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perca para la cena.

      Fue al dor­mi­to­r­io, sacó el porro y las ce­ri­llas y los dejó en la mesita de noche. Miró una gran foto en blanco y negro, donde apa­re­cía él en una de sus com­pe­ti­c­io­nes de lucha libre. Estaba en­mar­ca­da y col­ga­da encima del ca­be­ce­ro de la cama. Le habían tomado aq­ue­lla foto a los die­ci­n­ue­ve años, cuando solía tratar de pa­re­cer un tipo duro. Qué ri­dí­cu­lo. La des­col­ga­ría en cuanto tu­v­ie­ra fuer­zas para ha­cer­lo.

      Estaba ham­br­ien­to. El porro ten­dría que es­pe­rar. No había comido en dos días. Con la cabeza en otra parte, fue a la cocina. Abrió el con­ge­la­dor, sacó un plato pre­pa­ra­do y lo metió en el mi­cro­on­das.

      Luke y Viktor habían sido amigos ín­ti­mos du­ran­te diez años. Se habían co­no­ci­do a través de sus mu­je­res, que eran pro­fe­so­ras en la misma es­c­ue­la de se­cun­da­r­ia de Karls­kro­na.

      Nin­gu­na de las dos pa­re­jas tenía hijos, cosa poco común entre la gente de su edad, y em­pe­za­ron a quedar. Luke y Viktor se ca­ye­ron bien desde el primer mo­men­to. Aunque hacía años que Luke vivía en Karls­kro­na, no había hecho de­ma­s­ia­dos amigos más. Cuando se mudó, de­di­ca­ba todo su tiempo a apren­der el idioma y a in­ten­tar adap­tar­se a la cul­tu­ra sueca. Además, al prin­ci­p­io de vivir en Suecia, se des­pla­za­ba a diario a Jämshög, a ochen­ta ki­ló­me­tros de Karls­kro­na, para ter­mi­nar sus es­tu­d­ios de Tra­ba­jo Social.

      Nunca antes había tenido un amigo con quien le re­sul­ta­ra tan fácil y cómodo hablar, aunque pa­re­c­ie­ran dia­me­tral­men­te op­ues­tos. Viktor era ex­tro­ver­ti­do, ab­ier­to y se in­te­re­sa­ba mucho por los demás. Luke era un lobo so­li­ta­r­io, ha­bla­ba más bien poco y a veces daba la im­pre­sión de ser huraño. A Viktor le costó ho­rro­res co­no­cer bien a Luke. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Luke le con­ta­ra el se­cre­to que solo su mujer sabía: que su pasado in­cluía una vida de drogas y crimen en una banda de Wi­ll­iams­burg y un tra­ba­jo como guar­d­ia de se­gu­ri­dad para la mafia is­ra­e­lí de Nueva York, además de un vuelo en 1997 a Lon­dres, donde se había ena­mo­ra­do lo­ca­men­te de Amanda, de Karls­kro­na, que tra­ba­ja­ba como au pair. Y todo lo que vino des­pués: el tras­la­do a Karls­kro­na, los cursos de sueco, las clases de adap­ta­ción y los es­tu­d­ios en Jämshög para con­ver­tir­se en tra­ba­ja­dor social. A Viktor le fas­ci­na­ba el camino vital de Luke y, sobre todo, el tipo de te­ra­p­ia que había hecho. Habían pasado horas y horas ha­blan­do sobre las di­fe­ren­c­ias entre los dis­tin­tos tipos de te­ra­p­ia.

      2008 fue un año te­rri­ble para Viktor. Su mujer, Lotta, se quedó em­ba­ra­za­da des­pués de años de in­ten­tos. Por fin iban a tener un bebé. Pero Lotta empezó a sufrir unos do­lo­res de cabeza ho­rri­bles y pro­ble­mas de visión. Re­sul­ta­ron ser sín­to­mas de un tumor ce­re­bral y ella y su hijo nonato mu­r­ie­ron solo cuatro meses des­pués del diag­nós­ti­co. Viktor, des­tro­za­do, cayó en una pro­fun­da de­pre­sión de la que solo se salvó al co­no­cer a The­re­se, unos meses des­pués. The­re­se era nueve años más joven que él y de una be­lle­za cau­ti­va­do­ra. Viktor se ena­mo­ró de ella al ins­tan­te. Al cabo de tres meses de re­la­ción, The­re­se estaba em­ba­ra­za­da. Se ca­sa­ron medio año des­pués, casi al final del em­ba­ra­zo. En­ton­ces llegó el si­g­u­ien­te golpe. Cuando Agnes tenía solo seis meses, The­re­se le dijo a Viktor que ya no sentía nada por él y que iba a volver con su ex­no­v­io, de quien seguía ena­mo­ra­da. Se mudó y se llevó a Agnes con ella. Aq­ue­llo fue de­ma­s­ia­do para Viktor, que tuvo que re­ci­bir ayuda psi­q­uiá­tri­ca. Esta vez, la de­pre­sión fue aún más pro­fun­da, y le costó meses de te­ra­p­ia de crisis volver a ser el que era.

