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Peter cogió a Jenny del brazo y la acom­pa­ñó a la sala de las au­di­to­rí­as. Era un es­pa­c­io pe­q­ue­ño con una bonita mesa de roble en el centro. A su vez, en el centro de la mesa había una cajita de madera con una pe­ga­ti­na re­don­da y roja en el medio. En la pe­ga­ti­na, una gran «s» se en­re­da­ba en dos trián­gu­los. De la caja salían dos cables, cada uno sujeto con un tor­ni­llo a una lata de alu­mi­n­io. Pa­re­cí­an latas de cer­ve­za en mi­n­ia­tu­ra, aunque no había nada es­cri­to en ellas. Peter se sentó en la silla de ofi­ci­na e invitó a Jenny a aco­mo­dar­se en el sillón.

      —Esto es un e-metro —dijo Peter, le­van­tan­do la cajita de madera—. La pa­la­bra com­ple­ta es elec­tró­me­tro. Como ves, es un modelo an­ti­g­uo. Ahora los hacen de plás­ti­co, pero yo pre­f­ie­ro este. Es más au­tén­ti­co.

      Abrió la tapa y la colocó como so­por­te del resto del apa­ra­to. Ahora, Jenny podía ver el in­te­r­ior de la caja. Tenía un mo­ni­tor ana­ló­gi­co que ocu­pa­ba gran parte de una su­per­fi­c­ie azul bri­llan­te de vidrio. Una flecha me­tá­li­ca se movía dentro del mo­ni­tor, apun­tan­do a una línea se­mi­cir­cu­lar que mar­ca­ba cuatro ve­lo­ci­da­des: salida, cre­ci­m­ien­to, caída y prueba. Debajo del vidrio había tres rue­de­ci­tas negras y, a la iz­q­u­ier­da, dos con­tro­les. Peter le pidió a Jenny que co­g­ie­ra una lata en cada mano.

      —Cuando en­c­ien­da el e-metro, sen­ti­rás que una pe­q­ue­ña co­rr­ien­te eléc­tri­ca pasa por tu cuerpo y vuelve al apa­ra­to —aclaró.

      Jenny le­van­tó las cejas.

      —Tran­q­ui­la —dijo Peter—, la co­rr­ien­te es de­ma­s­ia­do débil para causar daños, tan débil como la ba­te­ría de una lin­ter­na. Puedes re­la­jar­te. —En­cen­dió el apa­ra­to y miró a Jenny—: No notas nada, ¿verdad?

      Jenny negó con la cabeza.

      —Ahora mira la flecha.

      Jenny se in­cli­nó y vio que la flecha apun­ta­ba hacia arriba, a la mitad del se­mi­cír­cu­lo. Prác­ti­ca­men­te no se movía, solo vi­bra­ba le­ve­men­te.

      —Sigue mi­ran­do. Yo te con­ta­ré un chiste. Tú es­cú­cha­me y no dejes de mirar la flecha. Esto son dos to­ma­tes que van an­dan­do por la ca­rre­te­ra y uno le dice al otro: «Cui­da­do, que viene un camión». «¿Un qué?». «Un chof».

      Jenny rio. La aguja había em­pe­za­do a mo­ver­se. Ya se sabía el chiste, pero siem­pre le hacía gracia.

      —¿Has visto lo que ha hecho la flecha? —le pre­gun­tó Peter.

      —Sí. Ha em­pe­za­do a mo­ver­se justo cuando he sabido qué chiste ibas a contar.

      —Bien. Lo que ha pasado es que pri­me­ro tu mente se re­sis­tía, pero cuando tus pen­sa­m­ien­tos se han vuelto po­si­ti­vos, has bajado la guar­d­ia y la ener­gía ha cam­b­ia­do. Cuando ocurre esto, de­ci­mos que la flecha fluye: se mueve de forma uni­for­me, des­li­zán­do­se por la línea con pasos pe­q­ue­ños. En te­ra­p­ia, uti­li­za­mos el e-metro para iden­ti­fi­car las ex­pe­r­ien­c­ias ne­ga­ti­vas que tienen lugar en un estado de PC, es decir, de pre-cla­ri­dad. Las per­so­nas te­ne­mos ten­den­c­ia a blo­q­ue­ar todo aq­ue­llo que nos causa dolor. La psi­co­lo­gía los llama tr­au­mas a estos acon­te­ci­m­ien­tos, pero no­so­tros los lla­ma­mos en­gra­mas. El blo­q­ueo de en­gra­mas es un me­ca­nis­mo de su­per­vi­ven­c­ia: nues­tras per­cep­c­io­nes sen­so­r­ia­les se al­ma­ce­nan en el sub­cons­c­ien­te para que po­da­mos iden­ti­fi­car­las y así evitar si­t­ua­c­io­nes pa­re­ci­das en el futuro. El pro­ble­ma es que si tienes de­ma­s­ia­dos en­gra­mas em­p­ie­zas a sen­tir­te mal y a actuar sin ton ni son. De hecho, los en­gra­mas son la causa de todas las en­fer­me­da­des men­ta­les y pro­vo­can mucho su­fri­m­ien­to. Por eso uso el e-metro: me ayuda a ver el mo­men­to en que tus pen­sa­m­ien­tos chocan con un en­gra­ma, porque justo en­ton­ces la aguja da una sa­cu­di­da brusca. Así puedo ayu­dar­te a re­cu­pe­rar el re­c­uer­do que tienes que sacar a la luz. Cuando ese re­c­uer­do pasa de tu sub­cons­c­ien­te a tu cons­c­ien­te, tam­bién li­be­ras la ener­gía ne­ga­ti­va que con­t­ie­ne. ¿Me sigues?

