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la ductilidad del español como lengua para atravesar fronteras. Las listas son inevitablemente incompletas, y muchas otras obras deben añadirse. En este ejercicio de suma, que no de resta, sigue radicando la clave para la comprensión de la literatura latinoamericana: la superación de una línea literaria excluyente por una convivencia plural de caminos simultáneos. Queda ahora la tarea crítica de estipular lo que caracteriza a cada una de estas obras y el sesgo que cumplen dentro de esta otra tradición latinoamericana, tan arborescente como errante.

      1950-1980: Los pasos perdidos, Alejo Carpentier; Los monos enloquecidos, José de la Cuadra; Bomarzo, Mujica Laínez; Rayuela, Cortázar; Farabeuf, Salvador Elizondo; Morirás lejos, José Emilio Pacheco; El mundo alucinante, Reinaldo Arenas; El buen salvaje, Eduardo Caballero Calderón; Maitreya, Severo Sarduy; La pérdida del reino, José Bianco; Carta larga sin final, Lupe Rumazo; La sinagoga de los iconoclastas, J.R. Wilcock, Las posibilidades del odio, María Luisa Puga; Terra Nostra, Carlos Fuentes; El jardín de al lado, José Donoso.

      1980-1989: Testimonios sobre Mariana y Reencuentro de personajes, Elena Garro; La vida exagerada de Martín Romaña, Alfredo Bryce Echenique; Karpus Minthej, Jordi García Bergua; La guerra del fin del mundo, Vargas Llosa; La tejedora de coronas, Germán Espinosa; No pasó nada, Antonio Skármeta; El entenado, Juan José Saer; El escarabajo, Manuel Mujica Laínez; El portero, Reinaldo Arenas; La internacional argentina, Copi; Los perros del Paraíso, Abel Posse; Los nombres del aire; Alberto Ruy Sánchez; Domar a la divina garza, Sergio Pitol; La diáspora, Horacio Castellanos Moya; Peste blanca, peste negra, Lupe Rumazo.

      1990-1999: Novela negra con argentinos, Luisa Valenzuela; Santo oficio de la memoria, Mempo Giardinelli; El origen del mundo, Jorge Edwards; El copista, Teresa Ruiz Rosas; El viajero de Praga, Javier Vásconez; El congreso de literatura, César Aira; Agua, Eduardo Berti; Mambrú, R.H. Moreno-Durán; Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, José Manuel Prieto; Los detectives salvajes, Roberto Bolaño; El río del tiempo, Fernando Vallejo; En busca de Klingsor, Jorge Volpi; El libro de Esther, Juan Carlos Méndez Guédez; La mentira de un fauno, Patricia de Souza; Destino Estambul, Jaime Marchán; La mujer de Wakefield, Eduardo Berti; La orilla africana, Rodrigo Rey Rosa.

      2000-2008: Tu nombre en el silencio, J. M. Pérez Gay; La disciplina de la vanidad, Iván Thays; Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel, Jesús Díaz; Shiki Nagaoka, Mario Bellatin; Amphytrion, Ignacio Padilla; La familia Fortuna, Tulio Stella; La casa de los náufragos, Guillermo Rosales; Mantra y Jardines de Kensington, Rodrigo Fresán; Hipotermia, Álvaro Enrigue; La materia del deseo, Edmundo Paz Soldán; Los jardines secretos de Mogador, Alberto Ruy Sánchez; Libro de mal amor y Neguijón, Fernando Iwasaki; La fiesta del Chivo, El paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa; Varamo, Una novela china y El mago, César Aira; Los impostores y El síndrome de Ulises, Santiago Gamboa; Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez; El fin de la locura y No será la Tierra, Jorge Volpi; La sexta lámpara, Pablo de Santis; Wasabi, Alan Pauls; Una tarde con campanas, Juan Carlos Méndez Guédez; Itinerario de trenes, Jaime Marchán; La viajera, Karla Suárez; El futuro, Gonzalo Garcés; Todos los Funes, Eduardo Berti; El corazón de Voltaire, Luis López Nieves; 1767, Pablo Soler Frost; El huésped, Guadalupe Nettel; Electra en la ciudad, Patricia de Souza; La sociedad trasatlántica, Alfredo Taján; 2666, Roberto Bolaño; Cuaderno de Feldafing, Rolando Sánchez Mejías.

