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escritura, apunto algunas reflexiones sobre mi propia experiencia al escribir. Sospecho que no siempre interpretamos con claridad lo que hemos escrito o, mejor dicho, lo comprendemos gradualmente, y quizá esta sea una de las mayores gratificaciones de escribir: comprobar que nuestro mundo imaginario es un retrato en marcha. Un retrato que podría incluir un gesto que olvidamos o que no supimos ver. De esto sabía Clarice Lispector, para quien la palabra sólo es carnada para pescar algo que no es palabra.

      Hay alguna leve modificación en los textos frente a sus primeras publicaciones: comas al acecho que brotaron para dar relieve o se esfumaron para no interrumpir el aliento, algún adjetivo menos o uno más acerado, y, finalmente, varios títulos modificados por el filtro de una relectura. Al final del libro dejo constancia de la fecha y lugar en que estos escritos fueron publicados o leídos, porque permiten entenderlos en su contexto.

      Es probable que el título de este libro —tomado de una conferencia que di en 1998 —necesite un matiz, por las implicaciones que ha tenido en mi reflexión sobre la literatura ecuatoriana y porque sólo una parte de estos ensayos están dedicados a ella. Los escritores incluidos en esta recopilación no sufren de este síndrome, ni cargan el peso agotador de la representación, menos aún de lo representativo. Más bien es lo contrario. Los escritores que comento han sido para mí ejemplos estimulantes de búsquedas creativas y liberadoras. La resistencia de Kazuo Ishiguro al encasillamiento realista con el gran sabotaje de su novela Los inconsolables; el sesgo a la forma narrativa total en los cuentos y fragmentos apátridas de Ribeyro; la ética de la escritura y su paciencia constructora en Juarroz; el sentido abierto de la tradición en Borges, Adonis o Lampedusa; y el sentido para Pablo Palacio de que el lenguaje es la realidad, son algunos de mis momentos de aprendizaje para subsanar el síndrome de Falcón. Los libros de estos escritores, para recordar el verso de René Char, ouvrent des bals, abren bailes. De ellos es la música. Estas páginas apenas son una invitación para abrir puertas por las que se liberan sueños e imágenes. A estos no siempre los podemos controlar ni manipular. Esa dimensión indomable, ese carácter creativo, en resumen, esa fuga de una racionalidad estrecha y de un propósito, convierten el arte de la ficción en una aventura.

      Barcelona, mayo de 2008

       Estudio introductorio La utilidad de El síndrome de Falcón y Leonardo Valencia

      Wilfrido H. Corral

      El cuarto capítulo de La escalera de Bramante (2019), la novela planetaria más reciente de Leonardo Valencia, se titula “Alquimia de la errancia”, cuya sexta sección es una meditación con citas eruditas (apócrifas y no) y notas al pie sobre el arte de los paneles sinópticos del protagonista Kurt Landor. En ella se cavila sobre si la esencia del arte yace en la concepción, no en la externalización. En este momento de renovada hibridez y desplazamientos de géneros es inevitable recordar que la mayoría de los prosistas de la generación de Valencia optan por ese tipo de desviación ensayística en sus novelas. Poco se discute cómo se llega a esa opción, sin tener en cuenta el pasado de la novela, o sin pensar en cómo el deambular temático y discursivo la ha venido definiendo secularmente. Para Valencia —que había venido trabajando en El síndrome de Falcón original (ahora verbatim según la primera edición de 2008, con un texto añadido sobre la prosista Lupe Rumazo) hacia mediados de los años noventa— el comienzo de la relación fluida de los géneros, el nomadismo del escritor y otras tematizaciones que le siguen ocupando en su narrativa y no ficción surge principalmente, aunque no de manera exclusiva, del ensayo que preparó para la edición crítica y genética de la obra completa de Pablo Palacio, publicada por la UNESCO en el año 2000. Ese texto se basa en una conferencia de 1998. Comenzaba el cambio de siglo, y a la vez empezaban todavía otras revisiones necesarias de la tradición literaria nacional y de la utilidad de la crítica literaria. A nivel transcontinental se sigue en esas encrucijadas hoy, y no solo por el carácter cíclico de las crisis literarias.

