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Jenny se lla­ma­ba Peter. Tenía vein­ti­cin­co años, seis más que ella, y hacía medio que había ob­te­ni­do su MBA en la Uni­ver­si­dad de Lund. Lle­va­ba una cha­q­ue­ta marrón de pana, un pa­ñ­ue­lo rojo al­re­de­dor del cuello, gafas y bigote. Su as­pec­to era aris­to­crá­ti­co, como el de un dandi inglés; un estilo com­ple­ta­men­te dis­tin­to al del resto de chicos que Jenny co­no­cía.

      Hacía seis meses que Jenny había ter­mi­na­do el ins­ti­tu­to en Karls­kro­na con ma­trí­cu­la de honor. Ahora tra­ba­ja­ba en una ca­fe­te­ría. Se había tomado un año sa­bá­ti­co y pla­ne­a­ba em­pe­zar los es­tu­d­ios uni­ver­si­ta­r­ios el otoño si­g­u­ien­te.

      Se acu­rru­có en el sofá rojo —recién ad­q­ui­ri­do en IKEA— de Vic­to­r­ia, la her­ma­na de su novio Stefan. Vic­to­r­ia vivía en un mo­der­no piso de la calle Kungs­ga­tan, en el centro de Ron­neby. Aca­ba­ba de cum­plir vein­ti­trés años y había in­vi­ta­do a unos amigos a comer tarta. Pla­ne­a­ba or­ga­ni­zar una fiesta más ade­lan­te, a lo largo de ese mes.

      Peter estaba hun­di­do en un sillón en­fren­te del sofá y su­je­ta­ba un ci­ga­rri­llo con ele­gan­c­ia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Ha­bla­ban mucho de po­lí­ti­ca, cosa que a Jenny no le in­te­re­sa­ba nada. La co­a­li­ción bur­g­ue­sa había ganado las elec­c­io­nes y había puesto fin a una etapa de tres le­gis­la­tu­ras so­c­ial­de­mó­cra­tas se­g­ui­das. Justo ese día, el con­ser­va­dor Carl Bildt había tomado po­se­sión del cargo de primer mi­nis­tro. Peter pen­sa­ba que Suecia había re­gre­sa­do al buen camino.

      Desde el im­pre­s­io­nan­te equipo de sonido Pio­ne­er, la sedosa voz de Whit­n­ey Hous­ton los en­vol­vía: I’m your baby to­night.

      A la iz­q­u­ier­da de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la de­re­cha, la her­ma­na mayor de Stefan, Vic­to­r­ia. De las ocho per­so­nas que había en el salón, Jenny solo co­no­cía a ellos dos. La última vez que había estado sen­ta­da en un sofá con Vic­to­r­ia había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un do­min­go a la hora de la me­r­ien­da. Ese día, Stefan le había pre­sen­ta­do a sus padres en medio de un am­b­ien­te tenso que Vic­to­r­ia había de­ci­di­do re­la­jar un poco. De pronto dio un res­pin­go, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».

      ¡Qué mala había sido Vic­to­r­ia! Jenny quiso que se la tra­ga­ra la tierra. In­ten­tó pro­tes­tar, pero no sirvió de nada. Se puso com­ple­ta­men­te roja. Estaba segura de que toda la fa­mi­l­ia de su novio pen­sa­ba que tenía gases.

      Así que esa era la se­gun­da vez en solo unas se­ma­nas que se son­ro­ja­ba mien­tras estaba sen­ta­da en un sofá. La pre­gun­ta de Peter hizo que todo el mundo ca­lla­ra y mirara a Jenny. «¡Odio po­ner­me roja todo el tiempo!», pensó. Siem­pre la había in­co­mo­da­do ser el centro de aten­ción. Hablar de­lan­te de sus com­pa­ñe­ros en clase le su­po­nía una tor­tu­ra, aunque sabía que era guapa y una de las me­jo­res es­tu­d­ian­tes de su ins­ti­tu­to. Cuando los pro­fe­so­res re­par­tí­an los exá­me­nes y anun­c­ia­ban las notas en voz alta, una cos­tum­bre en las aulas de Suecia, casi siem­pre era ella quien había ob­te­ni­do los me­jo­res re­sul­ta­dos. Pero le mo­les­ta­ba te­rri­ble­men­te oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las me­ji­llas au­to­má­ti­ca­men­te. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocu­rría in­clu­so antes de que re­par­t­ie­ran los exá­me­nes: se son­ro­ja­ba solo de pensar que pronto iba a po­ner­se roja.

