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del cantautor Raimon, A Víctor Jara, cambiándole la portada. En la versión original reproducía un retrato de Leopoldo Pomés, con la cara de Raimon que quemaba el papel. Debieron encontrarla demasiado atrevida. También eliminaron el título, que era políticamente comprometedor, porque a Víctor Jara, otro cantautor, lo había asesinado Pinochet en Chile. El libro de Ferran Soldevila, publicado por Teide, es de 1974. El disco de Raimon, de Orlador, de 1975. Yo debía tener trece o catorce años.

      Como resultado de las clases de guitarra de Josefina Vives, mi primera idea fue ser cantautor, y lo primero que escribí fueron letras de las canciones que inventaba: unos poemas de amor tristes y llenos de añoranza. En casa, antes de que entraran los catálogos de Círculo de Lectores, había muy pocos libros. Recuerdo una biografía del tenor Emili Vendrell escrita por su hijo y un libro de recuerdos del dibujante Valentí Castanys, dos personajes muy populares en el mundo menestral catalán. Mi madre los tenía arrinconados en un estante, en el mueble del comedor, comprimidos entre facturas viejas y algunas cartas. También tenía el libro que más quería: Cançoneret de Nadal, publicado en 1933 por Foment de Pietat Catalana, con los villancicos tradicionales. En un armario donde guardábamos las maletas ajadas y ropa que ya no utilizábamos, encontré unos cuantos libros más. Uno de estos libros era la Antologia de la poesia social catalana de Àngel Carmona, de 1970, una selección de poemas de todas las épocas con contenido reivindicativo o social. Uno de los poemas, «Cançó de la roba estesa» («La canción de la ropa tendida»), me gustó y le puse música:

      La roba estesa

       de la gent pobre

       als patis foscos

       i als descampats

       coneix l’angoixa

       dels dies grisos

       sap l’enyorança

       del temps gastat.

      [Ropa tendida

       de la gente pobre

       en los patios oscuros,

       y en los descampados,

       conoce la angustia

       de los días grises

       sabe la añoranza

       del tiempo pasado].

      Me identificaba con este poema, me sabía parte de un mundo pobre, a pesar de que, al escribir el poema, Feliu Formosa pensaba en un barrio de chabolas y nosotros vivíamos en una casa obrera, un tanto extravagante, pero una casa al fin y al cabo. Cuando años después viajé regularmente a Brasil y me aficioné a la música popular brasileña encontré muchas canciones que, como la «Cançó de la roba estesa», hablaban del paisaje y de las casas de la gente humilde. Por ejemplo «Chão de Estrelas» («Suelo de estrellas») compuesta por Orestes Barbosa y Sílvio Caldas en los años treinta. Elizeth Cardoso la grabó en 1957:

      Nossas roupas comuns dependuradas

       na corda, qual bandeiras agitadas

       pareciam um estranho festival!

       Festa dos nossos trapos coloridos

       a mostrar que nos morros mal vestidos

       é sempre feriado nacional.

      [Nuestras ropas modestas tendidas

       en la cuerda, como banderas agitadas

       ¡parecían un extraño festival!

       Fiesta de nuestro trapos coloridos

       para mostrar que en los suburbios mal vestidos

       es siempre fiesta nacional].

      Otra era «Viaduto Santa Ifigênia» («Viaducto Santa Ifigenia») de Adoniran Barbosa: un emigrante del barrio italiano de Beixiga canta en un portugués atropellado al viaducto que forma parte de su paisaje querido, y sufre por si, en una reforma de la ciudad, a alguien se le ocurre demolerlo: si esto sucedirera se vestiría de luto y se mudaría al interior del país. En otra canción, «Saudosa maloca» («Añorada chabola»), Adoniran recuerda con tristeza la demolición de la barraca donde vivió con sus amigos Matogrosso y Joca, con quienes llegó a São Paulo.

      Peguemos todas nossas coisas

       e fumos pro meio da rua

       apreciá a demolição.

       Que tristeza que nóis sentia.

