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debe extrañar que la fortuna literaria de Palacio y Salvador siga siendo muy superior a la de Gallegos Lara, sobre todo fuera del Ecuador, y hasta lo que va de este siglo. El peso de ese pasado politizado, la ansiedad de esas influencias encontradas, vuelve a ser en este siglo uno de los mayores problemas de los literatos ecuatorianos, junto a su presunta invisibilidad, y es natural que siga siendo una bête noire principal de Valencia. En el siglo veinte Valencia no estuvo solo. Por ejemplo, Jorge Carrera Andrade (compañero de la universidad de Palacio), en una reseña escrita probablemente después de haber leído la repudiación de Gallegos, ve en la novela de Salvador un antídoto a la prosa nacional “uniformemente provinciana y declamatoria”. También afirma que con Palacio apareció, “ayer”, el humorismo, y asegura que con Salvador aparece el psicologismo. Palacio y Carrera Andrade entendían, mejor que la generación actual, que el humor es vital para que una sociedad se examine y desafíe. Además, el poeta-diplomático indica, en alusión al texto de Gallegos, que “es verdad que leyéndolo vendrá a nuestra memoria el Pirandello de Seis personajes en busca de autor. Mas, hay una diferencia esencial: la del joven prosista ecuatoriano cuenta, por el contrario, las impresiones del autor en busca de sus personajes. Su libro es como el proceso literario de la creación novelística” (p. 35).5 En el ensayo que le da el título a su libro y otros cuatro de la sección “Sobre literatura ecuatoriana”, Valencia arguye preclara y valientemente contra la fijación de ver al escritor como portavoz del “pueblo”, defínaselo como quieran los redentores que no pertenecen a él, lo cual es un problema que algunos de sus pares hispanoamericanos han confrontado con ironías y algunas teorías calcadas del primer mundo. Valencia ve complicaciones mayores.

      La primera sección de El síndrome de Falcón, “Sobre escritores”, es prueba fehaciente del lugar central que Valencia puede o debe ocupar en lo que se ha dado por llamar “Nueva literatura mundial”, etiqueta que después de Bolaño todavía define a cierta narrativa escrita principalmente en inglés o traducida a esa lengua, aunque esté mejor definida por el alcance mundial y conocimiento universal de sus autores cuando escriben sobre sus pares. Valencia se manifiesta desde ese contexto acerca de autores de lengua española, entre ellos Borges, Cortázar, Vargas Llosa, Vila-Matas y Aira, y en esos textos se notan diálogos y querellas positivas con los maestros. Paralelamente, escribe con autoridad e igual admiración sobre los italianos Lampedusa y Buzzati (Valencia ha traducido a Pirandello, tan reprochado por Gallegos Lara), el sirio-libanés Adonis, y contextualiza mundialmente al novelista inglés Ishiguro y al cineasta de ese mismo país, Peter Greenaway. Precisamente, en “Ishiguro, el otro rostro de la novela” reitera que no se trata de hacer lo que hicieron otras generaciones sino de buscar nuevas fuentes de inspiración. En términos del ensayismo se trata de una actitud mental, de un anti-método cuya subversión Langlet examina (pp. 157-192), declinándola en posturas contra la retórica, la academia y el sistema (pp. 180-192), arguyendo que sirven en la lucha contra los “ídolos” de la fe o la razón, contra los “especialistas” o “expertos”, y matizando que el ensayo consiste en reunir una cultura parcelada, poco distanciada de las mitologías totalitarias del siglo veinte (p. 195).

      Por eso El síndrome de Falcón no forcejea exactamente con las preocupaciones de toda una generación, o las de la anterior que se siente invisible. De alguna manera es finalmente conmovedora su ensayística al presentar la travesía de un individuo y, en esos momentos en que observa más allá de sus visión interna, provee una historia llena de ricas observaciones sobre el flujo y reflujo de las generaciones. Así, distanciándose de su generación, con Greenaway (y Gabriel García Márquez) Valencia está de acuerdo en rechazar la acumulación gratuita del arte pop y con que:

      Las digresiones son extensas y se amplían en un barroquismo que subvierte la idea de traslado biográfico a la pantalla. Es lo que siempre ha criticado Greenaway a los cineastas convencionales que trasladan textos narrativos a la pantalla. Él se detiene en aprovechar el cine por su recurso visual y la interacción de la web para articular un gran hipertexto que supera la pasividad cinematográfica. Sin embargo, cuando una narración se escapa de la casa de la linealidad temporal, descubre que no puede escapar de sí misma (p. 217).

