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pesar suyo la autora comprueba la vigencia de un texto todavía seminal y sin par en el medio ecuatoriano; pero también debilita su argumento al enfocarse en lo que cree que le falta en vez de lo que contribuye Valencia (por ejemplo, los extendidos y entusiastas elogios a José de la Cuadra en “Hay un escritor escondido en la acuarela” y otros textos). A lectores imparciales les costará entender que la profesora aplique criterios ideológicos anticuados pero mantenidos por varios patriarcados ecuatorianos y estadounidenses de izquierda, y al autorizarse o legitimarse con ellos sea bautizada, consagrada y canonizada como tal por los lectores a quienes apela. Consecuentemente la autora parece querer o poder hablar de una sola tradición, sin dialogar con otras, como si todas existieran en un vacío o no cambiaran. Dialoga indirectamente porque para criticar a Valencia se basa en repetidas lecturas de Alejandro Moreano, defensor acérrimo de Cueva. Los comentarios de ambos apologistas no se sustentan en una interpretación a fondo o abierta y, si discuten la literatura ecuatoriana, sus criterios de lectura y análisis no prestan una mínima atención a otros ensayos que contextualizan los argumentos de Valencia, como “Hay un escritor escondido en la acuarela”, “Elogio y paradoja de la frontera”, “Nunca me fui con tu nombre por la tierra”, e incluso los cinco ensayos en que habla de su propia obra con gran sinceridad en la sección “Sobre la escritura”, particularmente en “Fragmentos para un adiós a la novela”. Varas nota inmejorablemente: “¿Por qué la polémica? Pues lo que Leonardo propone en todo el libro (y vale la pena precisar que no sólo lo hace en referencia única a lo que percibe en Ecuador, sino en toda una masa más compleja) ha sido visto con horror por muchos y sospecho que ha sucedido por no leer el texto íntegro” (p. 258, énfasis mío), y por leer a los que escriben mal.

      En última instancia Ortega solo acepta un tipo de crítica, y concluye la sección “Los críticos” aprobando rechazar “una perspectiva eurocéntrica y cierto didacticismo, vocación de una filiación hispanista: pretensión [sic] de universalidad e idealismo, al margen [sic] de los contextos de la historia y la sociedad; preocupación por la nación…” (p. 134) de ellos, como si la utópica crítica progresista no tuviera puntos ciegos, o como si los tardíos Edward Said y Terry Eagleton no fueran eurocéntricos o humanistas como su bête noire, el reconocido políglota Aurelio Espinosa Polit. Lo pertinente de un llamado a la nación, que inevitablemente afecta a todo ensayista (nómbrese uno que no haya escrito sobre su país), yace en el modus operandi de su escritura, en el pensar o divagar con propósito, actitud que se viene señalando desde que Montaigne tradujo esa flexibilidad como “ensayar”. La fundación de una sociedad educada y productiva es la capacidad para escuchar atentamente a otros, entablar debates honestos, aunque a veces sean encendidos. No produce nada silenciar o censurar al otro, no citarlo o mencionarlo, especialmente hoy cuando todo se puede leer en la red. Con esos procedimientos la crítica censoria queda como inepta y falta de información; y da mal ejemplo, porque en el mundo “real” no hay ese tipo de aislamiento. No es útil para el compromiso ignorar o desdeñar a cada persona con la que no se está de acuerdo. Cierta crítica no dialoga como Valencia, y más que interpretar, provee comentarios mezquinos, reduccionistas, frecuentemente apegados al “ninguneo”.

      Aquella crítica es otra víctima de la mencionada “la condena de la edición nacional”, que sigue afectando más a novelistas y poetas. Al publicar en el país de origen, sobre todo si es pequeño, la distribución de una editorial menor o independiente es mínima y localista, y ocasiona frustración. Como muestran las simpatías y diferencias (la distinción es de Alfonso Reyes) en el dossier de esta edición, una lectura honesta de la totalidad de El síndrome de Falcón dejará sentir un hormigueo positivo, más corazonadas que enriquecen o conducen a otras lecturas, aunque sean de libros que no nos gusten, haciendo notar más las equivocaciones de lecturas antagónicas. Un argumento general de la crítica de T. S. Eliot es que su función es “elucidar las obras de arte y la corrección del gusto”, porque entiende la crítica como un proceso impersonal, actitud violentada por Ortega. Eliot arguye que en vez de expresar las emociones sobre una obra de arte la crítica debe basarse en los hechos. Algunas reacciones a Valencia prueban que no se basan en los hechos de lo que dice él, sino en la utilidad política que se cree que tienen. Las lecturas que pretenden interrumpir o alterar los argumentos de El síndrome de Falcón no desafían o destruyen su valor continuo, porque funcionan con deslices estéticos, ideológicos y éticos. Captar esos procedimientos es crucial para entender el resto del trabajo de no ficción de Valencia. En suma, este libro no desaparecerá, a pesar de sus avatares externos. Seguirá como fuente de debate y encanto mientras importen los ensayos de un novelista, porque estos quieren que nos importen.

