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jesuitas o dominicos: el Instituto Católico de París, la Universidad de Lovaina y la Universidad Gregoriana (Krebs, 1993: 5). Esta apertura a las preocupaciones de la filosofía moderna y las ciencias sociales, dio como resultado nuevas formas de cristianismo social y una pujante sociología religiosa que pretendía explicar la distancia producida entre las estructuras eclesiásticas y las prácticas religiosas. Entre las congregaciones más activas y con mayor interés por América Latina, podemos mencionar el grupo Économie et Humanisme, alentado por el padre dominico Jacques Lebret y los estudios acerca de la crisis sacerdotal que impulsó la Compañía de Jesús desde la Federación de Estudios Socio-Religiosos (FERES). Todo este movimiento intelectual muestra, como ha sostenido Löwy (1998) que el Concilio Vaticano II (1962-1965) no inauguró las transformaciones del mundo católico, sino que legitimó y sistematizó las nuevas orientaciones existentes.

      Durante la década de 1950, estas preocupaciones de la Iglesia estimularon al Vaticano a participar en la mayoría de los organismos internacionales. Fue particularmente activa su intervención en la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), con sede en Roma, desde 1951. Aún no siendo Estado Miembro de la UNESCO, el Vaticano tuvo “observadores” en los grupos de trabajo de sobre ciencias sociales. Emprendió campañas mundiales contra el hambre y patrocinó proyectos de “desarrollo humano”. Impulsó la creación de los CIAS (Centro de Investigación y Acción Social) que jugaron un papel central en el proceso del Concilio Vaticano II. Finalmente, las universidades católicas, creadas en América Latina mayormente entre 1940 y fines de la década de 1960, hicieron una fuerte apuesta por las ciencias sociales (Beigel, 2010c).

      El desarrollo de las ciencias sociales en América Latina y la consolidación de los centros periféricos

      Es un lugar común, en la literatura especializada, la generalización acerca de que las universidades norteamericanas tenían un alto prestigio en la región y “constituyeron el paradigma, cuya imitación se apoyó en la asistencia técnica bilateral o de los organismos internacionales, y en importantes préstamos, en el otorgamiento de los cuales el BID jugó un papel destacado” (UNESCO-PNUD, 1981: VIII-35). Sin embargo, la preocupación por la autonomía intelectual existió desde la misma constitución de un “campo cutural” latinoamericano y, por supuesto, también en la etapa fundacional de las ciencias sociales en la región. La diversidad de organizaciones en juego y la cantidad de recursos materiales y humanos disponibles en el sistema de cooperación no implicaba que los “receptores” de la ayuda externa fuesen agentes pasivos en el proceso. Resulta evidente que la participación de los gobiernos latinoamericanos en la UNESCO fue determinante para que llegaran a buen puerto las iniciativas dirigidas a mejorar la enseñanza de las ciencias sociales y que la eficacia de todas estas iniciativas dependía, en gran medida, de la existencia o no de tradiciones intelectuales nacionales y de bases institucionales preexistentes. Por ello cobra sentido analizar cuáles eran esas bases, qué papel jugaron las elites universitarias locales, de qué modo se apropiaron de los recursos y en qué medida incidieron en la orientación de las políticas de promoción de las ciencias sociales, así como en su concentración en determinadas ciudades.

      Algunos de estos pioneros del conocimiento social latinoamericano eran escritores sin formación universitaria que vivían del oficio periodístico. Otros eran académicos part time, que impartían clases de sociología, derecho político, historia económica, historia política e institucional, administración pública, psicología o antropología. Estas cátedras se alojaban principalmente en las carreras de Derecho, Filosofía y en los profesorados en Historia o Geografía, aunque siempre como espacios de formación adicional. En las carreras técnicas, se agrupaban en la sección de “cultura general”, “ciencias de la cultura” o “ciencias del espíritu”. Las clases en la universidad eran una actividad complementaria pues, tratándose por lo general de profesionales de sectores medios, vivían del ejercicio de la abogacía, la docencia en el nivel secundario o las actividades de apoyo técnico en oficinas burocráticas. Muchos de estos profesores habían tenido una participación activa en el movimiento estudiantil durante la carrera universitaria y algunos se habían inclinado por la incorporación en los partidos políticos. Unos pocos realizaron períodos de formación en Europa o Estados Unidos y una minoría llegó a participar en proyectos internacionales de investigación social.

      Durante las primeras décadas del siglo XX, la educación superior en América Latina era institucionalmente heterogénea, y los planteles docentes tenían niveles muy dispares. En la mayoría de las universidades latinoamericanas la investigación no existía o era la mínima indispensable, por razones pedagógicas, para la formación profesional. En parte por la ausencia de posgrados y de una política de investigación científica en las universidades, los ritmos de profesionalización de la carrera docente eran lentos. Durante toda esta etapa las especializaciones se realizaban mediante la circulación intercontinental hacia Europa o Estados Unidos, y eran estimuladas por redes informales, becas provenientes de la universidad receptora o financiadas por los bienes personales (UNESCO-PNUD, 1981: vol. 3). El posgrado no se desarrolló ampliamente durante esta época. Allí donde existía, predominaba el “doctorado académico”, inserto en el nivel de la licenciatura, con el único requisito de defender una tesis. La gran excepción fue la Universidad de São Paulo, que desarrolló tempranamente el primer doctorado de carrera universitaria (Graciarena, 1974: 23).

      Entre todos los conocimientos sociales, la investigación y la enseñanza de la economía fue la que se diferenció más tempranamente, estimulada por las necesidades estadísticas de las dependencias estatales e instituciones financieras, particularmente después de la crisis de 1929. La economía fue, además, pionera en el desarrollo del mundo editorial. Aparecieron las primeras revistas especializadas, como las mexicanas Revista de Economía (1939) y el Trimestre Económico (1934), esta última ligada al recientemente creado Fondo de Cultura Económica. Las primeras escuelas y centros de capacitación surgieron por iniciativa de los Bancos nacionales y muy pronto nacieron las facultades de economía en las universidades, con una preocupación dominante por la contaduría pública nacional. En 1934 nació en Santiago la Facultad de Comercio y Economía Industrial. Como la mayoría de los egresados de la Universidad de Chile, una buena parte de los “ingenieros comerciales” se insertaban en el ámbito público o en organismos internacionales (Zaldívar, 2009: 119).

      La creación de la Comisión Económica para América Latina, en 1948, significó un hito fundamental en el desarrollo de los conocimientos económicos de la región y, con el tiempo, se convirtió en un agente relevante en la política regional. La CEPAL sistematizó la información estadística acumulada en los organismos públicos en décadas anteriores, estimuló la realización de estudios nacionales y regionales, y la formación técnica de los funcionarios de los ministerios de hacienda y oficinas de planificación. Fue el hilo conductor de una red de agentes e instituciones de investigación económico-social que se fue construyendo desde su misma creación, bajo el impulso de Raúl Prebisch, Celso

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