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Juicio de Dios tendrá en cuenta el conocimiento de la voluntad de Dios adquirido por las personas, como así también las oportunidades ofrecidas y aprovechadas de conocer y practicar el mensaje de Dios.

      El Juicio es inevitable pero el amor de Dios es incomparable. Él nos ha creado a su imagen con libre albedrío; es decir, con la capacidad de elegir. Es en el mal uso de la libertad, al separarnos de Dios, que creamos este mundo de pecado y sus consecuencias. El Señor no vino para condenar, sino para salvar. Cuando gritaban “a otros salvo a sí mismo no puede salvarse”, estaban gritando una verdad.

      No vino a salvarse, vino a salvarnos. El Juicio pondrá en evidencia que los actos de la vida han mostrado la aceptación del plan de Dios, de su amor, de su sacrificio, ya que ninguna condenación hay para los que descansan en Jesús.

      Escuchemos el fuerte llamado del Señor, reflexionemos y actuemos:

      “¿Qué diré para despertar al pueblo remanente de Dios? Me fue mostrado que nos esperan escenas espantosas; Satanás y sus ángeles oponen todas sus potestades al pueblo de Dios. Saben que, si los hijos de Dios duermen un poco más, los tienen seguros, porque su destrucción es cierta. Insto a todos los que profesan el nombre de Cristo a que se examinen, y hagan una plena y cabal confesión de todos sus yerros, para que vayan delante de ellos al Juicio, y el ángel registrador escriba el perdón frente a sus nombres” (Elena de White, Joyas de los testimonios, t. 1, p. 91).

      ¡Hipócritas!

      “Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se ha de robar, ¿robas?” (Romanos 2:21).

      ¿Qué es un hipócrita? Es alguien que actúa, interpreta un texto, finge y usa máscaras que ocultan su verdadero rostro. La hipocresía tiene dos herramientas básicas que pueden actuar de manera individual o combinadas: la simulación y el disimulo. La simulación consiste en mostrar algo distinto de lo que se es, en tanto que el disimulo oculta lo que no se quiere mostrar. En Romanos 2, Pablo plantea algunas actitudes hipócritas.

      En primer lugar, jactarse en la Ley por creer que ella nos hace superiores. La jactancia es siempre pecado (incluso de un hecho cierto), pero mucho más si se trata de una falsedad.

      Pablo habla de personas que piensan que, por conocer la voluntad divina, son superiores, guías y maestros de otros. Son instructores, pero no practicantes. Tienen la forma, pero no el fondo ni el contenido. El apóstol dice que llevan un nombre como título y como una pretensión, pero solo de palabra. Tienen el conocimiento intelectual pero no experimental; es decir, algo que no llena ni el corazón ni la vida. Es como la lluvia sobre un cuerpo: puede mojarlo, humedecerlo, enfriarlo y calentarlo; es decir, todos efectos externos. No hay humilde dependencia, ni lealtad, ni obediencia. Solo hay jactancia, hipocresía y pecado.

      La segunda actitud es no practicar lo que se enseña. Esto implica pasar de la jactancia hipócrita a la falsedad hipócrita. Decir, pero no hacer; pretender ser maestros, pero ni siquiera ser alumnos. Pablo denuncia la hipocresía en la enseñanza, la predicación, la moral, la religión y la doctrina. Todas estas exigen fidelidad, autenticidad y coherencia. La hipocresía es siempre un mal testimonio; por esto, el nombre de Dios es blasfemado.

      Recordemos que no podemos engañar a Dios en ningún momento y que si “fingimos lo que somos; seamos lo que fingimos” (Pedro Calderón de la Barca), recordando que de nada sirve una “apariencia de piedad” que contrasta con “la eficacia de ella” (2 Tim. 3:5).

      Elena de White, hablando de la lucha de Jacob, dijo: “Jacob salió hecho un hombre distinto [...]. En vez de la hipocresía y el engaño, los principios de su vida fueron la sinceridad y la veracidad. Había aprendido a confiar con sencillez en el brazo omnipotente; y en la prueba y la aflicción, se sometió humildemente a la voluntad de Dios. Los elementos más bajos de su carácter habían sido consumidos en el horno, y el oro verdadero se purificó, hasta que la fe de Abraham e Isaac apareció en Jacob con toda nitidez” (Patriarcas y profetas, p. 185).

      Tengo un sueño

       “Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3:23, 24).

      En 1964, con 35 años, Martin Luther King fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz por su constante apelación a la no violencia y por su lucha por los derechos cívicos. Él fue el principal impulsor de la histórica marcha a Washington, en la que el 28 de agosto de 1963 participaron doscientos mil personas. Ante la multitud, y en las gradas del Lincoln Memorial, pronunció un emotivo discurso, del que destaco lo siguiente:

      “Sueño que algún día… la gloria de Dios será revelada y se unirá todo el género humano… No estamos satisfechos y no quedaremos satisfechos hasta que la justicia ruede como el agua y la rectitud como una poderosa corriente. Sé que algunos han venido con grandes pruebas y tribulaciones… No nos revolquemos en el valle de la desesperanza.

      “A pesar de las dificultades del momento, yo aún tengo un sueño profundamente arraigado. Sueño que un día los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos se puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad.

      “Sueño en un oasis de libertad y justicia. Por eso, ¡que repique la libertad, y podremos acelerar la llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del antiguo himno: ‘¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!’ ”

      Resulta conmovedor pensar en los ideales que impulsaron a soñar y a actuar a Luther King, defendiendo los derechos de los desprotegidos y recibiendo como recompensa el Premio Nobel de la Paz. Pero, más conmovedor es pensar en el sueño de Dios cuando las barreras de separación sean destruidas, cuando todos seamos uno, cuando la esclavitud del pecado finalice y recibamos el premio nobel de la corona de la vida.

      Pablo dice que todos los seres humanos están sumergidos en la desgracia del pecado y todos están destituidos de la gloria de Dios. Cuando el pecado entró en la raza humana, perdimos la imagen de Dios, y para que la recuperemos fuimos redimidos. La redención era la recompra de un esclavo perdido o la compra de un cautivo que perdió su libertad en la guerra. En ambos casos, había un precio que pagar. No lo pagaba el esclavo ni el cautivo; lo pagaba el “goel”; es decir, el pariente más cercano.

       Jesús es nuestro pariente más cercano, nuestro Redentor. Fuimos comprados a un precio infinito para Dios y gratuito para nosotros. Nadie vende un regalo, menos Dios. Él es amor y generosidad en esencia. Cuenta con él ahora.

      El brazo de oro

      “Mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Romanos 3:24, 25).

      Conocido como el “Hombre del brazo de oro”, James Harrison nació en 1936 en Australia. Cuando tenía catorce años le extirparon un pulmón, y sobrevivió gracias a las múltiples transfusiones de sangre que recibió. Al salir de la clínica, prometió que cuando llegaría a la mayoría de edad se transformaría en donante.

      No solo cumplió, sino además registró 1.173 donaciones durante más de sesenta años. James ha recibido múltiples reconocimientos, incluida la Medalla de la Orden, una de las mayores distinciones de su país. Además, es poseedor de un Récord Guinness como el mayor donante de sangre de la historia.

      Resulta conmovedor pensar en alguien dispuesto a ayudar y salvar a tantas personas. Sabemos que la sangre es un fluido vital que circula por el cuerpo para llevar

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