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in­v­ier­no estaba siendo inu­s­ual­men­te tem­pla­do. La pri­ma­ve­ra solía que­dar­se a las puer­tas del ar­chi­pié­la­go y tar­da­ba en llegar a Karls­kro­na. El frío mar siem­pre re­t­ie­ne a la pri­ma­ve­ra en la bahía para ase­gu­rar­se de que los karls­kro­ni­tas tengan que po­ner­se el abrigo unas se­ma­nas más que la gente del in­te­r­ior.

      Jenny estaba emo­c­io­na­da, pero no porque la pri­ma­ve­ra es­tu­v­ie­ra al caer, ni tam­po­co porque quizás hu­b­ie­ra sido pa­ri­si­na en una vida pasada. Lo que la tenía tan con­ten­ta era que se di­ri­gía a su pri­me­ra sesión de te­ra­p­ia o, como la lla­ma­ban los cien­ció­lo­gos, a su pri­me­ra au­di­to­ría. Para colmo, no le había tocado con cual­q­u­ier au­di­tor: le habían asig­na­do a Peter, que era uno de los me­jo­res. Según le había con­ta­do él mismo, los no­va­tos podían hacer aq­ue­lla sesión de prueba tras una re­vi­sión de su salud mental. Era como una de­gus­ta­ción. Servía para ha­cer­te una idea de lo que te podías en­con­trar más ade­lan­te. Si te gus­ta­ba y que­rí­as re­pe­tir, tenías dos op­c­io­nes: pagar o em­pe­zar a tra­ba­jar para la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía, o más bien para el «centro», como lo lla­ma­ban en Karls­kro­na. La pa­la­bra «igle­s­ia» no tenía buena fama entre la gente joven, pero a Jenny le habían ex­pli­ca­do que aq­ue­llo era una igle­s­ia, una re­li­gión en toda regla. Para en­ten­der­lo, solo hacía falta tener claro el sig­ni­fi­ca­do eti­mo­ló­gi­co de la pa­la­bra «re­li­gión». Re sig­ni­fi­ca «volver» y ligare sig­ni­fi­ca «origen»; volver al origen, a lo que hubo al prin­ci­p­io de todo. Ayudar a la gente a de­sa­rro­llar y re­cu­pe­rar sus ha­bi­li­da­des ori­gi­na­les. A Jenny aq­ue­llo le había pa­re­ci­do bonito, y desde en­ton­ces no tenía ningún pro­ble­ma en pre­sen­tar­se como miem­bro de la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía.

      El centro estaba en un local de la calle Bryg­ga­re­ga­tan que había sido una tienda de mue­bles. Tenía ven­ta­na­les que daban a la calle, varias salas en la planta de abajo y un gran sótano que antes era el al­ma­cén.

      Jenny aca­ba­ba de cum­plir die­ci­n­ue­ve años y en solo unos meses su vida había dado un vuelco. Des­pués de ter­mi­nar el ins­ti­tu­to, había en­con­tra­do su pro­pó­si­to, su motivo para vivir. Se había ido me­t­ien­do más y más en el mo­vi­m­ien­to, y ahora se de­di­ca­ba casi por com­ple­to a la cien­c­io­lo­gía. A Stefan, por el con­tra­r­io, todo aq­ue­llo no lo había se­du­ci­do del todo. Es más, en las se­s­io­nes de or­ien­ta­ción, que se hacían en el bosque, en lugar de pres­tar aten­ción se había de­di­ca­do a leer la in­for­ma­ción de los postes sobre la flora y la fauna. Así que Jenny y él se fueron dis­tan­c­ian­do. Dos meses atrás, ella asis­tió al curso de co­mu­ni­ca­ción y co­no­ció a un chico tan novato como ella. Se lla­ma­ba Daniel y era un año mayor, alto, tímido y con una son­ri­sa en­can­ta­do­ra.

      El curso de co­mu­ni­ca­ción duraba una semana. El primer día tu­v­ie­ron que sen­tar­se en­fren­te de un com­pa­ñe­ro, con las manos en el regazo y los ojos ce­rra­dos. El ob­je­ti­vo de aquel ejer­ci­c­io era apren­der a co­nec­tar con los demás y a ser fe­li­ces en cual­q­u­ier si­t­ua­ción. Para ello era cru­c­ial no pensar en nada, sim­ple­men­te estar pre­sen­te. Des­pués tenían que pro­vo­car­se entre ellos, tratar de que al otro se le cayera la más­ca­ra. Daniel y Jenny rieron mucho ha­c­ien­do los ejer­ci­c­ios. Tam­bién ha­bla­ron en los des­can­sos y coin­ci­d­ie­ron en las sa­li­das gru­pa­les del final del día. Cuando es­ta­ban ter­mi­nan­do el curso, Jenny empezó a ena­mo­rar­se de Daniel, y se dio cuenta de que él sentía lo mismo. Quince días des­pués, rompió con Stefan y empezó a salir con él. Al cabo de un mes, se fueron a vivir juntos.