      No sorprende entonces que, más de veinte años después “El síndrome de Falcón”, el ensayo más conocido y vehemente de esta colección, siga animando diálogos constructivos, los más. Las menos son polémicas mal enfocadas o descontextualizadas de antagonistas variopintos cuyas disonancias cognitivas revelan una obcecación por solo ver un lado de una división contraproducente; giro que también supedita las ideas que mantiene Valencia sobre el ensayo en sí, o mejor dicho, de su práctica en la no ficción. Hasta cierto grado ese vuelco también desdeña varios matices de su periplo personal. Por ende, no reconocer o darse cuenta de que los otros ensayos de El síndrome de Falcón proveen un andamiaje conceptual necesario no ha favorecido a los discrepantes, y revela una ceguera histórica que tampoco favorece a nadie. Como le dice Álvaro a Kazbek en La escalera de Bramante, “el pasado es la materia de la que estamos hechos. Pero ese pasado lo esculpen nuestros deseos para el futuro. Y lo esculpen hoy. Así de paradójico” (p.511), y esa es una veta del resto de su prosa.

      En la tradición literaria hispanoamericana pocos ensayos se asocian tan directamente con un novelista, y habría que volver a los de Alejo Carpentier, Mario Benedetti, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar (estos dos claras influencias en Valencia; y el peruano hasta La escalera de Bramante), y en años posteriores a ellos en algunos de Sergio Pitol, José Balza, Roberto Bolaño, Enrique Serna y Guillermo Martínez. Respecto a sus contemporáneos vale pensar —en términos de la valentía que exigía el chileno— en Juan Gabriel Vásquez, Alejandro Zambra, y Eduardo Lalo para encontrar resonancias con los de Valencia. Obviamente, hay varias consideraciones mundiales para contextualizar esta prosa del ecuatoriano, que, como se verá, rebasan los límites nacionales. Si se trata del siglo inmediatamente pasado, en Occidente los años previos a la segunda posguerra estuvieron marcados por la reflexión acerca de una nueva crisis de la novela que podría ser salvada, otra vez, por una novela reciente, total, enciclopédica o experimental; o por no escribir una de ese tipo, como fue el caso de Jorge Luis Borges y Augusto Monterroso. No debe sorprender, considerando la historia literaria de dos siglos de novelistas como críticos, que en esos ensayos sus autores no se distancien de problematizar la especificidad del género como práctica personal, como autoanálisis, como homenajes a otros novelistas, como análisis privilegiado de novelistas sobre sus pares, o como textos con destellos teóricos o críticos.

      Es productivo detenerse en otro hecho particular que para la tradición hispanoamericana más cercana a Valencia es primordial: el muy renovado desplazamiento genérico mediante el cual un ensayo puede leerse como ficción; y una ficción puede leerse como ensayo, como nunca dejaron de matizar y complicar Borges y Monterroso. Después de todo, ambas formas tienen narratividad, puntos de vista y personajes, por fragmentarias o contradictorias que sean en contenido. En cierto sentido esa percepción se desprende de cómo los lectores conciben las consuetudinarias muertes de la novela y el autor, y de todo aspecto narratológico que sigue siendo útil para entender una obra. La “verdad”, muerta también hoy, suele depender de la perspectiva de los lectores y su visión de la utilidad compartida que puedan proporcionar. Ese discernimiento no describe una situación verídica sino maneras desinteresadas nada curiosas de pensar en la literatura de Occidente, que es la que recorre El síndrome de Falcón. Luego de la Nouveau roman francesa de hace más de sesenta años, autores como Carlos Fuentes y los hispanoamericanos de la “novela de lenguaje” fueron tentados a ver el género como una dialéctica de conflictos conceptuales, enfatizando la expresión de teorías o conceptos estéticos, metafísicos, morales o políticos como la única meta de la ficción. La impronta todavía desmedida en la academia de algunas teorías estructuralistas y posestructuralistas ha robustecido ese énfasis en la interpretación en el mundillo literario, no necesariamente en los novelistas, resultando en una apropiación y disminución de lo que se entiende por literatura. Durante su formación universitaria en Barcelona, Valencia, doctorado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada con una tesis sobre Kazuo Ishiguro, vivió estos cambios mientras escribía varios de los textos incluidos en El síndrome de Falcón.

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