      Jenny asin­tió y se irguió en el sillón. Sentía ma­ri­po­sas en el es­tó­ma­go.

      —Cuando al­g­u­ien libera todos sus en­gra­mas llega al nivel Cla­ri­dad. A un Cla­ri­dad ya no le afec­tan los en­gra­mas. Es sen­ci­lla­men­te una per­so­na in­te­li­gen­te, sa­tis­fe­cha y feliz, una per­so­na que tiene su vida bajo con­trol.

      Peter giró el e-metro para ver el mo­ni­tor. Luego sacó una li­bre­ta grande y un bo­lí­gra­fo.

      —¿Qué te parece? —pre­gun­tó.

      —Pues genial —con­tes­tó Jenny—. Emo­c­io­nan­te.

      —Bien. Manos a la obra, pues. Em­pe­za­re­mos con una serie de en­gra­mas sobre el dolor de cabeza.

      Miró el e-metro y apuntó algo en la li­bre­ta. Jenny empezó a tener es­pas­mos en las manos y las relajó para no apre­tar tanto las latas. Peter le­van­tó la vista:

      —Te re­co­m­ien­do que bus­q­ues una forma cómoda de co­ger­las y que luego trates de que­dar­te quieta. Si mueves la mano, afec­tas el mo­vi­m­ien­to de la aguja.

      Jenny asin­tió.

      —Estaré quieta —pro­me­tió.

      —Bien. Em­pe­ce­mos. Piensa en la última vez que tu­vis­te dolor de cabeza.

      La res­p­ues­ta llegó con ra­pi­dez.

      —Creo que fue hace dos meses. Des­pués del curso de co­mu­ni­ca­ción de tres horas que hice aquí, al llegar a casa tuve una ja­q­ue­ca re­pen­ti­na, y cuando me metí en la cama me dolía mucho. Me tuve que tomar un ibu­pro­fe­no y todo.

      Peter le pidió que le diera más de­ta­lles. Jenny tuvo que hacer un gran es­f­uer­zo para re­cor­dar­los. Hasta que no contó la misma his­to­r­ia tres veces, Peter no pro­si­g­uió.

      —¡Bien! La aguja ya fluye —dijo con una gran son­ri­sa. Luego le pre­gun­tó si re­cor­da­ba haber tenido ja­q­ue­cas en cir­cuns­tan­c­ias si­mi­la­res. A Jenny no le solía doler la cabeza y al prin­ci­p­io no se le ocu­rrió nada, pero fi­nal­men­te se acordó de la pri­me­ra vez que había bebido al­co­hol. Cogió una bo­rra­che­ra tre­men­da y al día si­g­u­ien­te se le­van­tó con resaca. Peter le hizo las mismas pre­gun­tas sobre aq­ue­lla oca­sión y luego pa­sa­ron a la si­g­u­ien­te ex­pe­r­ien­c­ia. Jenny le contó que a los seis años se había caído de la mesa del co­me­dor y se había ab­ier­to la frente. To­da­vía tenía la ci­ca­triz. Se sabía aq­ue­lla his­to­r­ia porque sus padres la con­ta­ban a menudo, pero en re­a­li­dad ella no se acor­da­ba de nada. Aun así, al final, Peter —Jenny no supo cómo— con­si­g­uió que ella res­ca­ta­ra los de­ta­lles que per­ma­ne­cí­an es­con­di­dos en su mente. O por lo menos eso pensó Jenny. Cuando tu­v­ie­ron bien clara la his­to­r­ia, Peter re­pi­tió:

      —¿Re­c­uer­das algún mo­men­to an­te­r­ior en el que tu­v­ie­ras ja­q­ue­ca?

      Jenny lo miró. No podía creer lo que le estaba pre­gun­tan­do.

      —Pero Peter, ahora nos es­ta­mos re­mon­tan­do a cuando era una bebé. Soy in­ca­paz de re­cor­dar si me hice daño o si tuve dolor de cabeza cuando

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