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habrá más maldición (Apoc. 22:3).

       En resumen, Adán y Cristo ilustran dos escuelas de vida y dos reinos. Uno es terrenal, y el otro es celestial.

      La transgresión de Adán es también la nuestra. Literalmente, “transgredir” significa pasar la línea. ¡Y vaya si nosotros la hemos traspasado!

      Somos descendientes de Adán, heredamos su naturaleza pecaminosa y sus consecuencias. Pero Cristo asumió nuestros pecados y sufrió nuestro castigo. Cristo venció donde Adán falló.

      Por eso, Satanás es un enemigo vencido, y “nadie está eximido de entrar en la batalla del lado del Señor, pues no hay razón para que no podamos ser vencedores si confiamos en Cristo: ‘Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono’ (Apoc. 3:21)” (Elena de White, La temperancia, p. 250).

       ¡Gracias, Señor, porque juntos podemos vencer!

      Saber versus vivir ese saber

      “¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?” (Romanos 6:3).

      ¿Sabemos qué significa “saber”? Técnicamente es conocer, tener noticias de algo, o habilidad o capacidad para hacer algo. Sin embargo, Pablo nos desafía en Romanos 6 a saber, por lo menos, tres cosas.

      El primer saber es que estamos unidos a Cristo y su muerte por medio del bautismo. El pecado nos separó de Cristo, pero en el bautismo somos unidos a él, a su muerte y a lo que esto significa. Dejamos de estar bajo el reino de Adán, para formar parte del Reino de Cristo. En el bautismo, crucificamos el pecado en nuestros corazones, morimos a la vida vieja, somos sepultados, inmersos juntamente con él, para emerger, resucitar a una nueva vida.

      Así, somos plantados e injertados con él para una vida nueva. Este símbolo bíblico del bautismo se suma al resto de evidencias bíblicas de que el bautismo es por inmersión, para que se cumpla su significado y para seguir el ejemplo de Jesús.

      El segundo saber enfatiza la crucifixión de nuestro viejo hombre juntamente con Cristo. Seguimos teniendo una naturaleza pecaminosa, pero por Cristo y la obra del Espíritu Santo, dependiendo siempre de él, podemos vencer.

      Así como la muerte del esclavo lo liberaba de su servidumbre, el creyente que muere con Cristo en el bautismo queda liberado de la esclavitud del pecado.

      El tercer saber se relaciona con la resurrección de Cristo. El Señor no quiere solo conducirnos a la muerte y la sepultura, sino también a la resurrección y a una vida nueva. Así como Cristo no volverá a la tumba porque ya ha vencido a la muerte, el creyente también será vencedor. La muerte ya no tendrá autoridad.

      La conclusión de este saber es que vivamos, es decir, apliquemos, el conocimiento a la vida. Saber y no aplicar lo que sabemos no nos otorga ventajas; por el contrario, aumenta nuestra responsabilidad, porque “al final, no se nos preguntará qué sabemos, sino qué hemos hecho con lo que sabemos” (Jean de Gerson).

      ¿Qué cosas podrían separarnos de aplicar lo que sabemos? Incoherencia entre el discurso y la acción, indiferencia, fanatismo, desidia, desvalorizar el conocimiento, prejuicios, presiones, burlas y oposición, entre otras. Pero nada disculpa ni justifica que un buen conocimiento no se practique; mucho menos cuando este tiene que ver no solo con el presente, sino con la eternidad.

      ¿Ley versus gracia?

      “¿Qué, pues? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? ¡De ninguna manera!” (Romanos 6:15).

      ¿Creer u obedecer? ¿Qué viene primero? La respuesta es clave, ya que la comprensión de la armonía entre creer y obedecer nos permitirá diferenciar entre libertad y libertinaje.

      Sin duda, primero está el creer, porque el pecador está muerto en sus pecados, y un muerto nada puede hacer. Ya hemos visto que somos justificados por la gracia del Señor, que recibimos por la fe. Algunos piensan que somos justificados por la fe y santificados por las obras. Pero la obediencia también es resultado de la fe, que nos lleva a una vida dependiente del Señor.

      Tenemos toda la libertad para hacer el bien. No hay libertad para hacer el mal. Quien no usa la libertad de manera responsable en el marco de la ley, pierde su libertad.

      Hay una verdadera y una falsa libertad. Adán y Eva vivieron la falsa libertad, no se sujetaron a la voluntad de Dios y dejaron de ser libres. Cayeron en libertinaje y se hicieron esclavos del pecado. El libertinaje es el abuso de la libertad, para hacer lo que se quiere sin reglas, ni respeto ni ley.

      Si quebramos la ley que nos protege perdemos nuestra libertad, porque la misma ley que protege la libertad de los que la respetan pone en la cárcel a los infractores. No somos libres para no obedecer la Ley de Dios. Pensar que el Señor nos libera para que podamos hacer lo que queramos es desvirtuar el sacrificio de Cristo tanto como pensar que podemos ser salvos por nuestra propia obediencia.

      La gracia, como el agua, limpia nuestra suciedad del pecado. El papel de la Ley, como un espejo, es mostrar nuestra suciedad y llevarnos al agua de la gracia de Cristo. Romper el espejo porque no sirve para limpiar es distorsionar su propósito. Entonces, ¿vamos a desobedecer la Ley porque no estamos bajo la Ley sino bajo la gracia? Pablo respondió: “¡De ninguna manera!”

      Exactamente lo mismo hizo Jesús con la mujer sorprendida en adulterio (Juan 8:1-11): no la limpió con la Ley, sino con su gracia, su amor y su poder perdonador. Reflotó su vida del abismo de la culpa y del pecado, y luego le dijo que se fuera, pero que no pecara más.

      Sujeta hoy tu vida a Cristo y a su Ley. “No ganamos la salvación con nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito de Dios, que se recibe por la fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe [...]. He aquí la verdadera prueba. Si moramos en Cristo, si el amor de Dios está en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestros designios, nuestras acciones, estarán en armonía con la voluntad de Dios, según se expresa en los preceptos de su santa Ley” (Elena de White, El camino a Cristo, p. 61).

      Pecado versus gracia

      “Porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:23).

      Hagamos un resumen de lo que el pecado nos quitó y lo que la gracia, o dádiva, puede restaurar. Tengamos en cuenta que el pecado es la separación voluntaria del Señor; y la dádiva es un donativo, o regalo, desinteresado e inmerecido.

      El pecado nos privó del árbol de la vida. La obediencia al mandato divino no solo era una prueba de amor y lealtad, sino de formación de un carácter dependiente de Dios, probado y aprobado. La gracia nos restaura el derecho al árbol de la vida. Hoy, promesa; en breve, realidad. Ese árbol es símbolo de la vida eterna que procede de la Fuente de vida.

      El pecado nos colocó bajo sentencia de muerte. El destino final del pecador es la tumba, a través de un camino de dolor y sufrimiento. La gracia nos da la victoria sobre la muerte. El don de Dios es ofrecernos vida y vida en abundancia, incluso para aquellos que han pasado al descanso confiando en sus promesas, porque los que creen en él, aunque estén muertos, vivirán.

      El pecado nos arrojó afuera para ganar el pan con sudor, cansancio, esfuerzo y dolor. La gracia nos provee el maná escondido. Cristo es nuestro Maná, él es nuestro alimento y nuestro Pan de vida.

      El pecado nos robó nuestro dominio. Pasamos de ser gobernantes del mundo a esclavos de Satanás. La gracia nos da autoridad sobre todas las naciones, ya que Dios restaura nuestra

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