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Jesús fue divino y humano a la vez, fue Dios con nosotros. Fue hijo de María y del Espíritu Santo. No fue hijo de José. Fue Hijo del Hombre, pero era también Hijo de Dios.

      Jesús fue entregado para salvar a su pueblo de sus pecados, pero de nada serviría un Salvador muerto. Tanto la encarnación como la resurrección de Cristo muestran el amor y el poder de Dios, y garantizan nuestra salvación. Isaías había profetizado que un niño no es nacido, un hijo nos es dado. Vivió una vida sin pecado, murió ocupando nuestro lugar y resucitó de entre los muertos.

      La resurrección de Cristo asegura nuestra salvación, porque “si Cristo no resucitó, entonces no era el Hijo de Dios, y en ese caso el mundo se halla desolado; el cielo, vacío; el sepulcro, oscurecido; el pecado, sin solución; y la muerte será eterna” (Mullins). El mismo apóstol Pablo les dice a los Corintios que si Cristo no resucitó vana es nuestra fe.

      En la Biblia, el origen del mal es explicado como el misterio de la iniquidad; y para resolver ese misterio hay otro misterio, el de la piedad, porque solo un amor inexplicable podría haber hecho por nosotros lo que fue hecho. Los años sin fin de la eternidad no alcanzarán para estudiar de un amor tan maravilloso e inmenso.

       Estas son las buenas nuevas del evangelio: el Hijo de Dios fue hecho Hijo del Hombre, para que nosotros, los hijos de los hombres, podamos llegar a ser hijos de Dios. ¡Que nuestra gratitud y compromiso sean permanentes!

      Santos

      “A todos los que estáis en Roma, amados de Dios y llamados a ser santos: Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Romanos 1:7).

      ¿En serio la Biblia me hace un llamado para que yo sea un santo? ¿Qué significa ser un santo? ¿Una imagen en un vitral colorido y costoso en lo alto de una iglesia? ¿Una estatua que en su cabeza tiene una aureola? ¿Habrá que esperar a que una persona muera para declararla y canonizarla como santo y hacerla objeto de culto? En el vocabulario popular, algunos se expresan así: “Tal persona es un santo”, y se refieren a su disposición y su conducta. El diccionario define como “santo” a la persona que carece de toda culpa, que es perfecta y llena de bondad, y dedicada totalmente a Dios.

      Sin embargo, cuando la Biblia y Pablo se refieren a “ser santos”, siempre se trata de personas vivas. Pablo con frecuencia llama “santos” a los cristianos. Esto sucede 38 veces en todos sus escritos. Ahora bien, el título de “santos” ¿es un estatus o un estilo de vida? En la Biblia, “santo” es aquello que se dedica a Dios, y puede tratarse del templo, del sábado, del matrimonio, del pueblo y el sacerdocio. Así, para Pablo, la dedicación y la obediencia son parte de la santidad. Santos son aquellos que por su profesión de fe y bautismo pueden considerarse como separados del mundo y consagrados a Dios.

      En este caso, Pablo llama “santos” a los creyentes de Roma, en virtud de que Dios los ha llamado para separarse, apartarse del mundo, de otros cultos, y dedicarse al servicio de Dios. No son llamados por ser santos, son llamados santos en virtud del poder de Dios y de la obra transformadora del Espíritu Santo.

      Entonces, es interesante destacar que la declaración previa dice “amados de Dios”. Es decir, es por su amor y por sus méritos que se nos convoca y se nos llama a ser santos. El santo es una persona cuya culpa ha sido borrada sobre la base de aceptar a Jesús por medio de la fe y la gracia ofrecida por el sacrificio de Cristo, y que, en consecuencia, gracias al poder del Espíritu, que mora en él, decide vivir para la gloria de Dios, apartado y consagrado para servir al Señor.

      En este sentido, Elena de White asevera: “El que está procurando llegar a ser santo mediante sus esfuerzos por observar la Ley está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de egoísmo y pecado. Solo la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos” (El camino a Cristo, p. 60).

