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lo te­rri­ble que debe pa­re­cer­le esta hi­pó­te­sis —dijo Loman—. Créame. Sé lo que se siente.

      Anders Loman se in­cli­nó hacia de­lan­te y apoyó sus manos en la mesa. Luke pudo apre­c­iar que las tenía muy arru­ga­das y dedujo que era mayor de lo que pa­re­cía.

      —Pero tam­bién había una es­pe­c­ie de nota de sui­ci­d­io en el piso. Estaba en el dor­mi­to­r­io. Encima de la al­mo­ha­da.

      Luke lo miró fi­ja­men­te. Se le erizó el vello de los brazos. Si Viktor había es­cri­to una nota de sui­ci­d­io, en­ton­ces podría ser que el ins­pec­tor tu­v­ie­ra razón.

      —¿Una es­pe­c­ie de nota de sui­ci­d­io? —pre­gun­tó con calma, como si le diera miedo saber más.

      —Sí. Es críp­ti­ca, pero cla­ra­men­te es una nota de sui­ci­d­io. Usted lo co­no­cía bien. ¿Sabe si Viktor creía en la re­en­car­na­ción?

      —¿Puedo ver la nota?

      Anders Loman volvió a abrir la car­pe­ta verde y empezó a pasar do­cu­men­tos. Sacó un trozo de papel metido en una bolsa de plás­ti­co y lo dejó en­fren­te de Luke, que lo cogió con cui­da­do. En el papel había es­cri­ta una sola frase:

      Del na­ci­m­ien­to del cuerpo a la

      tumba del cuerpo y luego

      de nuevo al na­ci­m­ien­to.

      El texto estaba es­cri­to a or­de­na­dor. Luke leyó la frase varias veces. Tuvo que con­cen­trar­se para poder asi­mi­lar el sig­ni­fi­ca­do de aq­ue­llas pa­la­bras. Estaba claro que tenía que ver con la re­en­car­na­ción, y estaba es­cri­to como un poema.

      Viktor no era afi­c­io­na­do a la es­cri­tu­ra, y mucho menos a la poesía. Lo único que es­cri­bía eran co­rre­os elec­tró­ni­cos de tra­ba­jo.

      —Esto es ab­sur­do —dijo Luke fi­nal­men­te—. Ha­blá­ba­mos mu­chí­si­mo sobre re­li­gión y Viktor era ag­nós­ti­co, como yo, aunque yo nací en una fa­mi­l­ia judía. Me dijo que cuando era joven fue cap­ta­do por una secta, pero al cabo de un tiempo logró es­ca­par y du­ran­te muchos años se opuso fir­me­men­te a cual­q­u­ier re­li­gión. Des­pués del di­vor­c­io, relajó un poco su pos­tu­ra y ter­mi­nó de­ci­d­ien­do que no le im­por­ta­ba si Dios exis­tía o si había vida des­pués de la muerte. Me dijo que ya lo des­cu­bri­ría cuando lle­ga­ra el mo­men­to.

      Luke volvió a mirar la frase.

      —Además, esto está es­cri­to como un poema. Viktor no es­cri­bía poesía. Es más, tam­po­co la leía. Solo le gus­ta­ban las no­ve­las negras y los libros de psi­co­lo­gía.

      Anders Loman se frotó las manos.

      —Suena ex­tra­ño, eso es in­ne­ga­ble —dijo—. Pero la nota estaba ahí, y hemos com­pro­ba­do que salió de im­pre­so­ra de su casa. ¿Cómo ex­pli­ca esto?

      —No lo sé —dijo Luke—. Solo sé que Viktor nunca le haría nada malo a su hija.

      —¿Así que cree que al­g­u­ien los mató? —pre­gun­tó Loman—. Si es así, ¿por qué? Por lo que sa­be­mos, no ro­ba­ron nada del apar­ta­men­to. Tam­po­co hay signos de que for­za­ran la puerta. Además, hemos com­pro­ba­do la cuenta ban­ca­r­ia y las ac­c­io­nes de Viktor y están in­tac­tas.

      Luke se cubrió la cara con las manos, se dejó caer hacia de­lan­te y apoyó los codos en las ro­di­llas. No en­ten­día nada. ¿Podía ser que es­tu­v­ie­ra eq­ui­vo­ca­do sobre Viktor? Ob­v­ia­men­te, todo el mundo tiene se­cre­tos. Pero ¿por qué iba a mentir Viktor sobre ser ag­nós­ti­co? No tenía sen­ti­do.

      Le­van­tó la vista. Anders Loman lo miraba en si­len­c­io. Luke asumió que si seguía en­ro­ca­do en que Viktor no había ase­si­na­do a su propia hija, no lo­gra­ría avan­zar.

