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integrar todo el fenómeno de la emigración y, ahora, el de las nuevas tecnologías” (p. 284). Esta afirmación sociológica se puede aplicar mutatis mutandis a otros países similares al suyo, lo cual de alguna manera socava el optimismo de Valencia en el resto del ensayo, porque a pesar de que diga: “Lo cierto es que siempre he escrito teniendo en mente que nunca me fui con el nombre del país por la tierra” (p. 283), en la práctica, precisamente por las dificultades logísticas que bien señala, el suyo sigue siendo un desiderátum que todavía espera reacción y acción de parte de los aludidos o de los jóvenes autores que menciona directamente. Dicho de otra manera, ¿generalmente, cuál es la utilidad del crítico o novelista para un país? Están de por medio las razones por las cuales uno emigra, y si las de Valencia no fueron en la superficie exactamente las mismas que las de otros ecuatorianos que emigraron a España, ya en ese país, u otros, las experiencias de los emigrantes no se diferencian mucho en términos de los esfuerzos mentales y físicos que experimentan al ser vistos como “Otros”. Si no hay consenso respecto a los contextos culturales específicos, es patente que para llevar a cabo un trabajo intelectual, sobre todo en la España de este siglo, la parte práctica y cotidiana es ardua y azarosa, y casi cualquier prosa de Bolaño y otros pocos de similar experiencia vital da cuenta de esas negociaciones.

      “Esa tribu errante”, que desde su título tiene una mayor relación con las ideas que rigen el ideario del libro, es también una explicación equilibrada de una condición vigente: “La teoría literaria contemporánea, los críticos y académicos, siguen fascinados por los procedimientos narrativos que hibridizan los géneros y multiplican las nociones que sostienen lo específico de cada narración. Hemos llegado quizá a una exaltación de lo híbrido y a la banalización de lo híbrido” (p. 79). La virtud gobernadora de esa condición, nos dice, es estar de acuerdo con una sensibilidad asumida como superior, y la examina después de su colección en la crítica canónica Josefina Ludmer (2010). Vista así, lo que produzca esa teoría puede ser ridículo, y también bello (que Adorno analiza con lo feo y la técnica, pp.67-86); pero un novelista tiene que tomar en serio ideas que objetivamente son absurdas, lo cual conduce a creer que los momentos pedestres tienen algún encanto, por antidemocráticos que sean. Que un novelista colabore con ese código implica oficio y tradición, a veces sabiduría folklórica y disciplina espiritual. No obstante, Valencia arguye más directamente que sus pares, que mientras más se va acumulando teorías lo que parecen es agotarse más, o convertirse en bosquejos aburridos. No se tiene que estar de acuerdo con su perspectiva para darse cuenta de que los excesos y estrategias teóricas de las últimas tres décadas y media han dificultado entenderlas, o hacer que importen. En ese contexto Valencia asume que puede ser fuerte aceptar la crítica de otros, y que uno no se puede dejar de sentir ofendido o insultado al ser criticado. No obstante, esa crítica es muy importante para el proceso escritural, porque uno se puede dar cuenta que aceptar la crítica y emplearla para mejorar el trabajo que se hace es un recurso demasiado útil y valioso para no aprovecharlo.

      Para el crítico de arte inglés John Ruskin las cosas más bellas del mundo son las más inútiles. Graham Greene, en unas notas sobre W. Somerset Maugham, propone que un autor de talento es el mejor crítico de sí mismo, puesto que la capacidad para criticar su propia obra está inevitablemente atada al talento de uno; es su talento. Los anteriores y el resto de los ensayos de Valencia, que nunca han sido relleno de periódicos, comprueban el trabajo de un prosista que está en el acoplamiento de Ruskin y Greene; o sea el de un ensayista crítico ya hecho, no “en obras”, con una madurez y sentido de certeza raros en estos momentos relativistas. Más allá de los acoplamientos, para casi toda la cohorte de Valencia la novela nunca se desprende de su protagonismo, y no pueden evitar depender de ella, o cuestionar su dinamismo, como hace él en los ensayos sobre Vila-Matas y la mayoría de los incluidos en “Sobre la escritura”. Una gran parte de esa vigilancia tiene que ver con el ensimismamiento novelístico como tema, que sigue depurando en su propia práctica. Si este cuidado es un tipo de poética, vuelve a ser patente que no se puede entender su ensayismo sin su idea de la prosa, sin el dinamismo de su práctica. Mientras muchas novelas metaficticias o autoficticias (las decididamente ensimismadas) hacen todo lo posible para justificar premisas complejas o estrafalarias Valencia opta por concentrarse más en las cuestiones estéticas que se desprenden de esas obsesiones. Él sabe bien que si uno trata temas en que lo que no puede pasar pasa de verdad, uno se queda atado en nudos, especialmente en un momento en que rigen las posverdades y noticias falsas.

