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que para él el Ecuador tiene grandes autores individuales; y cada uno es diferente, noción que es un hilo de la totalidad de El síndrome de Falcón.

      En ese mundo compartido, no siempre voluntariamente, la prosa de Valencia es notable por su proceso de depuración y perfeccionamiento de las ideas que le sirven como plantilla, incluso cuando después de El síndrome de Falcón las exprese en medios digitales relativamente transitorios o frágiles. También se observa en esos escritos una gran apertura para confrontar las ideas recibidas, particularmente desde su regreso al Ecuador, de las políticas culturales y gubernamentales (giros que desmienten cualquier percepción de que optar por la estética es un gesto apolítico). Su columna quincenal en El Universo de su Guayaquil natal, suele ser la nuez o gatillo de reflexiones nuevas y provocadoras. En ella humaniza temas sociales espinosos, evita cuidadosamente caer en melodramas o dejar mucho sin decir, y su narración no ficticia está tan sintonizada con la contemporaneidad que parece leer nuestros pensamientos. Una cognición similar subyace a través de su libro: el concepto actual de “leer” ha sido curiosamente reducido, en un momento en que debía haber sido expandido, sin criterios nostálgicos de cómo se debe leer. Si esa sensación es cosmopolita, es problema de otros convivir con ella. Como seguiré explicando, hay más en su práctica del ensayismo que frustra a varios nacionalistas, con una osadía concentrada en la escritura, la materialidad e injerencia del procesador de textos, no en su imagen personal. Es decir, cumple como intelectual público, sin ser acomodaticio o basarse en el presunto eclecticismo que es tan apreciado por cierto posmodernismo tardío que, a decir verdad y sin excepción, les apesta a todos los miembros de su generación.

      Si se me permite, he demostrado con exhaustividad en Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy (2019) que esa visión dice mucho sobre la nueva “nueva” narrativa del continente, y tal vez demasiado sobre sus autores, aquellos cuya ficción comenzó a llegar a las librerías a mediados de los años noventa. Recuerdo que se discute muy poco la prosa no ficticia de ellos y las condiciones del exilio voluntario, que en el caso del ecuatoriano provee matices que en otros se convierten en estereotipos para intérpretes con agendas transparentes. En el ensayo homónimo asevera precisamente:

      No se trata, insisto, de caer en una actitud que otras generaciones cumplieron a cabalidad, incluso con la teatralidad del caso, como lo hicieron varios movimientos vanguardistas. En su gran mayoría, los escritores que asumieron actitudes parricidas no dejaron ninguna obra de valor. Más que eliminar a los padres, habría que seleccionar a quienes podríamos añadir como antepasados nuestros. Y cada uno lo hará a su modo, de acuerdo a sus necesidades, rodeándose de sus propios maestros y fantasmas. (p. 245)

      En ese contexto, Valencia estaría de acuerdo con Montaigne cuando al comienzo del extenso “La vanidad” (III, IX, pp. 1409-1495) afirma, con ideas aplicables al momento actual: “Pero debería haber alguna coerción legal contra los escritores ineptos e inútiles, como la hay contra los vagabundos y holgazanes. Yo, y cien más, seríamos desterrados de las manos de nuestro pueblo. No es una burla. Los escritorzuelos parecen ser el síntoma de un siglo desenfrenado” (p. 1410, énfasis míos). Las razones, seguiremos viendo, no son difíciles de aceptar: poca de la prosa de los narradores que comparten una especie de exilio similar al que experimentó Valencia por unos veinte años vale la pena, aun considerando que esa obra sigue dispersa y podría ser útil para un mundo mayor, especialmente si es víctima de lo que he llamado en otros lados “la condena de la edición nacional”. Esta condición dificulta su acceso y seguimiento, ocasionando que muy pocas de las novelas dormidas o infravaloradas de autores postergados u olvidados logren convencer a las editoriales de que un novelista como ensayista o crítico puede revelar mucho sobre su ficción, acerca de esta en general, o en torno a la de sus antecesores y contemporáneos.

