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la gran susceptibilidad literaria actual. Pero la de Valencia, especialmente en su no ficción, demuestra una sensatez de contrapunto que, si sería arduo de calificar como conservadora o purista, tampoco se puede considerar como totalmente experimental. En varios sentidos, y como debo y quiero desplegar desde el principio, la importancia de un novelista y pensador como Julien Gracq es relevante para entender el pensamiento del ecuatoriano. Una década antes de la revolución perceptiva francesa, Gracq publicó su panfleto La Littérature à l’estomac (1950), en que advertía de la emergencia de una “literatura de magisters”, en que el autor es una figura creada y definida por los prescriptores de la literatura, con aportes del público preparado de antemano para ellos.2

      Esos mediadores, según William Marling y su Gatekeepers: The Emergence of World Literature and the 1960s (2016) son los agentes, amigos del gremio (entre ellos escritores mayores), críticos estrella, entrevistadores, fundaciones, grupos o clubes de lectura, libreros, correctores mal pagados, diseñadores, libreros, los encargados de maquetar, mecenas, y traductores. Hoy se puede añadir “onegeros” culturales, redes sociales y, en otro estadio, lo que llamo el impulso profesoral de corregir. Hay que aproximarse a prácticas predominantemente dinámicas desde ese contexto, y por eso tiene menos sentido fijar o vaticinar lo que vendrá después de El síndrome de Falcón para Valencia o para las polémicas que podrá engendrar su escritura. Para él, especialmente en el caso nacional que le ocupa, un síndrome no es una enfermedad incurable o permanente, ni responde a síntomas que se presentan juntos. Más bien, tendría la acepción de un conjunto de fenómenos estéticos y políticos que se congregan para caracterizar una determinada situación histórica superable, una concurrencia (origen griego del término “síndrome”). Si se arriesgara explicaciones psicoanalíticas se diría que su visión del síndrome se aproxima a lo siniestro freudiano, que abre una reflexión sobre la naturaleza de la literatura a partir de la noción de que lo que se repite (la política ecuatoriana del momento) caracteriza la vida cotidiana; y se puede convertir en dogma o en una incertidumbre estética al ser inducido por otro síndrome: el de patrocinador y cliente, endémico entre los intelectuales.

      Eso visto, ¿cuál es entonces el origen más transparente de la disconformidad detrás de esas opiniones encontradas sobre su no ficción hasta hoy, especialmente en el país que de varias maneras engendró la prosa de Valencia? El dossier incluido en esta edición da cuenta sucinta de esa repercusión, sobre todo del ensayo homónimo. Respecto a este, no cabe duda de que por lo menos desde la segunda mitad del siglo pasado la crítica ecuatoriana, interna o exportada, y hacia el fin del siglo veinte la de algunos ecuatorianistas extranjeros, se ha encontrado dividida acerca de desde dónde entender al Palacio vanguardista de los años veinte y treinta. En el mejor de los casos esa dicotomía oscila entre dos valencias no siempre precisas: el compromiso político que se sigue autodefiniendo como progresista y el privilegiar de cierto tipo de experimentalismo estético. Posteriormente Valencia ha notado que ese momento cultural tuvo el efecto, si no el propósito, de prevenir emitir grandiosos decretos omniscientes sobre la estética como estética, la inteligencia y la utilidad del arte, como advierte en Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica utilitaria. De Cervantes a Kazuo Ishiguro (2018) especificando que “la condición discontinua y variable en la percepción de la novela es una de sus mayores virtudes” (p. 49).

      A comienzos de este siglo, asumiendo su experiencia como narrador formado en su país (aunque en la época del comienzo de la redacción de El síndrome de Falcón se había ido a trabajar y escribir a Lima), Valencia da forma final al que sin lugar a dudas es el mejor y más vigente ensayo de su generación, uno de los pocos en la tradición latinoamericana que por defecto y para bien y para mal define a un autor, como comencé diciendo. Ese hecho no quiere decir que se pueda estudiar solo ese ensayo, sino que se debe examinar también la narrativa que lo sigue acompañando. Es más, si se quiere tener una buena idea de la utilidad de las ideas del autor, también es preciso analizar los contextos escriturales que las producen, lo cual, como se verá, sigue siendo el caso. Esa falta ya fue notada por Eduardo Varas en una de las primeras notas sobre la primera edición, cuando afirma que los veinticinco ensayos que la componen “hablan de ese fin del utilitarismo” (p. 256), concluyendo que es una idea que claramente “no rechaza lo político, pero sí la manipulación política que obvia y evita cualquier comunicación, que promociona la utilidad ideológica” (p. 257, énfasis mío)