      En el salón de Vic­to­r­ia, todos mi­ra­ron a Jenny. Los pen­sa­m­ien­tos se le arre­mo­li­na­ron en la cabeza. Se sintió pre­s­io­na­da y ner­v­io­sa. De modo que, na­tu­ral­men­te, se ru­bo­ri­zó.

      —¿Qué qu­ie­res decir? —pre­gun­tó.

      Peter sonrió.

      —Bueno, piensa en 1787. Y trata de pr­o­yec­tar una imagen que aso­c­ies a este año.

      Jenny dudó, pero se sentía obli­ga­da a res­pon­der.

      —Mu­je­res con ves­ti­dos bo­ni­tos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.

      —Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?

      —No lo sé.

      Peter no se rindió.

      —¿Qué pen­sa­m­ien­to ha venido a tu cabeza la pri­me­ra vez que te he hecho la pre­gun­ta?

      —Mmm. ¿París, quizás?

      —¡Genial! ¿Qué lugar con­cre­to de París? ¿Ves algún edi­fi­c­io?

      Jenny cerró los ojos. Se agarró a la pri­me­ra imagen que le vino a la cabeza.

      —Un pa­la­c­io. Ver­sa­lles.

      —¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?

      —¿Yo?

      —Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?

      Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.

      —No lo sé. ¿Quizás una de las per­so­nas que baila?

      —Des­crí­be­te.

      Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus pár­pa­dos, vi­s­ua­li­zó un gran salón de baile lleno de gente en­ga­la­na­da con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un ves­ti­do de baile blanco. Reía y bai­la­ba.

      —Llevo un ves­ti­do blanco. Tam­bién peluca, porque el pei­na­do es muy vo­lu­mi­no­so y está ador­na­do con perlas. Ah, y una más­ca­ra.

      Se quedó en si­len­c­io, un poco sor­pren­di­da por todos los de­ta­lles que aca­ba­ba de re­ve­lar, aunque sos­pe­cha­ba de dónde podía ha­ber­los sacado. El año pasado habían leído sobre la Re­vo­lu­ción fran­ce­sa en clase. A ella le había fas­ci­na­do la his­to­r­ia de María An­to­n­ie­ta y había cogido un libro pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.

      —¿Quién eres?

      —Una mujer noble de la corte. —La res­p­ues­ta le llegó de re­pen­te—. Mi deber es tem­plar a la reina. Ese es mi tra­ba­jo. —Sonrió y miró a los demás. Le de­vol­v­ie­ron la son­ri­sa.

      —¡Fan­tás­ti­co! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en par­ti­cu­lar?

      Peter se in­cli­nó hacia Jenny. La música había parado y la ha­bi­ta­ción estaba en si­len­c­io. Luego le pre­gun­tó:

      —¿Puede ser que lo que acabas de con­tar­nos sea un re­c­uer­do y no solo fruto de tu ima­gi­na­ción?

      Jenny miró a su al­re­de­dor. Los demás la ob­ser­va­ban con in­te­rés. Estaba claro que para ellos aq­ue­lla con­ver­sa­ción no era ex­tra­ña. Se di­ri­gió a Peter:

      —¿Te re­f­ie­res a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una car­ca­ja­da—. Sí, quizás sí. Pero tam­bién puede ser que me esté acor­dan­do de un libro sobre María An­to­n­ie­ta que cogí pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca hace unos meses.

      —¿Por qué crees que es­ta­bas in­te­re­sa­da en María An­to­n­ie­ta? —res­pon­dió rá­pi­da­men­te Peter.

      Quizás lo que decía tu­v­ie­ra

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