      En esta larga sección de su libro, el ensayo “El tiempo de los inasibles” analiza de manera autorizada, concisa y deslumbrante el desarrollo desde la mitad del siglo pasado de novelas hispanoamericanas indefinibles, y por ende conceptualizadas bajo categorías de modas diferentes e infinitamente ricas. “El tiempo de los inasibles” también es un homenaje con la precisión de un estilista y la obsesión de un coleccionista, porque Valencia ve esas novelas como emblemas de una aspiración humana, del amor y esperanza del novelista que le da al género una dimensión espiritual. Este solo ensayo y su conceptualización lo separa de otros narradores “descubiertos” o “recuperados” en la España de los años noventa, y a pesar de su atención al detalle, del academicismo universitario. Es de notar que Valencia, especialista en literatura comparada y conocedor y profesor de teorías narrativas, lleva a cabo su empresa interpretativa con una claridad, honradez y economía de expresión admirables, característica que comparte con los mejores críticos literarios de tiempos anteriores al suyo.

      La tercera y última sección de El síndrome de Falcón, “Sobre la escritura”, es tal vez la que más lo acerca a las inquietudes de las agrupaciones con las cuales ha sido identificado, a pesar de su disidencia, sobre todo porque esta sección es la más autocrítica del dinamismo de sí mismo como prosista, e implícitamente de la escritura de varios de sus contemporáneos. Esta sección también sirve para descentrarlo del montón, y los cinco ensayos que incluye ilustran otra de sus coordenadas estéticas en el ensayo tradicional y la no ficción experimentalista: la concisión. Estos ejes además se forman con una noción renovada y específica del libro infinito, como sigue haciendo con el “ciclo de cuentos” La luna nómada, su punto de partida como narrador; y como pone en práctica en novelas posteriores de variada extensión El libro flotante de Caytran Dölphin, Kazbek (2008) y La escalera de Bramante. Por último, se atan otros cabos conceptuales suyos con la noción del escritor como nómada, más directamente en su no ficción. La presunta imperfección de estas coordenadas las hace más vulnerables, y cualquier falla podría ser vista como una amenaza existencial, lo cual hace que su autor sea siempre cuidadoso.

      La noción del nómada fue ensayada previamente en la nota “Esa tribu errante” de la primera sección, y al proponer purgar posteriormente el acto de narrar “hechos” de toda ostentación y sentimentalismo deja a sus lectores con el entendimiento renovado de que emigrar es convertirse en extranjero en dos lugares a la vez. Como proponía Jean Rhys en Good Morning, Midnight (1939), la lectura nos hace inmigrantes a todos, nos aleja de nuestro hogar, pero más importante, nos encuentra hogares en cualquier lado. En “El tiempo de los inasibles”, que también es un elogio al cosmopolitismo (que Langlet concibe como una combinación de ambición universalista, de viajes y contactos con otras cultura, pp. 45-47 et passim), Valencia se explaya acerca de la resistencia a las cartografías existentes de la narrativa hispanoamericana, actitud que resume con “Me refiero a la trasgresión de autores que exploran otros escenarios del mundo” (p. 83), y aparte de proveer un registro de autores y obras que cubre los años1950-2008 para perfilar la “orilla internacionalizada”, la frase con que mejor expresa su revisionismo es: “Toda especialización o segmentación en el territorio literario de Latinoamérica significa una resta que termina por llevar al desaliento de lo banal, a la cortedad de miras y, sobre todo, a la pérdida de una estatura intelectual y de escritura” (p. 87). De esa conclusión se desprende que para él la literatura nos puede hacer más humanos, o mejores.

      Más concentrado en la práctica personal y nacional, en “Nunca me fui con tu nombre por la tierra” —que contiene ecos (y un contrapunto al poemario

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