      —En­ton­ces, ¿por qué Viktor no se tomó tam­bién ese polvo? —dijo Luke, cam­b­ian­do de tercio—. ¿Por qué forzar a Agnes a que se lo tomara y luego ahor­car­se? Anders se le­van­tó e hizo una señal para darle a en­ten­der que la con­ver­sa­ción había ter­mi­na­do.

      —Sí, buena pre­gun­ta. Pero ¿quién sabe? Quizás pensó que era una forma más rápida de llegar a la otra vida. El veneno puede tardar horas en afec­tar al sis­te­ma ner­v­io­so y la res­pi­ra­ción.

      Luke se le­van­tó, encajó la mano de Anders Loman y pre­gun­tó si podía ir al piso de Viktor. Dijo que ne­ce­si­ta­ba re­co­ger al­gu­nos libros y cedés que le había pres­ta­do.

      —Sería mejor que es­pe­ra­ra unos días —dijo Loman—. El piso estará pre­cin­ta­do hasta que ten­ga­mos los re­sul­ta­dos de las au­top­s­ias. Hemos cam­b­ia­do la ce­rra­du­ra y está prohi­bi­do entrar. Pero en cuanto el acceso esté per­mi­ti­do, me pondré en con­tac­to con usted para que pueda ir a re­co­ger sus cosas.

      Luke asin­tió y salió del des­pa­cho. Ya fuera de la co­mi­sa­ría, miró el reloj y lo cegó la bri­llan­te luz del sol. Fal­ta­ba media hora para su cita con Karin Hart­man, la psi­có­lo­ga de Viktor, que había ac­ce­di­do a hablar con él in­me­d­ia­ta­men­te. Estaba al co­rr­ien­te de lo que había ocu­rri­do.

      Se quedó de pie en la acera unos mi­nu­tos. Ya no tenía náu­se­as, pero el calor lo ma­re­a­ba. Tuvo que sen­tar­se para pensar. Vio un banco al otro lado de la calle, cruzó y se sentó. Se sentía como si es­tu­v­ie­ra dentro de un ac­ua­r­io, mi­ran­do lo que ocu­rría a través del cris­tal. La imagen que tenía de Viktor había cam­b­ia­do por com­ple­to. Pen­sa­ba que lo co­no­cía bien, pero estaba claro que se había eq­ui­vo­ca­do. Viktor tenía cier­tas ideas… ideas de­ses­pe­ra­das que no com­par­tía con él.

      Miró hacia el edi­fi­c­io de la co­mi­sa­ría. Anders Loman lo ob­ser­va­ba de pie junto a la ven­ta­na. Sus meses de for­ma­ción con el FBI habían im­pre­s­io­na­do a Luke. Además, pa­re­cía com­pe­ten­te y edu­ca­do. Luke no estaba acos­tum­bra­do a eso en lo que res­pec­ta­ba a los po­li­cí­as. Loman lo saludó. Luke res­pon­dió le­van­tan­do la mano y empezó a ca­mi­nar len­ta­men­te hacia el sur de la ciudad.

      Ya co­no­cía a Karin Hart­man. La había visto al­gu­nas veces. La pri­me­ra había sido dos años atrás, cuando llevó a Viktor a la clí­ni­ca pri­va­da de Ron­neby­ga­tan des­pués de que su­fr­ie­ra un epi­so­d­io de­pre­si­vo menor. Karin irra­d­ia­ba in­te­li­gen­c­ia y com­pe­ten­c­ia, y le cayó muy bien. Sabía que Viktor to­da­vía la vi­si­ta­ba, aunque no tan a menudo como cuando había estado re­al­men­te mal. Karin era es­pe­c­ia­lis­ta en de­pre­sión e in­clu­so había pu­bli­ca­do un libro al res­pec­to.

      Luke cogió el as­cen­sor hasta la quinta planta y entró por la puerta se­ña­li­za­da: «Nivel sa­ni­ta­r­io 5». La doc­to­ra com­par­tía re­cep­ción y es­pa­c­io con otros tra­ba­ja­do­res au­tó­no­mos del sector sa­ni­ta­r­io: un ma­sa­jis­ta, una os­teó­pa­ta y un es­pe­c­ia­lis­ta en mind­ful­ness. Aq­ue­lla sala le re­cor­da­ba a un spa: ilu­mi­na­ción tenue, mo­bi­l­ia­r­io en tonos claros, velas aro­má­ti­cas en los al­féi­za­res de las ven­ta­nas y una pe­q­ue­ña fuente bor­bo­te­an­te que trans­mi­tía calma y ar­mo­nía.

      Se di­ri­gió a la re­cep­ción y, cuando estaba a punto de tomar as­ien­to en la sala de espera, Karin salió de su des­pa­cho.

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