      12. La actualización del período 2009-2019 se incorpora en esta segunda edición y se centra exclusivamente en novelas de autores ecuatorianos por lo revelador del desplazamiento temático global de esta década. En el resto de novelas latinoamericanas ese desplazamiento siguió creciendo.

       Borges o el arte imposible

      Deliciosa paradoja: Borges, quien sobrepobló el siglo XX de libros imaginarios, no pudo deshacerse ni ocultar tres libros de su autoría: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928). María Kodama relata o modifica o inventa la anécdota de un Borges aterrado cuando un lector, en Oxford, le dijo que había un ejemplar de El tamaño de mi esperanza en la Biblioteca Bodleiana. Kodama no lo detalla, pero debió tratarse de la Ratcliff Camera, adjunta o asociada a la Bodleiana, donde llegan los libros posteriores a 1850. Lo cierto es que Borges trató de negar la existencia del libro, pero fue inútil.

      —¡Qué vamos a hacer! —exclamó Borges—. ¡Estoy perdido!

      Y todo se debía a un librito rebelde de un tiraje que no pasó de quinientos ejemplares, cifra inmensa para un ocultador de libros. Hoy el lector puede encontrar esos tres títulos en cualquier librería. Sugiero, sin embargo, que el lector no salga corriendo a comprarlos. De lo que aquí se trata no es de difundir un libro, sino todo lo contrario, del arte imposible de ocultar libros, del arte para quitárselos al posible lector y, si la fuerza nos acompaña, entender los motivos por los que Borges no quiso reeditar lo que publicó apresuradamente. Lo que había engendrado sobre papel cuando era joven, resultó contar con vida propia, y le demostró lo incierto de cualquier descendencia, más aún para quien no tuvo hijos y terminó haciendo del estilo y los libros una voluntad y un medio de representación.

      Distinto es el caso de escritores que quieren dejar inédito un manuscrito, para lo que, al parecer, nada sirve una disposición testamentaria. Incluso más: basta disponer la última voluntad prohibiendo la publicación para que se vuelva carne de editorial. Con ese tipo de situación, el lector debe ser extremadamente tolerante y no olvidar nunca que lo escrito no satisfizo a su autor. Pero, como dije, el caso de Borges es diferente. ¿Qué ocurre cuando un escritor da a conocer un libro, lo publica, lo presenta, recurre a inusuales estrategias de difusión que describiré luego, y, por si fuera poco, lo repite con dos libros más? Fue Borges quien incurrió en este ejemplo y, por eso, demostró que publicar es menos complicado que ocultar libros y trae consecuencias imprevisibles.

      ¿Qué podían tener de terrible estos tres tristes libros, tres recopilaciones de artículos que publicó a su regreso de Europa en las revistas Proa, Nosotros y Variaciones, entre otras? Lo problemático venía precisamente de su estadía en Europa. Luego de su cosmopolita educación en Ginebra, Borges sufrió una decepción frente a la cultura española de 1919. En realidad, estaba condicionado, como señala Emir Rodríguez Monegal, por un prejuicio antiespañol propio del bienestar económico que vivía Argentina a principios del siglo XX. James Woodall, en su biografía de Borges, señala que las gigantescas oleadas de inmigrantes españoles e italianos en Argentina alcanzaron sólo en 1901 la cifra de ciento veinticinco mil personas. La mayoría de los inmigrantes españoles eran pobres. «Se trataba mayormente de analfabetos —dice Rodríguez Monegal—, y el español que hablaban no era nada elegante. Se situaron en los niveles inferiores de la sociedad». Borges, no obstante, admiró y fue amigo de Gómez de la Serna y Cansinos-Asséns, sin dejar de señalar, como lo hace en El tamaño de mi esperanza que los «españoles creen en la ajena malquerencia y en la propia gramática, pero no en que hay otros países». Y luego añade: «En cambio los ingleses —algunos— los trashumantes y andariegos, ejercen una facultá (sic) de empaparse en forasteras variaciones del ser: un desinglesamiento despacito, instintivo, que los americaniza, los asiatiza, los africaniza y los salva». Pero lo llamativo del texto no es la implicación política ni una opinión apresurada de juventud, ni siquiera el misreading que encontraría Bloom, sino una sola palabra, incluso, la ausencia de una letra, y es más, una estruendosa tilde: «facultá». Para alguien como Borges, que de vuelta a Buenos Aires necesitaba establecer un territorio propio para su obra literaria, el manejo del lenguaje debía no sólo

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