      Está de más señalar entonces que Valencia sigue siendo un “influenciador” por sus escritos periodísticos y recepción, y no solo para la generación de Varas, sino para otros círculos intelectuales por sus intervenciones digitales o académicas. A más de una década de la primera, esta edición añadida de El síndrome de Falcón, compuesta de no ficción publicada entre 1994 y 2007, sigue siendo una prueba de la importancia de su autor como fuente de paradigmas impresos. Paradójicamente, a pesar de la atención que se le presta al discurso no ficticio en las redes sociales, estas confirman que pueden ser medios pasajeros para discusiones serias, especialmente cuando la historia real yace en los actores que no están perdidos en el ciberespacio sino ante el discurso popular estrictamente restringido y patrullado vigilantemente. Al principio de este siglo ese desarrollo no estaba claro para él o sus seguidores. Adecuadamente, Valencia ha seguido reflexionando en torno al papel que las ideas generadas por su no ficción tienen en las discusiones de medios sociales, a veces llevándolo a cabo con demasiada paciencia para la conjugación de banalidad y frivolidad que suele definirlas. En ese contexto, no es difícil suponer —ni necesario citar al respecto a autores valga decir “universales” que le sirven de modelos y sobre quienes ha escrito, como Miguel de Cervantes, su compatriota Juan Montalvo, Borges, Cortázar, Roberto Juarroz, Enrique Vila-Matas, Vargas Llosa, Bolaño, César Aira y varios otros que examina en su libro— que la errancia y su pariente más meditado, el nomadismo, son fuentes conceptuales ensayadas y ficcionalizadas constantemente por él, al extremo que permiten por unos momentos lecturas autobiográficas de varias instancias de su prosa.

      En “Esa tribu errante”, nota de 2005 publicada inicialmente en Letras Libres, escribe de manera refrescante sobre “la índole indefectiblemente universal” en que no se pierden los rasgos de identidades transversales que aparecen en novelas contemporáneas a él, añadiendo que esos procedimientos:

      Reflejan más bien una riquísima variedad de caminos, incluido tratar temas o personajes connacionales a los autores, de manera que en estos se puede encontrar incluso una vía distinta: la problematización del retorno. Volpi vuelve a México –previo paseo delirante por Francia– con El fin de la locura (2003), o el caso de Piedras encantadas (2001) de Rey Rosa, donde el protagonista intenta volver a Guatemala. Ni Bolaño ni Aira, y tantos otros autores, han descuidado a sus respectivos países en su novelística. De manera que esa errancia son varias errancias, y se experimenta incluso en cada autor que empezó proyectándose como desarraigado que vuelve, y que con la misma libertad se vuelve a marchar. (p. 85)

      Sin querer armar una “autobiograficción”, en la cita de arriba está dialogando parcialmente con su propia experiencia vital, con cómo huye del pensamiento único o “usado” (este acuñado por el crítico inglés Frank Kermode, que lo refiere al escribir mal). Y si hay que pensar en las influencias “universales” ahí estaría el Hermann Broch de sus primeras novelas extensas; Vladimir Nabokov para las ideas ensayísticas, y en la lograda ambición de La escalera de Bramante las sombras de Robert Musil, Gracq y otros son ineludibles. “Esa tribu errante” está complementado, o mejor dicho machacado, en primera instancia por el protagonismo del Eneas de la Eneida en “El síndrome de Falcón”; y en una instancia mayor por los registros que provee en el segundo ensayo de su libro, “El tiempo de los inasibles” (originalmente de 2006). En este rastrea casi sesenta años de cruces culturales transoceánicos que brotan de la novela latinoamericana, revelando que en última instancia el gatillo de sus preocupaciones es la lengua:

      Para una revisión de este fértil terreno inasible de las literaturas errantes de Latinoamérica –y esta condición inasible de su errancia es precisamente la que sostiene su fuerza imaginativa y las nuevas tensiones a las que se somete al idioma– propongo a continuación una brevísima selección de obras que han incorporado el diálogo con otros escenarios temáticos (Europa, Asia, África, Estados Unidos), y que apuntan la ductilidad del español como lengua para atravesar fronteras. (p. 89)

      Si

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