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había un sofá: un mueble cómodo y aco­ge­dor, no del estilo aus­te­ro y ge­o­mé­tri­co que a menudo apa­re­cen en las pe­lí­cu­las in­te­lec­t­ua­les es­ta­d­ou­ni­den­ses.

      Karin invitó a Luke a sen­tar­se en el sofá.

      —¿Qu­ie­res algo? ¿Café, té?

      Le dijo que no.

      —Te agra­dez­co que me re­ci­bas con tan poca an­te­la­ción —dijo Luke.

      —Es lo menos que puedo hacer. Viktor era un pa­c­ien­te que tenía en gran estima.

      Karin pa­re­cía una modelo del ca­tá­lo­go de Gudrun Sjödén. Se movía con gracia. «To­da­vía es guapa —pensó Luke—. De joven debió de ser pre­c­io­sa». Se sentó en uno de los si­llo­nes negros.

      —Nor­mal­men­te solo hablo de los pa­c­ien­tes con sus fa­mi­l­ia­res, si tengo el per­mi­so del pa­c­ien­te, claro —con­ti­nuó—. Pero no queda nadie vivo de la fa­mi­l­ia de Viktor, y como me contó que te­ní­ais una re­la­ción muy es­tre­cha, haré una ex­cep­ción. Se­gu­ra­men­te estés pen­san­do por qué no pu­dis­te an­ti­ci­par­te —con­ti­nuó Karin, ex­pre­san­do pre­ci­sa­men­te lo que ob­se­s­io­na­ba a Luke.

      —He em­pe­za­do a cues­t­io­nar mi juicio —con­tes­tó Luke—. No puedo en­ten­der cómo se me pasó por alto.

      —No eres el único. Yo he estado aquí sen­ta­da con Viktor du­ran­te muchos meses, ha­blan­do de­ta­lla­da­men­te sobre su vida emo­c­io­nal, y tam­po­co pude pre­ver­lo.

      Se re­cli­nó en el sillón, des­can­só las manos en el regazo y negó con la cabeza mien­tras ha­bla­ba.

      —Si lo hu­b­ie­ra visto venir, me habría ase­gu­ra­do de que me vi­si­ta­ra con más fre­c­uen­c­ia y de que re­ci­b­ie­ra aten­ción in­me­d­ia­ta.

      —En­t­ien­do que to­da­vía os veíais a menudo —dijo Luke.

      —Venía dos veces al mes. Nos es­tu­vi­mos viendo cada quince días du­ran­te casi un año.

      —¿No te parece ex­tra­ño que si­g­u­ie­ra vi­n­ien­do aquí, que in­vir­t­ie­ra tiempo y dinero en una psi­có­lo­ga, y que no te ha­bla­ra de los pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos que tenía?

      —Viktor con­f­ia­ba com­ple­ta­men­te en mí —con­tes­tó Karin—. Tuvo ideas sui­ci­das jus­ta­men­te des­pués de salir del hos­pi­tal, hace más de dos años. Ese es el mo­men­to más crí­ti­co para las per­so­nas con de­pre­sión. Pero lo superó, y du­ran­te el último año no dijo nada que in­di­ca­ra que tenía planes de este tipo.

      —Nunca me habló de estos pen­sa­m­ien­tos —dijo Luke.

      —La ma­yo­ría no lo hace.

      —¿Pen­sa­ba en la re­li­gión? —pre­gun­tó Luke—. ¿Te contó que cuando era joven estuvo en una secta?

      —Sí, pero no me dijo que eso lo afec­ta­ra en la ac­t­ua­li­dad. Hasta cierto punto estaba agra­de­ci­do por la ex­pe­r­ien­c­ia, aunque lo que vivió fuera una locura. Se lo tomaba como un de­li­r­io de ju­ven­tud.

      Karin se acercó a Luke.

      —Tú no po­drí­as haber hecho nada, ¿lo en­t­ien­des? Te lo ga­ran­ti­zo. Es muy usual que las per­so­nas que se sui­ci­dan lo hagan sin haber dado nin­gu­na señal.

      —Es que no lo en­t­ien­do —dijo Luke—. Estuve en su casa el sábado por la tarde, y Viktor estaba de tan buen humor… Dos días des­pués, hace esto.

      —Eso tam­bién ocurre a veces—dijo Karin—. Para al­gu­nas per­so­nas, la de­ci­sión de sui­ci­dar­se es li­be­ra­do­ra. Cuando toman la de­ter­mi­na­ción, pien­san que han en­con­tra­do la so­lu­ción a sus pro­ble­mas. Y en­ton­ces se sien­ten fe­li­ces, por más ex­tra­ño que te pa­rez­ca.