      Se va haciendo más evidente que el valor de Valencia como autor de prosa no ficticia surge de un estilo elegante y minucioso que emerge con facilidad dialógica desde los temas librescos más cercanos a él: los del siglo veinte tardío y el cambio de siglo, que hasta esta edición han cambiado muy poco. También es indiscutible que no escoge temas que no disfruta o en los cuales no encuentra diversión intelectual. Como se ha dicho respecto a él y su obra en otras ocasiones o polémicas, una de sus ventajas es haber surgido de un país en que buscó pero no encontró maestros inmediatos; situación que le obligó a profundizar en las complicaciones intelectuales de su Occidente natal, que no es “cosmopolita” de acuerdo a nociones nacionalistas. Este factor —como el no esforzarse por subrayar lo culturalmente obvio y tener conciencia de la incompatibilidad de las memorias históricas— lo distancia de la práctica de un coetáneo suyo como Volpi, y lo acerca a autores anglófonos de crónicas de viaje, entre ellos Bruce Chatwin y otros de sus contemporáneos, tema sobre el que Valencia sigue publicando. En gran medida, ese tipo de prosa tampoco ha sido examinado debido a cierta “neutralidad” crítica, es decir, la que no quiere alabar o desafiar las ideas de estos autores, evitando así esa crítica un análisis más profundo de las razones de sus éxitos o fallas.

      Parezco decir que, como sus colegas, Valencia se va moviendo con convicción y paulatinamente hacia una negociación entre crítica cultural y crítica literaria que no se concentra en detalles o lo previsiblemente formal, y tal vez sea así. Lo que causa mi cautela positiva sobre ese desarrollo específico es que en El síndrome de Falcón ya da indicios de ese gesto, y si se intuye algo en sus textos periodísticos no coleccionados hasta hoy, es que en cualquier momento va a dar otro giro. En Valencia lo personal no se funde fácilmente en lo profesional, sin ningún desnudo que, bien sabe, no le interesa a muchos. Se podría decir que su no ficción contribuye a una autobiografía de la mente; pero nunca se puede decir, por lo menos hasta este libro, que compone la narración de una vida. De la misma manera, en los textos “ecuatorianos”, presenta el afecto a la patria como un acto contestatario de la imaginación, e insiste que llevarlo a cabo no la convierte en irreal. Razonablemente, el autor que tienen los lectores ante sí es un intelectual e intérprete que valoriza lo que la escuela de Frankfurt llamaba la “cultura política de la contradicción”, aquella que se caracteriza por sus tensiones y divergencias culturales desplegadas públicamente. De ahí que su finalidad es confrontar la opinión homogénea, para estimular más debates y discusiones, y, cuando es posible, visiones más completas de las patologías que definen al mundo literario. Su gesto es en última instancia democrático, porque muestra la capacidad de imaginar que las experiencias y necesidades del otro —que casi todos los seres humanos poseen en alguna forma— tienen que ser enaltecidas y refinadas.

      ¿Qué otros ejemplos útiles de una amplitud de criterios y maneras de leer se tiene en la ensayística de narradores como Valencia y sus pocos pares que he mencionado arriba? Para poner esta pregunta en una perspectiva debida y necesaria vale tener una idea somera de los desarrollos desde el cambio de siglo en torno a la interpretación del “género”, entrecomillado por ahora a causa de los bemoles que discutiré. Según el magistral The Essayistic Spirit (1995) de Claire De Obaldia, la relación más radical entre los textos no es la que se da entre los estrictamente literarios sino entre las nociones que Occidente considera que definen al “ensayo”, la “literatura” y la “crítica moderna”. Ese desplazamiento, como también discuto, ha sido matizado y añadido por otros estudiosos latinoamericanistas del género, y en años recientes con mayor amplitud por la académica francesa Langlet y el irlandés más “ensayístico” Brian Dillon. Al notar la ruptura de esos límites y concebir la potencialidad como la mejor definición de la modernidad a finales del siglo veinte (cuando aparece Valencia), De Obaldia trastorna el principio mediante el cual cualquier texto puede funcionar como un objeto cuyo significado es coherente e independiente, ayuda memoria que estructura

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