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híbrido y a la banalización de lo híbrido, y a veces se toma por experimentación los grafismos y la sintaxis más evidentes, declaradas y explícitas, frente a una experimentación más profunda y auténtica referida a la percepción, que suele dar resultados menos impactantes y llamativos pero más duraderos. Para vender gato por novela o cuentos por liebre, como prefieran, se habla de ciclos cuentísticos, de colección secuencial de cuentos, de colección novelizada de cuentos, de libros orgánicos o atomizados, de novelas fragmentarias, de cuentos máximos. Se comprime y estira los términos pero la energía base, el aliento narrativo sigue siendo el mismo a pesar de la anonimia o del estado provisional que tiene toda taxonomía frente a la creación. El cuentista que se sabe imposibilitado para escribir una novela, intenta liberarse, como decía Pirandello, de su pesadilla, y así abre su cuento hacia el infinito. Recurre a la novela pero sin la progresión esperada de la novela.

      Julio Ramón Ribeyro sabía de esto. Su diario, La tentación del fracaso, es el testimonio de su lucha por alcanzar la “imposible novela”, como él la llama, para un propósito vital: dar cabida a esos personajes que no entraban en sus cuentos. Y la mejor constatación de esto es su novela Los geniecillos dominicales. A veces me ha ocurrido recordar a Ludo, el protagonista de esta novela, como si fuera el protagonista de un cuento largo pero intenso, mientras que a otro personaje, esta vez del cuento “Silvio en El Rosedal”, a Silvio precisamente, lo recuerdo como personaje de una novela corta pero dilatada. Como la Anabel de Cortázar, en el Diario de un Cuento, título maravilloso y paradójico: el género que se expande por acumulación de tiempos distintos, el diario, abarca otro género que selecciona y comprime un momento único, el cuento. O como ese cuento potencial de Rolando Sánchez Mejías, “Viaje a China”, donde el largo viaje al país asiático se hace sosteniendo la respiración con dos comas: “Olmo se abrocha los zapatos, va a China, vuelve de China y se desabrocha los zapatos”. Hay muchas novelas como si fueran grandes colecciones de cuentos. Son todas excepciones las que menciono. Confirman el género además de la regla. Pero en esa condición excepcional deberíamos leer y escribir toda narración: con la ética del cuentista y la flexibilidad integradora, inclusiva, de la novela.

      Tenemos esa extraña novela del cuentista que fue Felisberto Hernández, titulada Por los tiempos de Clemente Colling. Todos los narradores que repentinamente perciben un resplandor y se les abren los pulmones por la inspiración sin saber cuánto exhalarán, pueden decir de sus trabajos lo que decía Hernández del entrañable personaje de Clemente Colling: «sentí su presencia como la de un prestigio aún no calificado». Para eso se narra: para vivir, para re-vivir, para con-vivir alrededor de una forma y de unos personajes que siempre escapan a toda calificación. Para afinar una pesadilla, quizá librarnos de ella.

       El tiempo de los inasibles

      P. ¿Usted es chileno, español o mexicano?

      Roberto Bolaño: Soy latinoamericano.

      Entrevista con Mónica Maristain

      Playboy, julio de 2003

      El cosmopolitismo de la literatura latinoamericana en el siglo XIX, desde Juan Montalvo a Martí, y su proyección a comienzos del siglo XX con Rubén Darío y Alfonso Reyes, señaló dos rasgos básicos del perfil creativo latinoamericano: el reencuentro con las fuentes de las que se provenía y la revisión de los antecedentes nacionales de cada escritor. Fue diálogo y fundación. También fue una crítica y una ampliación. La cartografía literaria que delimitaba cada país se desbordaba más allá de sus fronteras y reformulaba la identidad de los estados surgidos del proceso de independencia.

