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materia hecha más bien de ausencia; y respecto del tiempo, crea su pasado, crea sus precursores, quizás porque siempre está hablando de mundos desaparecidos, y todo el mérito que buscan los escritores es ese: el de ser el único emergente visible de un gran naufragio, el de la belleza del mundo” (p. 48). Esa reflexión formalista e imperfectamente borgeana desarregla las devociones del pasado, desestabiliza las verdades eternas del presente y coloca bombas de tiempo que son detonadas en un arte narrativo futuro. Diferente de Valencia, cuando Rodrigo le pregunta “¿Lee a contemporáneos, a los jóvenes?”, responde: “Leo muchas dos primeras páginas” (Martín Rodrigo: p. 44). Allí repite su visión de qué es la novela hoy, maldice a los que afirman que es prolífico, y dice estar harto de que digan que publica muchos libros, no que son buenos y, por último, que dejará de publicar por dos años, no de escribir. Esa abundancia tal vez tenga que ver con la plasticidad que quiere darle a su narrativa, o la publicidad para su libro reciente sobre el arte, o simplemente con querer darle un nuevo giro a la centenaria pregunta surrealista sobre cómo explorar la idea del subconsciente y “¿qué es el arte?”. Así, asevera: “Bueno, yo algunos cuadros de Neo Rauch [que combina realismo y abstracción surrealista] los veo como novelas mías”, por los “distintos planos de realidad que se entrecruzan […]. Es casi lo que yo querría hacer […]” (Martín Rodrigo: p. 45). Es decir, las estructuras, como en André Breton, no se hacen visibles a costa de suprimir las variaciones locales, lo individual o aparentemente aberrante.

      Los experimentos narrativos o de no ficción conllevan conocimientos tácitos, destrezas que otros practicantes dan por sentado y pasan a otros a través de ejemplos. Para el arte vale señalar La luz difícil (2011) de Tomás González. En ella un pintor latinoamericano en Nueva York pretende crear una nueva obra maestra desconocida, como el maestro Frenhofer y el desconocido Poussin de Le Chef-d’oeuvre inconnu (1831) que Honoré de Balzac incorporaría luego a La Cómedie humaine. González tergiversa los diálogos del “modelo” francés para explayarse sobre sus propias cuitas, entre otras la eutanasia del hijo Jacobo. El pintor y su mujer Sara regresan a Colombia, y aquel pierde la vista. Por ende le dicta el relato a su sirvienta de nombre harto simbólico, Ángela, dándole otro significado a amanuense. Otros autores en cuyas obras el arte visual es una intertextualidad, como en Aira y Valencia, son Mario Bellatin (que añade fotos, como Salvador Elizondo hizo hace más de cincuenta años), Álvaro Enrigue (Muerte súbita, 2013), Franz y Si te vieras con mis ojos (2015) y La mucama de Omicunlé (2015) de Rita Indiana, en que los omnipresentes grabados de Goya son parte de un museo literario interactivo y radical (además de apuntar al artista como tramposo). Hay ecos similares en la prosa de Lalo, puertorriqueño nacido en Cuba; por su formación y función académica, interés en la práctica de varios artes visuales, y su ensayo narrativo Los países invisibles (2016). En todos ellos hay un significante de autenticidad, de realidad demográfica hispanoamericana, diferente del caso con el pintor Edwin Johns en 2666 de Bolaño, que se corta la mano con que pintaba, o del énfasis en las miradas de El nervio óptico (2017) de María Gainza, que va de El Greco a Rothko.

      Así, en Si te vieras con mis ojos los símbolos, especialmente los relacionados con los sentimientos del pintor Rugendas, vuelven a la realidad continental, y los hechos rutinarios adquieren significados misteriosos, nunca mágico-realistas, sin borrar lo literal y lo metafórico, enfoque que también se encuentra en Herejes /2013) de Leonardo Padura. Pero en La Oculta (Bogotá: Random House, 2014), Jon, el pintor marido de Antonio, “expone su basura reciclada” (p. 139) en las mejores galerías de metrópolis mundiales, y hablando de un amigo alemán a quien le pagan por debajo para escribir artículos elogiosos sobre Jon, Antonio dice: “Él se esmera mucho, y nos entrega unos ensayos posmodernos incomprensibles, que Jon termina de pulir, y que a los dos nos matan de risa. La neo-alegoría de la post-verosimilitud rezaba el último título del ensayo de Heinrich…” (p. 139). No hay nada de ese humor en La escalera de Bramante, porque Valencia se está ocupando de la política cultural ya anunciada en El síndrome de Falcón. Vale entonces cotejar esa perspectiva con la queja de Aira en Sobre el arte contemporáneo de que “nada hable visualmente por sí mismo” (p. 17). En ese sentido, Valencia es el artista en la máquina, no la máquina en el artista.

      Pero en Biografía (Buenos Aires: Mansalva, 2014) de Aira el narrador, símbolo de patologías artísticas, nota que “una de las características del arte pictórico de los locos era la cobertura total de la superficie del cuadro; no dejaban ni un milímetro libre de trazos o figuras. Se lo adjudicaba, entre otras causas, al miedo de que el menor espacio en blanco dejara pasar la amenaza temida, por lo que había que obturarlo” (p. 27). Expresa algo antiguo que Valencia retoma: el arte visual cuenta con decenas de causas, combinaciones, posibilidades y probabilidades para hacer ver; y Vila-Matas hace lo mismo con mayor juicio y diversión en Kassel no invita a la lógica. Enrigue añade otro logro: aparte del papel del artista visual (Caravaggio le gana un anacrónico juego de tenis a Quevedo) su Muerte súbita historiza ingeniosamente el choque de ideas e imperios en que la avaricia, corrupción, hipocresía y mendacidad transoceánicas son desenfrenadas. Por otro lado, sus reflexiones sobre lo que las novelas y el arte pueden hacer son una defensa modesta del género. En 1944 el semiólogo Jan Mukarovsky mantenía que la esencia del arte visual es diferente a la mayoría de los signos lingüísticos porque no transmite información sobre algo fuera de sí mismo. Ya en el cambio de siglo del XIX al XX, en Vie mondaine. L’influence de Ruskin (recogido en Contre Sainte-Beuve. Précédé de Pastiches et mélanges et suivi de Essais et articles, de 1971) Marcel Proust señalaba que las confluencias son mucho más complejas y poéticas.

      El síndrome de Falcón en estos días: coda

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