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de estar viviendo lejos de todo. Y más todavía cuando subías a ver a los abuelos, en Gracia. En el trayecto del autobús 6, desde el paseo de Gracia, frente al rascacielos del Banco Comercial Transatlántico, hasta la esquina de Wad-Ras con Llacuna, parada final, mudabas de piel. La primera parte del recorrido seguía por la Diagonal hasta el paseo de San Juan. El paisaje estaba formado por casas burguesas, con grandes balcones y galerías acristaladas. Me gustaba el monumento al inventor Narcís Monturiol, obra del escultor Josep M. Subirachs, frente al edificio de la Mútua Metalúrgica, que años después supe que era un edificio notable, precursor de la arquitectura moderna de los años cincuenta, proyectado por Oriol Bohigas y Josep M. Martorell. Yo era un chiquillo y se me iban los ojos tras el submarino de bronce que atravesaba la peana escultórica. Llegábamos al paseo de San Juan, con las dos direcciones del tráfico separadas por un seto de pitósporos. En aquella época se utilizaban a troche y moche en la jardinería municipal. El autobús giraba por la calle Caspe en dirección al puente de Marina, que sobrevolaba las vías del tren que iban a morir a la estación del Norte. Después de Buenaventura Muñoz se entraba en una tierra incógnita, de espacios despoblados, las calles estaban adoquinadas y el autobús que llegaba prácticamente vacío, traqueteaba, con un gran estruendo de asientos, plásticos y cromados. En aquella época, la calle Llacuna iba de mar a montaña: el 6 tenía la parada final frente a la fábrica de yute, tristemente famosa porque en los primeros años de posguerra fue campo de concentración. Mi madre, que enseguida empezó a no entenderse con mi padre, debía vivir estos trayectos como un viaje hacia el destierro. Cuando hablaba de Gracia le brillaban los ojos: «Es de Gracia…». Solo faltaba que, siguiendo una costumbre habitual en los pueblos, mi yaya albergara en su casa a un hermano pequeño, que decidió venir a Barcelona tras perder unos camiones que tenía y cerrar la empresa de transportes. Llegaron el tío de mi padre, Manuel Puerto, su mujer, Enriqueta Barberán, y tres hijos: Manuel, Basilio y Enriqueta. Era una presencia extraña para una joven casada que quería vivir con su marido y su hijo y se encontraba compartiendo piso con sus suegros, el hermano de la suegra y su familia, que acaban de llegar de un pueblo perdido. Era un fastidio y fue su suerte: mi madre y la tía Enriqueta llegaron a ser muy amigas, se hicieron mucha compañía y la tía la ayudó a pasar el mal trago de la soledad en el barrio de la Plata.

      Yo nací en medio de esta situación de, digamos, choque cultural. Tenía una familia catalana y una familia valenciana que hablaba en castellano. Abuelos y yayos. Un mundo en Gracia y otro en Pueblo Nuevo. A causa de su trabajo en el aeropuerto, en el restaurante de la sección de vuelos internacionales, el abuelo Quimet estaba en contacto con muchas novedades. En la casa de Gracia encontraba objetos preciosos que sugerían una realidad luminosa: cajetillas metálicas de cigarrillos Benson & Hedges, calendarios de la Pan-Am. Mi abuelo trabajaba en el turno de la mañana. Por la tarde, cuando regresaba del trabajo, compraba El Noticiero Universal, un vespertino que leía con fruición. El hermano de mi madre, el tío Josep Maria, era dependiente de una tienda de electrodomésticos: una tienda de postín de la Vía Augusta, que se llamaba Bohigas, junto al Instituto de Estudios Norteamericanos. Mi tía Mari tenía un puesto de pescado en el mercado de la Libertad. Se ganaban bien la vida, viajaban, eran jóvenes y modernos. En Pueblo Nuevo mi padre leía Marca o As, los diarios deportivos de Madrid, porque era del Valencia C.F. y en estos diarios se hablaba más de su equipo que en los diarios de Barcelona. Mi madre compraba Telva y, más tarde, la revista de patrones Burda Moden, de donde sacaba los modelos que confeccionaba con la máquina de coser Wertheim. Mi padre acababa reventado del trabajo de la semana y no aprovechábamos mucho los días de fiesta. Cuando todavía se trabajaba los sábados por la mañana, por la tarde dormía. Salir a tomar un aperitivo era algo impensable: lo consideraba un gasto innecesario, casi un pecado, más tarde supe por qué. Nos levantábamos tarde, remoloneaba por casa, mi madre se desesperaba, mi hermano y yo nos aburríamos esperando. Salíamos cuando ya casi era la hora del almuerzo. A veces subíamos en el 6 hasta el final, en Collblanc, en el otro extremo de Barcelona. Otras veces salíamos a buscar algún quiosco que estuviera abierto hasta las tres, para comprar el As. Pasábamos por aquellas calles tan vacías del domingo a primera hora de la tarde: Badajoz, Ávila, Álava, Pam­plona, Zamora, atravesábamos uno de los pasos a nivel sin barreras y llegábamos a la calle Marina, que era la primera que parecía una calle de verdad y no el patio de una fábrica. La Fundación Torras ocupaba dos manzanas y media, entre las calles Llull y Pujadas. Dos de las naves estaban conectadas por unos raíles como los del tran­vía por donde, en otros tiempos, debían circular las vagonetas con escorias y carbones. Era uno de los lugares que me gustaban, cuando pasábamos caminando a paso ligero el domingo a mediodía.

