dar el in­ci­den­te de la bañera, que le había ocu­rri­do a los doce años. Más o menos un año antes había des­cu­b­ier­to lo que pasaba cuando movía arriba y abajo la piel de su pene, y fue una grata sor­pre­sa. Sen­ta­do en el baño, tiró de su sal­chi­cha. Como le gustó, empezó a tirar más rápido y el placer fue en au­men­to. De pronto, un chorro blanco salió dis­pa­ra­do de la punta y ate­rri­zó en la al­fom­bri­lla. Debió de emitir algún tipo de sonido, porque su madre llamó muy fuerte a la puerta del baño y le pre­gun­tó qué hacía. Él entró en pánico y se puso a lim­p­iar aq­ue­lla mancha blanca y pe­ga­jo­sa con papel hi­gié­ni­co. Cuando abrió la puerta y salió, su madre lo miró con sus­pi­ca­c­ia, pero por suerte no podía saber lo que había hecho.

      El día del in­ci­den­te estaba tum­ba­do en la bañera y la puerta se abrió de golpe. Había ol­vi­da­do ce­rrar­la. Mamá entró y, al ver lo que estaba ha­c­ien­do, se puso hecha una furia. Se fue, volvió con una olla llena de agua hir­v­ien­do y la volcó sobre su pene erecto. Por suerte, tuvo tiempo de su­mer­gir­se un poco en la bañera, pero gran parte del agua hir­v­ien­do lo sal­pi­có. Él au­lla­ba de dolor y su madre estaba como loca, echaba chis­pas. «¡Esta es la per­di­ción de los hom­bres! ¡Si haces eso, irás al in­f­ier­no!», le gritó. Lo obligó a leer la Biblia cada tarde du­ran­te tres se­ma­nas. Al fi­na­li­zar la lec­tu­ra le pegaba para «sa­car­le el de­mo­n­io de dentro».

      Todo empezó más o menos por en­ton­ces, pero el en­gra­na­je se puso re­al­men­te en marcha solo unas se­ma­nas des­pués. El hijo del vecino, Pa­trick, que tenía ca­tor­ce años, había mon­tan­do una tienda de cam­pa­ña en el bosque. Es­ta­ban ju­gan­do a indios y va­q­ue­ros, y des­pués se reu­n­ie­ron en la tienda. Pa­trick le ordenó a Su­san­ne, que tenía doce años, que se qui­ta­ra los pan­ta­lo­nes y la ropa in­te­r­ior y se tum­ba­ra boca arriba. Había cinco niños más. Pa­trick se deshi­zo de los pan­ta­lo­nes y los cal­zon­ci­llos. Le había salido un poco de pelo al­re­de­dor de la polla. Thomas no pudo apar­tar la vista. Era la pri­me­ra vez que veía el pene erecto de otra per­so­na, largo y pun­t­ia­gu­do. Pa­trick se lo agarró y se tumbó encima de Su­san­ne, que estaba ahí tirada, en si­len­c­io. En­ton­ces empezó a fo­llár­se­la. Pero el sonido de unas voces que se apro­xi­ma­ban lo in­te­rrum­pió.

      Aunque Pa­trick se había que­da­do a medias, a Svärd la escena lo había im­pre­s­io­na­do mucho. La suave vagina de Su­san­ne, libre de pelos negros as­q­ue­ro­sos. La lanza pun­t­ia­gu­da acer­cán­do­se y pe­ne­trán­do­la. En aquel mo­men­to había en­ten­di­do para qué servía aq­ue­lla he­rra­m­ien­ta.

      Se sentó en la cama, des­can­só los pies en la al­fom­bra sucia y an­dra­jo­sa, en­cen­dió un ci­ga­rri­llo y miró el reloj. Las doce y media de la noche. Tenía que mear. Se le­van­tó y re­co­rrió los dos metros hasta el baño. Desde el ataque de hacía un año, no so­por­ta­ba orinar. El chorro salía dis­pa­ra­do en todas di­rec­c­io­nes, y el lí­q­ui­do se dis­per­sa­ba, sal­va­je. El médico había hecho lo que había podido, pero lo que que­da­ba del ori­fi­c­io de la uretra ahora fun­c­io­na­ba más o menos como un as­per­sor en un día ca­lu­ro­so de verano.

