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y la grasa de los talleres de reparaciones que dejaban los coches y camiones aparcados en la calle, días y días, sin reparar. Uno de estos talleres ocupaba la misma edificación que los transportes Hursa. Junto al bordillo se había formado un charco aceitoso, que no se secaba, del que sobresalía media bola negra: estuve mucho tiempo obsesionado por aquella bola, pensaba en ella de noche y cuando la visualizaba, oscura y reluciente, tenía arcadas y creía que iba a vomitar la cena.

      En 1993 asistí a la proyección de Nocturno 29 (1968), de Pere Portabella, en un ciclo en la Filmoteca. Es una película de vanguardia, basada en las acciones escénicas del poeta Joan Brossa. Retrata a un hombre y una mujer ricos, interpretados por la actriz Lucía Bosé y por Mario Cabré, actor, torero y poeta. Ella entra en un almacén de tejidos. El dependiente le muestra banderas de diferentes países. Deja una pieza de ropa morada en un estante, y con otras dos piezas, amarilla y roja, forman la bandera de la República Española. Él entra en la sede central de uno de aquellos bancos que en los años setenta ocupaban los mejores edificios del paseo de Gracia, unas oficinas monumentales con decenas de oficinistas. Aparecen los ordenadores –en aquella época se llamaban cerebros electrónicos–, la panoplia con las llaves de los cofres privados. Otras escenas están filmadas en el Círculo Ecuestre, un club privado muy conservador, y en el golf de Sitges. El pintor Joan Ponç aparece vestido de arlequín. El músico Carles Santos interpreta una pieza al piano. Mario Cabré y Lucía Bosé tienen conversaciones absurdas: «A qué esperas para aprender equitación ¿Cuando seas viejo?», pregunta ella. «Un mapa no es un lugar adecuado para escribir preguntas», responde él. En una escena, que me pareció central, la mujer entra en una fábrica. Recorre las naves desiertas, con decenas de telares. Se sitúa frente a una máquina cubierta con una sábana. Da una vuelta entera a su alrededor y tira de la sábana. Gira un volante de hierro y activa el movimiento de ruedas y engranajes. Acciona una palanca y el movimiento se acelera. En el último plano, la rotación pasa de la máquina a la rueda del coche, un lujoso Jaguar, que circula por el pasaje Mas de Roda y gira a la derecha, por la calle Badajoz. Al fondo se ven las bóvedas de la fábrica de hielo.

      Me emocioné. Acababa de publicar La fàbrica de fred, estaba escribiendo La Moràvia. Así que aquel paisaje, para mí privado, el camino por el que iba al colegio todos los días, formaba parte del mundo de artistas y poetas, de teatro y cine experimental, al que yo aspiraba a pertenecer.

      Empecé este libro y una de las primeras cosas que se me ocurrió fue contactar con el director de Nocturno 29, Pere Portabella, para preguntarle cómo surgió la idea de localizar esta escena en el pasaje Mas de Roda, quién encontró el sitio y por qué filmaron allí. Alguien, en nombre de Portabella, me mandó un mail:

      «Atendiendo a su demanda de información sobre la secuencia de Nocturno 29 en la que Lucia Bosé se pasea por una fábrica y donde tiene lugar la escena de ella con la máquina, quiero informarle de que no se trata de Pueblo Nuevo, sino del complejo de La Magòria (can Batlló), en el distrito de Sants-Montjuïc. No recuerdo, y tampoco lo tenemos documentado, por qué se eligió esta localización, pero, teniendo en cuenta que usted está escribiendo un libro sobre Pueblo Nuevo y el hecho de que nuestra fábrica no esté allí, entiendo que ya no debe tener, por lo tanto, más interés para usted».

      El pasaje Mas de Roda volvía al olvido, de donde había salido momentáneamente aquella tarde en la Filmoteca. El interior debe ser can Batlló. Pero la escena del Jaguar se filmó en el pasaje Mas de Roda. No puedo estar equivocado: pasaba por allí todos los días. Ha desaparecido de los archivos de Films 59, como si nunca hubiera existido. Mi amigo Jordi Ribas dice que el tema de todo lo que escribo es la desaparición. Lo que pasó y se ha borrado, lo que ha sido suprimido, la memoria perdida de las cosas. Reúno restos, colecciono fragmentos para construir un espacio mental: el barrio de la Plata.

Fotogramas de Nocturno 29

      El Jaguar de Lucía Bosé avanza por el pasaje Mas de Roda y gira a la derecha, por la calle Badajoz, en Nocturno 29.