      Aun cuando aquella no ficción (cuya no representatividad sigue aumentando en editoriales menores o independientes) no tiene la atractiva seña de identidad del exilio político, del letraherido o frustrado por su falta de reconocimiento, de la política de identidad en tiempos reivindicativos, o del verdaderamente talentoso, es incierto que las editoriales que a veces les publican su ficción se arriesguen con un género que definen y venden como “ensayo”. No obstante, por lo general hay un talento innegable y una ética evidente en la mejor de esa prosa, mucha de la cual cruza las líneas genéricas establecidas (sin remplazar una política de identidad con otra política de identidad) para producir crítica incendiaria, ensayos, notas, artículos, o comentarios periodísticos a veces memorables. Esa es la cohorte real de Valencia, hasta hoy sin compatriotas que le acompañen. El síndrome de Falcón es así un libro singular para la práctica no ficticia, y sus pares serían varias colecciones a veces sui generis de Héctor Abad Faciolince, Aira, Bolaño, Horacio Castellanos Moya, Alberto Fuguet, Cristina Rivera Garza, Vásquez, Jorge Volpi y Zambra, por razones que superan recurrir a cierto tono de ajuste de cuentas cuando hablan del mundo literario, aunque en sí sus textos sean variantes o colindantes genéricos que la crítica de los años treinta a setenta analizó como “formas simples” y que Irène Langlet ahora llama “delimitaciones externas” y “subgéneros” (pp. 47-73) en su L’Abeille et la Balance (2015).

      Identificado inicialmente con la antología McOndo (1996) y otras compilaciones del cambio de siglo que presentaron al grueso de los narradores noveles a un público mayor, Valencia ha dejado atrás a esas agrupaciones en términos estéticos. Pero el género ensayo —numerosos especialistas dan razones al respecto— es hoy por hoy la práctica más usual y productiva de los prosistas hispanoamericanos, desde el periodismo “posboomista” a la creciente práctica de los incluidos en Líneas aéreas (1999), los pocos del Crack mexicano, Palabra de América (2004) y otras agencias literarias de este siglo. Valencia se separa del montón con su noción de una “ficción progresiva” (explicada en “Un libro progresivo“ y “La escritura flotante“ de este libro) —que depura y actualiza intentos similares ensayados por autores de la generación de José Balza, José Emilio Pacheco y poco después por Hector Libertella— ficción que participa del escepticismo y a veces de la ironía que la crítica efímera de signo anglófono sigue llamando indistintamente “posmodernos”, “poscoloniales” o una combinación de similares “ismos”. Seguramente por su lectura de esa prosa fragmentaria, como varios de sus coetáneos más sensatos Valencia no muestra ningún desprecio hacia el canon occidental o hacia algunas ideas de la Ilustración, ni tampoco hacia híbridos estéticos, nuevas formas narrativas, culturas u otras artes que no comenzaron con la teoría puesta en mayúscula que resumí arriba. Y lo hace con claridad de pensamiento y expresión, con la disciplina inhallable en un académico nominalmente multidisciplinario. Esas coordenadas hacen un placer y desafío leer El síndrome de Falcón. Su autor sigue siendo el narrador más literario de su cohorte internacional, como estilista (experimentar con un estilo es esencialmente crear otro) y por acercarse a la interpretación literaria como un deber que antes era el privilegio y monopolio de los grandes filólogos europeos y políglotas “tradicionalistas” de Nuestra América. Y no hay tecnicismos o pesadumbre retórica en su prosa abierta, porque sabe que el mundo cultural nunca ha podido o debe ser estático.

      Descentrado en la línea equinoccial

       El título de su colección alude a un hecho verídico todavía visto en términos económicos o demasiado literales o sentimentales: por falta de la silla de ruedas que requería su invalidez, Juan Falcón Sandoval cargó sobre sus hombres por doce años al escritor socialista ecuatoriano Joaquín Gallegos Lara, haciéndolo más visible. En un sentido figurado era una versión de la carga o peso del pasado. Gallegos Lara, de antecesores relativamente patricios, menospreciaba toda literatura que no fuera comprometida, según su definición; y por ende criticó severamente a dos de los mejores prosistas hispanoamericanos de su momento, sus coetáneos y compatriotas Palacio y Humberto Salvador. En el ambiente político en que vivían, los dos escritores “vanguardistas” fueron condenados al ostracismo cultural, por no adherir al reinante realismo social, o a la política hoy llamada “progresista” que vuelve a engendrar una cultura de control (sumada a las de la queja y el resentimiento iniciadas en los años ochenta) nacional que replica los excesos de la derecha más radical. Según Adorno, las preocupaciones ideológicas por conservar cierta visión de la cultura responden a un conservadurismo fetichista, aunque es optimista al manifestar que “Tal degeneración no se lleva mal

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