      Karin calló. Los dos se que­da­ron en si­len­c­io unos ins­tan­tes.

      —Lo que más me cuesta en­ten­der es por qué se llevó a su hija con él —dijo Karin des­pués—. No encaja con la imagen que tengo de Viktor. No soy una ex­per­ta en este tema, pero podría ase­gu­rar que, cuando un pro­ge­ni­tor mata a su hijo o a su hija, suele pa­de­cer una en­fer­me­dad psi­co­ló­gi­ca grave y a menudo lo hace bajo una fuerte in­fl­uen­c­ia de las drogas. Sea como sea, se trata de un suceso trá­gi­co.

      Sus­pi­ró y se le­van­tó, dando por ter­mi­na­da la con­ver­sa­ción.

      —Cuando ocu­rren estas cosas, una se siente in­com­pe­ten­te como doc­to­ra.

      Luke tam­bién se le­van­tó y le dio la mano.

      —Creo que tú tam­po­co po­drí­as haber hecho nada.

      Karin le dio las gra­c­ias y se en­ca­mi­nó hacia la puerta.

      —De­be­rí­as saber que Viktor va­lo­ra­ba mu­chí­si­mo tu amis­tad —dijo Karin—. A menudo ha­bla­ba de ti du­ran­te las se­s­io­nes. Espero que puedas en­con­trar algún con­s­ue­lo en ello.

      Aq­ue­llas pa­la­bras vol­v­ie­ron a meter a Viktor en el ac­ua­r­io. Pre­fi­rió bajar los cinco pisos a pie. Ni si­q­u­ie­ra se dio cuenta de que hacía un día es­plén­di­do y so­le­a­do en Karls­kro­na, la ca­pi­tal de la costa sueca.

      8

      Pa­sa­das las once de la mañana, Thomas Svärd salió de la au­to­pis­ta E22, que unía Karls­kro­na y Nät­traby, y se metió con el coche en el apar­ca­m­ien­to de Sum­mer­land, el parque acuá­ti­co de Ble­kin­ge. Sum­mer­land tenía una pis­ci­na, una zona de juegos con cho­rros de agua, una pista de karts y cas­ti­llos hin­cha­bles. Fuera había unos cien vehí­cu­los apar­ca­dos. Antes de entrar, Svärd sacó una si­lli­ta in­fan­til del ma­le­te­ro y la colocó en el as­ien­to del co­pi­lo­to.

      Esa mañana se había le­van­ta­do pronto para te­ñir­se la melena rubia de negro aza­ba­che. Tam­bién se había re­pa­sa­do la barba. Cuando se miraba al espejo, le gus­ta­ba lo que veía. Sabía que era atrac­ti­vo. Además, se es­for­za­ba por estar en forma. Cada dos días salía a correr un buen rato por la isla, y los días que no corría hacía fle­x­io­nes, ab­do­mi­na­les y do­mi­na­das. Las mu­je­res se fi­ja­ban en él. Con su pelo oscuro y su barba de tres días, se pa­re­cía a George Clo­o­n­ey.

      A las diez en punto entró en el In­ters­port del centro co­mer­c­ial Ami­ra­len, en Karls­kro­na. Compró un gorro de paja, un ba­ña­dor, una bolsa de playa, un pareo, dos flo­ta­do­res de co­lo­res, una toalla de adulto y dos de niño: una con una imagen de Pipi Cal­zas­lar­gas y otra de la pe­lí­cu­la Cars. Luego fue a la ga­so­li­ne­ra Sta­t­oil, de donde salió con una silla ple­ga­ble de playa, gafas de sol, chu­che­rí­as y la última novela negra de Jens La­pi­dus.

      Cuando llegó a la puerta de Sum­mer­land, ves­ti­do con su camisa de lino blanca y sus ber­mu­das azul marino, iba car­ga­do con todas aq­ue­llas com­pras. La chica de la en­tra­da era nueva. La última vez, Svärd solo había ido a comer y a mirar a los críos, pero el per­so­nal del parque reparó en él. En la en­tra­da, se dio cuenta de que lo mi­ra­ban más de lo normal, y luego la en­car­ga­da le ordenó a una de las chicas que lo si­g­u­ie­ra. Esta vez ten­dría que ir con más cui­da­do.

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