      2

       ISABEL DE LA VAQUERÍA

       Y LA SEÑORA BALBINA

      Julián Guillamón Puerto y Maria Mota Robert se conocieron en el baile Monumental de la calle Mayor de Gracia. Hasta el momento de casarse a mi padre le gustaban mucho los bailes. Siempre recordaba que el jueves era el mejor día de la semana porque las chachas libraban. En aquella época –finales de los años cincuenta– las empleadas del hogar gozaban del prestigio erótico que más tarde acapararon las separadas. Mi padre y su amigo se acercaron a mi madre y su amiga y en algún momento debieron decirles: «Somos de Toga, Castellón». El lugar era tan desconocido y remoto que era obligado decirlo en un paquete: «Toga, Castellón» o, si el interlocutor tenía un poco de idea de geografía valenciana: «Toga, en la cuenca del río Mijares». Toga era un pueblo de frontera. Siguiendo el Mijares hacia la costa, en dirección a Onda y Villareal, los pueblos tienen nombres de origen catalán: Cirat, Vallat. Siguiendo el Mijares hacia Teruel, en dirección a la Puebla de Arenoso, aragonés: Torrechiva, Ludiente, Arañuel. Los pueblos junto a Toga, Espadilla y Argelita, los he visto escritos como Espadella y Argeleta, con el sufijo catalán. Pienso que si el nombre del pueblo de mi padre hubiera sido aragonés se habría llamado Tuega, y así aparece, de hecho, en documentos antiguos. El nombre de Argelita es indicativo de lo que debió suceder. Toda aquella comarca, desde Onda, en la Plana, hasta Montán y Montanejos, en la Sierra de Espadán, fue tierra de moriscos. Tantos debió haber que Argelita era «la pequeña Argelia». Cuando expulsaron a los moriscos, en 1609, quedó una tierra de nadie que se repobló con gente de otros lugares. He oído decir que en el siglo xvii, en Toga, la peste liquidó a una parte de la población. Y que llegó otra oleada de repobladores, entre los cuales había navarros y mallorquines. De ahí que una de las especialidades que no he encontrado en otros lugares de Castellón ni de Valencia sean las picantosas, unos chorizos con pimentón y mucha guindilla, que quizás originalmente fueron chistorras. Y que mi abuela se llamara Puerto Barceló: Barceló es un apellido mallorquín. Todo esto son suposiciones construidas a partir de las investigaciones de un familiar, abogado, Octavio Guillamón, que tenía curiosidad por la historia, y de los nietos –Mercè Tolrà, Lola Barceló y yo mismo–, que ya hemos vivido siempre en Cataluña. Cuando era un chico me divertía oír a la tía Enriqueta que hablaba de prisquillas babosas (melocotones de agua) y de chullas (costillas de cordero), que mucho después entendí que eran bresquilles y xulles: palabras de frontera.

      Mi madre y mi padre se conocen en el Monumental, se hacen novios, se casan. Mi madre era una muchacha del barrio de Gracia, hija de una heredera de Vila-rodona, Pepita Robert, y de un mozo, de Viladrau, Joaquim Mota, camarero profesional, que había trabajado en el Gran Café Barcelona de la plaza de la Universidad y más adelante en el restaurante del Campo de Aviación. De Tarragona y del Montseny. De pronto, mi madre se encuentra viviendo en casa de sus suegros, en Pueblo Nuevo. Mi padre era calderero, había trabajado en distintos talleres. Cambiaba de trabajo a menudo. Al primer cabreo, no le costaba gran cosa cabrearse, cogía el portante. El yayo Julián era un obrero de can Girona –Material y Construcciones S.A.–, era un obrero enfermizo, se retiró prematuramente y murió joven. La yaya Manuela había trabajado en la fábrica Aranyó, una industria textil que ocupaba un edificio que parecía el castillo de Cumbres borrascosas, actualmente es el Campus de Comunicación de la Universitat Pompeu Fabra. Llegaron a Barcelona en los años veinte, o antes quizás, mi padre nació en 1929 en las chabolas de detrás del Cementerio del Este. Pienso en la sensación de extrañamiento que debió sentir mi madre cuando llegó a Pueblo Nuevo. Una casa vieja, con una escalera de paredes desportilladas, y la puerta que daba a la calle, que se abría desde el piso tirando de una cuerda. Cuando yo nací todavía había comuna. Quedaba en un tramo de la calle Luchana –hoy Roc Boronat–, entre el barrio de la Plata (la calle Wad-Ras –hoy Josep Trueta–, entre Granada –hoy Ciutat de Granada– y Badajoz) y la Rambla: un lugar muy despoblado, con pocas casas. Solo teníamos unos vecinos, los Rosich, Vicenç y Trini, una familia trabajadora. Tenían dos hijos, cuatro o cinco años mayores que yo: Jordi y Nuri. El número 18 de Luchana era lo que se llamaba unos pisos altos, una casa que había quedado tocada por una bomba

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