      Daniel había hecho su pri­me­ra au­di­to­ría hacía dos días. Volvió a casa ple­tó­ri­co, pero no le contó nada a Jenny porque estaba prohi­bi­do. Ahora, por fin, ella tam­bién em­pe­za­ría su te­ra­p­ia.

      Aquel día había mu­chí­si­ma gente en el centro. Jenny colgó el abrigo en la en­tra­da y fue a la pe­q­ue­ña re­cep­ción. Las pa­re­des es­ta­ban llenas de cua­dros, muchos de ellos con citas del fun­da­dor, L. Ron Hub­bard, o Ron, como lo lla­ma­ban los cien­ció­lo­gos que ya habían ter­mi­na­do la for­ma­ción. Había una cita que a Jenny le gus­ta­ba es­pe­c­ial­men­te: «Un hombre que no puede co­mu­ni­car­se está muerto. Un hombre que puede co­mu­ni­car­se está vivo». Detrás del mos­tra­dor col­ga­ba un cuadro de un puente que se aden­tra­ba en un sol enorme. Debajo de la imagen ponía: «El puente a la li­ber­tad».

      En la sala grande con la mo­q­ue­ta de color marrón ver­do­so, que cuando aq­ue­llo fue una tienda había sido la zona de ex­po­si­ción de mue­bles, ahora había diez per­so­nas sen­ta­das por pa­re­jas ha­c­ien­do ejer­ci­c­ios de co­mu­ni­ca­ción. Las vi­dr­ie­ras es­ta­ban cu­b­ier­tas por dentro con pós­te­res del mo­vi­m­ien­to. Antes, como no había nada, los niños y los ado­les­cen­tes fis­go­ne­a­ban desde la calle, y luego em­pe­za­ron a ti­rar­les cosas y a es­cu­pir­les.

      Maria, Ca­mi­lla y Mikael es­ta­ban al fondo de la sala le­yen­do libros de Ron. Los tres eran cien­ció­lo­gos de­di­ca­dos que tra­ba­ja­ban para el mo­vi­m­ien­to en su tiempo libre. La her­ma­na de Daniel, Åsa, aca­ba­ba de em­pe­zar el curso de co­mu­ni­ca­ción y en aquel mo­men­to estaba ha­c­ien­do los ejer­ci­c­ios en el centro de la sala. Peter estaba en el mos­tra­dor de la re­cep­ción to­man­do café y char­lan­do con George, el mítico y mís­ti­co inglés que había im­pul­sa­do el mo­vi­m­ien­to en Karls­kro­na. Jenny solo lo había visto de pasada una vez, pero había oído hablar mucho de él. George era im­por­tan­te. Tra­ba­jó con el fun­da­dor en los se­sen­ta y estuvo en el Apollo, el barco con el que Ron di­fun­día su men­sa­je por Europa y África. Todo el mundo ha­bla­ba de George con ve­ne­ra­ción. Decían que era muy in­te­li­gen­te y que fue una de las pri­me­ras per­so­nas en todo el mundo en al­can­zar el estado de TO VI, que era casi lo más alto que se podía llegar en el camino a la li­ber­tad es­pi­ri­t­ual. Jenny reunió todo su coraje antes de acer­car­se a ellos. Cuando Peter la vio, se le ilu­mi­nó la cara y se acercó a ella para darle un abrazo.

      —¿Pre­pa­ra­da para el gran día?

      —Sí. ¡Será tan emo­c­io­nan­te! An­te­a­yer, cuando Daniel volvió a casa des­pués de la sesión, estaba en­can­ta­do.

      Peter dejó la taza en el mos­tra­dor y se giró hacia George, que estaba de pie dán­do­le ca­la­das a su pipa.

      —George, esta es Jenny. Ya ha hecho el curso de co­mu­ni­ca­ción y viene para su pri­me­ra au­di­to­ría.

      George se sacó la pipa de la boca, sonrió, le­van­tó la mano y le hizo una pe­q­ue­ña re­ve­ren­c­ia. Era bajito y del­ga­do, tenía una pe­ri­lla rubia y el pelo rojizo e iba todo ves­ti­do de color beis: el jersey, la camisa y los pan­ta­lo­nes de pinzas.

      —Bien­ve­ni­da, Jenny. Es un placer co­no­cer­te —dijo en inglés.

      Jenny no supo cómo com­por­tar­se con George. Se sentía in­se­gu­ra, in­ti­mi­da­da por todo lo que la gente decía sobre él. Pri­me­ro le dio la mano, pero luego le salió hacer una ge­nu­fle­xión. Se arre­pin­tió de in­me­d­ia­to. Se sentía como una niña pe­q­ue­ña.

      —Gra­c­ias. He oído hablar mucho de ti. Me alegro de co­no­cer­te fi­nal­men­te —res­pon­dió, tam­bién en inglés.

      Tan

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