      El ma­tri­mo­n­io de Luke se había roto un año antes que el de Viktor, cuando Amanda se cansó de ver a su marido más in­te­re­sa­do en la vida de los ado­les­cen­tes dro­ga­dic­tos con los que tra­ba­ja­ba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ul­ti­má­tum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el di­vor­c­io, y eligió el di­vor­c­io. Así que cuando Viktor cayó en su se­gun­da gran crisis, Luke tenía mu­chí­si­mo tiempo libre. Prác­ti­ca­men­te se mudó con Viktor y lo ayudó, ase­gu­rán­do­se de que se cum­pl­ie­ra el ré­gi­men de vi­si­tas de Agnes. Estaba con­ven­ci­do de que solo gra­c­ias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos es­ta­ban muer­tos.

      Mien­tras Luke se comía una pe­chu­ga de pollo ca­len­ta­da al mi­cro­on­das que no sabía nada, re­me­mo­ró las dos imá­ge­nes que ya jamás ol­vi­da­ría: la de Viktor col­gan­do de la puerta del baño y la de Agnes tum­ba­da sin vida sobre la al­fom­bra tur­q­ue­sa. Y volvió a ha­cer­se la pre­gun­ta que cen­tra­ba todos sus pen­sa­m­ien­tos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hu­b­ie­ra qui­ta­do la vida, sino que tam­bién se la hu­b­ie­ra arre­ba­ta­do a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan ho­rri­ble, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las se­ña­les? Había notado a su amigo ex­tra­ña­men­te feliz el sábado por la noche. Le había ha­bla­do de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Ka­li­nin­gra­do. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había que­ri­do dar de­ma­s­ia­dos de­ta­lles. ¿Se había com­por­ta­do así para es­con­der sus ver­da­de­ros planes? ¿Por qué dia­blos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?

      Luke estaba fu­r­io­so. Nunca podría en­ten­der a los sui­ci­das. ¿Qué pasa por la mente de una per­so­na que ha de­ci­di­do hacer algo tan irre­ver­si­ble? ¿Por qué su amigo había es­con­di­do aq­ue­llos pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos? ¿Por qué no había con­f­ia­do en él?

      Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dor­mi­to­r­io y vio el porro. Al día si­g­u­ien­te con­tac­ta­ría con la psi­có­lo­ga de Viktor. Ne­ce­si­ta­ba en­ten­der por qué.

      Lo había de­ci­di­do des­pués de hablar por te­lé­fo­no con la po­li­cía. Lo habían lla­ma­do para que el jueves por la tarde acu­d­ie­ra a la co­mi­sa­ría a leer su tes­ti­mo­n­io y a con­tes­tar al­gu­nas pre­gun­tas más sobre lo ocu­rri­do. Des­pués de hablar con ellos, es­pe­ra­ba que la psi­có­lo­ga de Viktor lo re­ci­b­ie­ra. Tenía que ha­cer­lo, por Viktor. Cogió el porro y la bol­si­ta de hojas verdes. Fue al baño, vació su con­te­ni­do en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una bo­te­lla grande de ron Ca­pi­tán Morgan que aún con­ser­va­ba el pre­cin­to, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así ador­me­ce­ría sus sen­ti­dos sin caer de lleno en la más ab­so­lu­ta os­cu­ri­dad.

      5

      Le vol­ví­an a picar los huevos. A Thomas Svärd siem­pre le ocu­rría por la noche, y en­ton­ces el picor lo des­per­ta­ba. Se rascó con el pulgar y el dedo índice y luego pasó las uñas, una tras otra, por la zona afec­ta­da. Era una sen­sa­ción agra­da­ble, pero al rato em­pe­za­ba a pre­o­cu­par­se por si, de tanto fro­tar­se, em­pe­za­ba a san­grar y el placer se con­ver­ti­ría en dolor.

      En­cen­dió la luz, se bajó los cal­zon­ci­llos y echó un vis­ta­zo. De­tec­tó una leve rojez y se pre­gun­tó si se la habría pro­vo­ca­do él mismo al ras­car­se o si serían hongos. El muñón de lo que una vez había sido su polla estaba ahí. Era un pe­q­ue­ño col­ga­jo de piel que medía unos pocos cen­tí­me­tros. To­da­vía se ma­re­a­ba cuando

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