Maria Mota, Isabel Castelló y Pepita Robert.

      Maria Mota, Isabel Castelló y Pepita Robert.

      Esta gran extrañeza la asocio hoy con la leche. Mis abuelos vivían en la esquina de la calle Neptuno con Luis Antúnez, en la frontera entre el barrio menestral de Gracia y el más elegante San Gervasio. En la esquina de Luis Antúnez con Vía Augusta, a finales de los años cuarenta, existía una vaquería, con sus corrales y sus vacas. Mis abuelos entablaron una gran amistad con los vaqueros Joaquín Bonada e Isabel Castelló, que vivían en la misma escalera. Cuando prescindieron de las vacas, abrieron una lechería en la calle Luis Antúnez, frente a donde habían tenido los corrales. Mi madre y mi abuela ayudaban en el reparto. Conservo una foto de las dos en el portal, con la señora Isabel, con unos delantales impecables. El barrio de Gracia estaba más conectado con el mundo que Pueblo Nuevo y las novedades llegaban antes allí. Cuando subíamos a visitar a los abuelos, entrábamos en la granja de la señora Isabel. Toda la leche era envasada, lo que me llamaba la atención. En Pueblo Nuevo, mi madre me mandaba a buscar la leche con una lechera a la vaquería de la señora Balbina, en la calle Juncar, junto al Casino de la Alianza. La vendían directamente en el corral, con una gran jarra de aluminio y un cucharón. Isabel, en cambio, tenía botellas, bolsas y Tetra Pak. Mi abuela encontraba buenísima la leche de la Cooperativa de los Vaqueros, en bolsa. Descubrí que podía existir un refinamiento de los productos industriales y que la leche en Tetra Pak, solo por estar envasada en Tetra Pak, era especial. Las marcas que empezaban a envasar leche lanzaban promociones con pequeños regalos. Un avión de la marca Letona, que de pequeño me fascinaba, lo encontré años más tarde en un catálogo: era un recortable de Juan Pedragosa, uno de los pioneros del diseño gráfico de los años sesenta.

La señora Balbina y sus hijos.

      La señora Balbina y sus hijos.

      Cuando empecé a escribir este libro busqué –y conseguí contactar con ella– a Merche Fernández, la hija de la señora Balbina, que vive todavía en Pueblo Nuevo, en el bloque de pisos que se construyó en los terrenos donde su familia había tenido la vaquería.

      Merche me explicó que sus abuelos eran comerciantes de ganado en Selaya, un pueblecito de alta montaña de la provincia de Santander. El padre compraba bosques enteros para vender la madera. Era un trabajo muy pesado. Por esta razón, cuando en 1960 surgió la posibilidad del traspaso de una vaquería decidieron venir a Barcelona. La madre enseguida se encontró a gusto en Pueblo Nuevo y ya no se movió de allí. Merche es dos años mayor que yo y me había vendido leche. Me contó que la idea de despachar en la cuadra fue de su padre, que lo entendía como un reclamo comercial. Ordeñaban las vacas delante de los clientes, con un cubo y un colador. La gente se llevaba la leche caliente. Los tíos de Merche tuvieron una vaquería en la calle Providencia, en Gracia, y más adelante, en Las Corts, pero no se adaptaron y regresaron a Santander. Su padre compró una finca en Olesa de Montserrat y montó una granja que todavía funciona. Una ley del año 1962 prohibía las vaquerías en los núcleos urbanos. Su padre resistió hasta el último momento: fue uno de aquellos vaqueros que en 1972 y 1973 aparecían a menudo en los diarios de Barcelona porque se resistían a prescindir del ganado. Lo hacía por la misma razón comercial: la gente decía que la leche de Olesa de Montserrat llegaba mareada y que no era tan buena. Merche me desmontó el mito de la Cooperativa de los Vaqueros: tenían las instalaciones en Pueblo Nuevo, en la calle Pamplona. «No es que la leche fuera de mala calidad, pero estaba muy manipulada y no podía compararse con la leche acabada de ordeñar».

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