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para quien confía en ti. Amén.

      La rendición es completa

      “y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8)

      En las Olimpiadas de París de 1924, un atleta escocés de 22 años ocupó los titulares de los periódicos cuando decidió decir no al yo y sí a Dios. Eric Liddell tomó una decisión que para la mayoría de la gente hubiera sido inconcebible: salir de su mejor evento, la carrera de 100 metros, porque las carreras eliminatorias se celebrarían un domingo.

      Mientras más competidores estaban participando en las eliminatorias, Liddell estaba dedicado a la prédica de un sermón en una iglesia cercana.

      Posteriormente, Lidell se inscribió en la carrera de 400 metros, carrera para la cual no tenía entrenamiento. Enfrentó el reto y terminó cinco metros por delante de su competidor más cercano, batiendo una nueva marca mundial.

      Su obediencia en París fue solo una de una serie de rendiciones hechas durante toda su vida que le hicieron merecedor del aplauso del cielo.

      Después de su triunfo olímpico regresó a la China, donde se había criado, para trabajar como misionero. En 1943 estaba interno en un campo de concentración japonés en la China, adonde continuó sirviendo a Dios y ministró con gozo a sus compañeros de prisión.

      Mientras todavía estaba en el campo, Liddell sufrió un tumor cerebral que destruyó su cuerpo y lo dejó parcialmente paralizado.

      El 21 de febrero de 1945, Eric se encontraba acostado en una cama de hospital, luchando para poder respirar y pasando de un estado de conciencia a un estado de inconciencia.

      Finalmente sufrió convulsiones. La enfermera que había estado a su lado lo tomó en sus brazos mientras él lograba pronunciar sus últimas palabras. Dijo con una voz apenas perceptible: Annie, la rendición es completa.

      Eric Liddell entró en coma y luego pasó a la eternidad, adonde el siervo dobló rodilla ante el Maestro que tanto amó y por quien había trabajado tan fielmente.

      Cuando hablamos de la vida cristiana, hablamos de rendición de cada aspecto de nuestra vida a los designios divinos.

      ¿Qué nos pide El Señor que rindamos? La respuesta es: todo.

      La rendición cristiana significa que vamos a Él bajo sus términos, sabiendo que hemos aceptado voluntariamente y con alegría Su señorío sobre nuestras vidas.

      En este día rindamos nuestras vidas a Dios en totalidad. Él nos dará la fuerza para vencer durante esta etapa de nuestras vidas.

      Oración:

       “Ya no me pertenezco, sino que tuyo soy. Ponme a tu voluntad, y con quien tú quieras. Ponme a hacer, ponme a sufrir. Déjame ser empleado por ti o echado a un lado por ti, exaltado por ti o abatido por ti, ya sea que me llenes o que me dejes vacío, que tenga yo todo, o que no tenga nada. Libre y sinceramente cedo todo a tu placer y disposición. Y ahora, oh Dios glorioso y bendito, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tu eres mío y yo tuyo. Que así sea. Amén” (Juan Wesley).

      Un pueblo especial

      “Porque tú eres pueblo santo para Jehová tu Dios; Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra” (Deuteronomio 7:6)

      Desde el capítulo 12 del libro de Génesis a través de la elección de Abraham, El Señor ha mostrado su intención de tener un pueblo que haga la verdadera diferencia en este mundo tan lleno de contaminación.

      La intención de Dios era crear un pueblo diferente, una nación de gente que señalara a otros el camino hacia Dios y Su prometida provisión de un Redentor, Mesías y Salvador.

      El Señor les dijo que ellos serían un reino de sacerdotes y de gente santa. Les señaló el fin para luego mostrarles cómo alcanzarlo.

      Les dijo lo que iban a llegar a convertirse y luego los llevó de su mano para mostrar cómo se vive en un constante descubrimiento de la voluntad divina.

      ¿Cómo debería ser entonces ese pueblo? ¿Cuáles deberían ser las características del pueblo que camina de la mano de Dios?

      Dios no quiere que seamos iguales a todo el mundo. Y esa diferencia tiene que ser en nuestra forma de pensar, de hablar y de actuar. Esto tiene que ser visible a los que están a nuestro alrededor, tiene que ser algo notorio, y que la gloria de Dios se haga evidente entre su pueblo.

      Muchas veces nos preguntamos ¿por qué será que no avanzamos en nuestra vida espiritual? ¿Por qué será que nuestros hijos no se motivan por la Palabra de Dios? ¿Por qué nuestras iglesias no crecen como deberían crecer ni tienen una presencia de Dios más poderosa?

      Y nos damos cuenta de que el espíritu contaminante de este mundo se ha metido en todas partes incluso en las iglesias mismas.

      El enemigo tiene atrapados a tantos jóvenes y adultos en las garras de la tecnología, de la dependencia de lo novedoso, de las imágenes sensuales que dañan la mente y en filosofías que llenan al ser humano de confusión y le impiden fomentar una relación más cercana con el Dios vivo que dicen amar.

      Hombres y mujeres narcotizados por el mundo. El mismo efecto que tienen las drogas ahora lo tienen tantas cosas que están narcotizando a la humanidad. Narcotizados con celulares y videos que no pueden parar de usar o de programas de televisión que no pueden parar de ver.

      Y todo esto también está contaminando a la iglesia en general.

      Por eso es necesario que no se nos olvide quiénes somos.

      Somos un pueblo especial que debe mostrar en todo lo que hace la santidad de Aquel que nos lleva de su mano hacia un destino de salvación eterna. ¡Que no se nos olvide!

      Oración:

      Padre, hoy te pido que me ayudes a recordar siempre que he sido apartado para tu gloria. Que soy parte de un pueblo que camina de tu mano destinado para manifestar tus virtudes. Que he sido llamado a ser luz y sal de esta tierra. Permíteme entonces glorificarte en cada acto de mi vida. Amén.

      Un mundo hambriento de esperanza

      “Luego se dijeron el uno al otro: no estamos haciendo bien. Hoy es día de buena nueva, y nosotros callamos; y si esperamos hasta el amanecer, nos alcanzará nuestra maldad. Vamos pues, ahora, entremos y demos la nueva en casa del rey.” (2 Reyes 7:9)

      Una de las cosas más significativas que hemos podido notar por estos días quienes estamos al tanto de los acontecimientos, es que el mundo está hambriento de una esperanza real.

      A medida que se escuchan las noticias de lo que sucede alrededor del mundo, nos damos cuenta que empieza a cundir el desespero, la desilusión, la angustia en muchas personas.

      Sin duda se necesita una esperanza real.

      Esta era la misma situación que se vivía en Samaria en tiempos del profeta Eliseo.

      Completamente sitiados por el enemigo por mucho tiempo, muriendo de hambre literalmente y a punto de claudicar.

      Pero, cuando las cosas se veían peores, fue cuando Dios obró de manera sobrenatural para cambiar todo ese oscuro panorama en un solo día.

      Llevaban tantos días en esa situación desesperada que necesitaban escuchar algo diferente, una esperanza para soportar un día más.

      Y esa noticia llegó primero a través del profeta Eliseo quien trajo palabra de Dios y luego en acciones sobrenaturales que permitieron que en un solo día, aquellos que se estaban muriendo de hambre, tuvieran abundancia.

      Este mundo está hambriento de esperanza y Dios tiene una respuesta para

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