      Como herencia de esa época, la migración de los artistas latinoamericanos en los últimos veinte años del siglo XX siguió cumpliendo la búsqueda de un “centro irradiador” para sus respectivos trabajos. Ese centro, por supuesto, ya no existe en los términos en los que lo fueron Francia o España, aunque todavía perdura su capacidad deproyección. Madrid y Barcelona siguen promoviendo a los autores latinoamericanos bajo sus propios requerimientos, aparentando ser el eje desde el que se construye el canon latinoamericano, por lo que no se debe perder de vista ser sumamente crítico con sus productos por la endogamia del sistema editorial y de la mayor parte de revistas y suplementos. Tales requerimientos, por cierto, no han cambiado: las editoriales siguen buscando novelas representativamente latinoamericanas, y catapultan con premios a autores que, por su nacionalidad, cumplen esa condición. Basta revisar cuáles son los orígenes de los últimos premios editoriales y se comprobará que coincide con los países latinoamericanos con mayor proyección de mercado, aunque también con las más sólidas tradiciones narrativas: México, Argentina, Chile, Perú y Colombia. Llamativa es la excepción del premio Biblioteca Breve para En busca de Klingsor (1999), del mexicano Jorge Volpi, con una novela de temática europea, y que señala una fisura del esquema anterior, no ampliamente cumplida en el resto de casos de autores premiados. Pero más llamativo por ser un fenómeno de lectores y no de orientación editorial, es lo que ha ocurrido con un autor como César Aira, del que se puede decir que es el único autor argentino de quien se pueden conseguir en España, además de sus obras editadas en Barcelona, varias obras suyas publicadas sólo en Argentina —Beatriz Viterbo Editora—, rompiendo de esta manera, por su propio peso, y sin premio español de por medio, los corredores en forma de embudo de las editoriales españolas frente a la producción latinoamericana. Por tratar está también el tema de la búsqueda de la “latinidad” por parte del medio editorial norteamericano.

      Pero más interesante que el tema de la injerencia editorial, es que el escritor latinoamericano radicado en el extranjero siempre había cumplido el ejercicio de revisar sus tradiciones nacionales con las perspectivas propias del desarraigo. Indiscutible que la noción “latinoamericana” se potenció desde Europa, pero es menos visible que precisamente los escritores errantes, desde el caso emblemático de Alfonso Reyes, se esforzaron por desmentir (y, en los peores casos, tipificar todavía más) las cartografías existentes. Si consideramos esto podemos acercarnos al fenómeno de resistencia a tales cartografías, que se ha manifestado en la renovación de un tipo de literatura que constaba inscrita en su tradición pero que no era su eje más visible. Me refiero a la trasgresión de autores que exploran otros escenarios del mundo. Ya no se trata sólo de repensar los respectivos países de origen, sino de explorar las propias experiencias en el extranjero, los intereses imaginarios, y las condiciones específicas de escritores vinculados por su propia biografía a otras culturas. Este fenómeno también se puede constatar en cierta narrativa española altamente desterritorializada que también da cuenta de su madurez y confianza en las capacidades del idioma. Sintomático fue el caso de Vargas Llosa cuando trasgredió sus habituales escenarios peruanos y se decantó por otras culturas, como ocurre con el Brasil de La guerra del fin del mundo (1981), reforzado por los otros casos desterritorializados, en República Dominicana con La fiesta del Chivo (2000), y Francia y Polinesia con El paraíso en la otra esquina (2003), incluyendo la más móvil de sus novelas: Travesuras de la niña mala (2006). Ya no se trata tan sólo del caso del autor latinoamericano que retrata a sus connacionales en escenarios europeos, de lo cual hay muchísimas muestras desde el siglo XIX hasta novelas como La vida exagerada de Martín Romaña (1981) o Los detectives salvajes (1998), sino del abordamiento de temáticas menos vinculantes a la procedencia nacional. La suspicacia que este tipo de literatura ha producido dentro de Latinoamérica ha sido la causa del consabido debate entre literaturas y “territorios” nacionales y cosmopolitas, debate que está agotado si sólo se remite a defender posturas desde la propia condición de los implicados y no profundiza en las variantes que implica el fenómeno actual. Esta polaridad, tan discutida en décadas pasadas y que siempre termina con la conclusión evidente de que el talento no hace distinciones editoriales o temáticas, repunta de vez en cuando y olvida ciertos rasgos que son de fondo y que explican parte de la riqueza de una tradición que se ha vuelto inasible. No existe ninguna “pureza local” como argumento excluyente por parte de una postura nacionalista, así como tampoco hay ninguna garantía literaria por parte de una escritura que gratuitamente aborda temas internacionales. Estas aristas se deben resolver desde el talento de cada escritura, y esto implica los aspectos de percepción del escritor.

      Lo que quiero señalar es que este nuevo rasgo

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