      Con las salvedades discutidas, en una época relativista en que se celebra la conveniencia, la ciencia falsa y la seudo-historia, la simpleza y el éxito instantáneo, más la fama y el ruido, la no ficción que he examinado es un antídoto contra un estado cultural aparentemente definitorio: la crítica no puede imponer pero puede tener una utilidad al contribuir a definir interpretaciones abiertas a la disidencia. Presentarla así hace que su meta final sea tan complicada de medir como de criticar. Las metas de Valencia también se basan en una inversión poco examinada en la cultura de la celebridad y la publicidad digital que, mientras tal vez es menos destructiva que otras, puede tener un efecto corrosivo en la dignidad individual y la moralidad colectiva. En su nomadismo temático, como compañero de viaje ideal, Valencia informa y divierte, especula y sobresalta. También introduce detalles, no siempre sobre sí mismo, y vuelve sobre sus pasos para enriquecerlos y envolverlos en una narración cada vez mayor. Por esto la bisagra prosa/cultura le sirve para elogiar la dificultad, el fallo, la inteligencia, la oscuridad y el silencio discreto con menos rodeos. Es una práctica que como toda práctica, está muy, pero muy infrateorizada, lo cual no es necesariamente negativo para un público que solo se fija en lo nacional.

      Por supuesto, no hay un progreso exactamente similar, una recepción parecida (lo más importante) o un pensamiento compartido entre Valencia y sus coetáneos, un impulso que debe complacer. Como pormenorizo en Discípulos y maestros 2.0, los progresos narrativos de 1996 a 2018 tienen como fondo la relación poco sondeada entre discípulo y maestro, sus beneficios, complejidades y peligros; y señalo cómo ciertos hitos culturales revelan la imprevisibilidad de la Historia y la inutilidad de esquemas intelectuales excelsos, entre ellos los del crítico utilitario que discute Valencia en Moneda al aire (pp. 54-55, 69-70), y que aseguran predecir su curso. No obstante, lo asemeja a sus coetáneos el esfuerzo por buscar el lado oscuro de la mítica Neverland que pueden ser los culturalistas actuales, y es así porque ninguna cultura ha sido o puede ser vista como pura. La generación inmediatamente posterior a El síndrome de Falcón han heredado no tanto la actitud de ser anti-, sub- o seudo- algún maestro, sino una preferencia por una gran gama de lecturas e intereses culturales que, vaya ironía, algunos lectores por lo general no tienen, o comparten sólo las más populares. Con todo, se puede sospechar que quieren dirigirse a lectores como ellos, y que poco les importa convencerlos con su conocimiento o deslumbrarlos con su inteligencia. Como ensayistas son incurablemente curiosos, autodidactas obsesivos, equipados con una alusión para cualquier ocasión, viajeros intrépidos y auto-conscientes.

      Conclusiones

      Valencia continúa su trabajo en torno a los efectos de la imposición de un solo tipo de crítica o pensamiento, del desvío del sentido y de la producción de artefactos frívolos. Si la pertenencia de lo escrito no es confirmada y reforzada, la prosa no ficticia no confronta un asunto vergonzoso: ¿para qué es útil?, porque aparentemente no logra cambiar nada, de sí o de otros. Si la crítica obedece a un solo modelo y a sus procesos acumulativos esa concepción harto positivista de sí misma es contradictoria. La interpretación diversa y abierta debe perpetuarse porque la historia de su objeto continúa. Con la degradación de su calidad por doblegarse ante la aceleración de los medios digitales, por ver la diversidad como política en vez de valor académico, y por adaptar exégesis foráneas mal digeridas, la crítica debe encontrar otra justificación para sus desacuerdos, como hace Valencia. Las lecturas selectivas de El síndrome de Falcón son vagas en los detalles, quizá por los defectos de las formas simples del comentario de libros, o por prejuicios de antemano. Lo que propone esta colección, aspiración y razón de ser de esta segunda edición, es expandir cómo la contemporaneidad responde a lo contemporáneo, y que el arte, el artificio y la sensibilidad amplíen su utilidad.

      La

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