       Cada táuba que caía

       doía no coração.

      [Cogimos todas nuestras cosas

       y fuimos hacia el medio de la calle

       a contemplar la demolición.

       Qué tristeza sentíamos.

       Cada tabla que caía

       dolía en el corazón].

      Recuerdo el día que asumí que no sería cantante, en aquel tono de examen de conciencia. Aunque, si no cantaba, podía escribir. ¿Qué escribiría? Tenía el paisaje, lo que me rodeaba, el pasaje Mas de Roda que recorría todos los días de ida y vuelta del colegio. Delante de casa, la agencia de transportes Hursa me gustaba porque uno de los camiones tenía la matrícula de Valencia. En mis juegos de niño, cuando salíamos de casa con mis padres y subíamos en autobús al barrio de Gracia, donde vivían mis abuelos, imaginaba partidos de fútbol: los resultados se decidían con las letras de las matrículas de los coches que encontrábamos por el camino. En aquella época los coches de cada provincia se identificaban con una inicial o dos. De pequeño era del Valencia C. F. Salíamos de casa, veía el camión: Madrid 0 - Valencia 1. El Valencia siempre empezaba ganando. En la esquina del pasaje, a la derecha, la casa de Marcelino, que era del mismo pueblo de mi padre, en el Alto Mijares, y que estaba casado con una catalana –Mercè del Marcelino–. Tenía dos hijas que iban a las monjas del paseo del Triunfo, con las que su padre hablaba en catalán. A continuación, en la misma mano, un bar con trinquete (otra reminiscencia valenciana) y unas casas bajitas, donde vivía una chica que años después fue compañera en el colegio, Mercè Climent. En la azotea de su casa, habían construido una torre con un palomar. En la esquina de la calle Granada, un colegio de niños pequeños, lo que en Cataluña se conoce como una escola de caganers (ahora la palabra suena mal pero yo la he oído como apodo de una rama de la familia paterna: los cagones). En la otra mano, una de aquellas fábricas que no se sabía lo que fabricaban, igual ya no fabricaban nada. Pasada la calle Granada encontrabas dos bares. Uno, cerrado desde hacía años, con un cartel herrumbroso: el Bar Moreno. El otro, el Mesón Nouriño, era un restaurante gallego. El propietario tenía la cara abotargada y se parecía al boxeador Urtain. Mi abuela nos invitó una cuantas veces a toda la familia a comer allí el día de Reyes. Pegada al mesón, una agencia de transportes, los estibadores bromeaban a mala leche y gritaban mucho. Al fondo, casi a la altura de la calle Badajoz, encontrabas el almacén de la Sucran. Y a la derecha, una fábrica antigua, de ladrillos, con un gran patio de carga y descarga, como salida de una novela de Charles Dickens. Parecía abandonada. Aparece en un capítulo de la novela La Moràvia (2011), que escribí en los años noventa. El protagonista deambula, ve el patio y, al fondo, una luz encendida, bajo una pantalla metálica. Le parece un plato de batería que cubre un fantasma pequeñísimo: la luz de una bombilla de sesenta vatios. Al fondo, la cubierta ondulada de la fábrica de hielo de la Unión Mutualista de Vendedores de Pescado, unas bóvedas que ennoblecían la perspectiva en fuga. Yo era un chaval solitario y caminaba concentrado, intentando asimilar todo lo que veía, dejando que me penetrara, pensando que podía llegar a ser el centro de mi vida. Y, de hecho, la fábrica de hielo es una de las fábricas mitificadas que aparecen en el libro de prosa experimental La fàbrica de fred (1991) («La fábrica de frío»). Deshabitado y desbaratado, el pasaje Mas de Roda constituía una realidad autónoma en mi pensamiento: el mundo industrial.

Fotogramas de Nocturno 29

      Nocturno 29 (1968), de Pere Portabella. Lucía Bosé cruza la calle de la fábrica, sube a la planta, descubre la máquina y pone en marcha el movimiento.

      Cuando era adolescente salía a caminar por el barrio, las tardes

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