      El baño no era grande. Cons­tr­ui­do a me­d­ia­dos del siglo pasado, por lo menos era bas­tan­te bonito y lu­mi­no­so, pero tam­bién era es­tre­cho, y Svärd se había acos­tum­bra­do a entrar de culo. Estaba com­ple­ta­men­te ali­ca­ta­do y el mango de la ducha col­ga­ba de la pared de detrás del ino­do­ro. Cuando se du­cha­ba, todo el baño que­da­ba em­pa­pa­do y des­pués tenía que pa­sar­se quince mi­nu­tos fre­gán­do­lo. Im­po­si­ble que cu­p­ie­se más de un hombre en aquel mal­di­to búnker.

      Se le­van­tó y tiró de la cadena. Fue al salón, se sentó a la pe­q­ue­ña mesa des­ven­ci­ja­da y en­cen­dió el por­tá­til. Ne­ce­si­ta­ba com­ple­tar los datos del si­g­u­ien­te en­car­go, pero antes de ha­cer­lo entró en Sex­Nor­dics BBS. Se metió en su ga­le­ría de fotos y vio que tenía men­sa­jes nuevos. Un im­bé­cil de Dallas decía que su última foto de Sandra era falsa. Se­gu­ra­men­te había bus­ca­do las marcas de na­ci­m­ien­to y ahora estaba con­ven­ci­do de que la niña de la foto no era ella. Tam­bién le pedía otra foto de Sandra, pero más joven; una chica de trece años era de­ma­s­ia­do mayor para su gusto.

      Svärd sopesó el co­men­ta­r­io de aquel tipo. Había ganado mucho dinero con las fotos de Sandra, pero no era su­fi­c­ien­te. La de­man­da del rango de edad de cuatro a seis años había subido. Había locos que es­ta­ban dis­p­ues­tos a pagar hasta cien euros por una foto de una niña de cuatro años des­nu­da en una pose sexy. Leyó el resto de men­sa­jes y mal­di­jo. Nin­gu­no de aq­ue­llos ca­bro­nes estaba dis­p­ues­to pagar; solo eran im­bé­ci­les que que­rí­an des­car­gar­se las imá­ge­nes gratis, a qu­ie­nes no les im­por­ta­ba que hu­b­ie­ra marcas de agua, porque lo único que que­rí­an era ad­mi­rar su ex­q­ui­si­ta co­lec­ción.

      Entró en la cuenta del banco y revisó el saldo. Todo lo que tenía eran 258,54 euros. Mal­di­ta sea, con eso no podía pa­gar­se ni un vuelo. Tenía que con­se­g­uir más dinero.

      Se pasó una hora bus­can­do guar­de­rí­as en el barrio de Kungshol­men, en Es­to­col­mo: había más de veinte. Entró en todas las pá­gi­nas para ver cuáles es­ta­ban ab­ier­tas du­ran­te el verano y se sor­pren­dió al en­con­trar siete. Re­dac­tó una carta para pos­tu­lar­se como pro­fe­sor sus­ti­tu­to y la mandó a las siete, junto con su di­plo­ma fal­si­fi­ca­do de la Uni­ver­si­dad de Linné y un cu­rrí­cu­lum in­ven­ta­do. Usó su an­ti­g­uo nombre falso, Gustav Thor­dén. Estaba seguro de que alguna de aq­ue­llas guar­de­rí­as haría las lla­ma­das co­rres­pon­d­ien­tes para com­pro­bar que todo era verdad. Pero, in­clu­so si lla­ma­ban, les re­sul­ta­ría casi im­po­si­ble en­con­trar a al­g­u­ien du­ran­te las va­ca­c­io­nes. Y si es­ta­ban de­ses­pe­ra­das por con­tra­tar a al­g­u­ien, quizás se sal­ta­ran esa parte del pro­ce­so.

      Des­pués con­sul­tó la pre­vi­sión me­te­o­ro­ló­gi­ca para el día si­g­u­ien­te en una página web: so­le­a­do y ca­lu­ro­so todo el vier­nes. Como era la tem­po­ra­da de va­ca­c­io­nes, las zonas de juegos es­ta­rí­an llenas de fa­mi­l­ias con niños pe­q­ue­ños. Cerró el por­tá­til y se metió en la cama con una media son­ri­sa en los labios.

      6

      Karls­kro­na, 6 de di­c­iem­bre de 1991

      —Luego quiero que vayas co­rr­ien­do a casa de mi madre. Mira qué ropa lleva, vuelve aquí en­se­g­ui­da y dime lo que has visto. Hant­ver­kar­ga­tan 17 A, ter­ce­ra planta. Podrás en­con­trar­lo, ¿verdad?

      Jenny sus­pi­ró por lo bajo. Aunque a re­ga­ña­d­ien­tes, ad­mi­ra­ba

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