       El gran reformador John Wesley había hecho un pedido: “Denme cien hombres que no teman más que al pecado y no deseen más que a Dios, y cambiaré el mundo”. ¿Quieres ser parte de este grupo hoy y siempre?

      Una vergüenza

      “No me avergüenzo del evangelio” (Romanos 1:16).

      Cuando Martín Lutero llegó a Roma, la ciudad de las siete colinas, cayó de rodillas, emocionado. Luego, levantando las manos hacia el cielo, exclamó: “Salve, Roma santa”. Quien luego se convertiría en el gran reformador hizo esto porque se prometía indulgencia a todo aquel que subiese de rodillas la “escalera de Pilato”. La tradición decía que era la misma que había pisado nuestro Salvador al bajar del tribunal romano, y que había sido llevada de Jerusalén a Roma de un modo milagroso. Sin embargo, mientras Lutero estaba subiendo devotamente aquellas gradas, recordó las palabras escritas por Pablo en Romanos 1:17: “El justo vivirá por la fe”. La frase repercutió como un trueno en su corazón.

      Rápidamente se puso de pie sintiendo vergüenza. Desde entonces, vio con más claridad el engaño de confiar en las obras y los méritos humanos para la salvación y cuán indispensable es ejercer fe constante en los méritos de Cristo. Lutero se avergonzó porque habían desvirtuado totalmente el evangelio.

      Por otro lado, Pablo dice que no se avergüenza del evangelio. Muchos judíos creían que Pablo era un traidor. Lo consideraban la escoria del mundo y el desecho de todos. Su predicación sobre la Cruz era una locura para griegos y piedra de tropiezo para judíos. Pero, para Pablo, que había experimentado las buenas nuevas en su propia vida perdonada y transformada, este evangelio era motivo de gloria.

      ¿Qué implica la vergüenza? Es un sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida o por una humillación o insulto recibidos. Es un sentimiento de incomodidad producido por el temor a hacer el ridículo, es un sentimiento paralizante de la acción.

      Todos se avergonzaban de la Cruz: era una locura, un ridículo, un insulto, una humillación. Ellos esperaban un Mesías libertador del yugo romano, no uno que muriera en un madero. Pablo se siente honrado por el inmerecido llamado de Dios, por eso no hacen mella en él la indiferencia, el odio, el prejuicio o el maltrato. No le importa que lo vinculen con ese impostor rechazado por los dirigentes judíos, negado por la cultura griega y crucificado bajo la ley romana. Él sabe que ese Cristo y ese evangelio transformaron su vida. Por eso, no solo no se avergüenza, sino que siente honra y de manera osada lo proclama. Pablo había sido preso en Filipos, expulsado en Berea, burlado en Atenas, considerado loco en Corinto, apedreado en Galacia y, así y todo, quería ir a predicar a Roma.

      Cuando todos se burlan o niegan, no es fácil dar un paso al frente y decir “es mi Cristo” y “es mi evangelio”. ¿Cuán dispuestos estamos, así como Lutero y como Pablo, a jugarnos y comprometernos –frente a todo y frente a todos– por este evangelio que transforma nuestra vida?

      El Premio Nobel de la Paz

      “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree, del judío primeramente y también del griego” (Romanos 1:16).

      ¿Cuál fue el origen del evangelio? El punto central del evangelio es Jesucristo. Pablo lo llama “el evangelio de Cristo”, “el evangelio de Dios”, “el evangelio de nuestro Señor Jesucristo”, pero insiste y defiende que hay un solo evangelio.

      ¿Cuál es el poder del evangelio? Roma se jactaba de su autoridad y del temor que infundía en el Imperio por el mal uso del poder. Pablo, que ya había estado en otras ciudades impías como Corinto y Éfeso, confiaba en que este evangelio de Cristo también transformaría vidas en Roma.

      ¿Cuál es el resultado del evangelio? Es la actuación poderosa de Dios para salvar, liberar, perdonar, transformar, restaurar; no es solo para judíos y gentiles sino para todos, en todos los

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