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en agitar en las manos el libro que se quiere ocultar y hablar sobre él sin entregarlo, o contar todas las peleas y los esfuerzos para dar con los nombres de los personajes, los motivos inspiradores y los descartados, o revelar que una extraña voz habló a lo largo de meses y años, aunque en brevísimos instantes y a pesar de nosotros mismos, para darnos uno a uno los hilos de una trama hasta entonces desconocida.

      Con estos modos, el lector potencial lo sabrá todo y ya pocas ganas le quedarán de leer el libro que agitamos bajo su nariz. Pero ese método de sobreexposición se debe realizar con mucho cuidado, amorosamente. Nada de desplantar al lector negando un autógrafo o insultándolo, o diciendo que no se escribe para él, porque el lector despreciado, si es bueno, es persistente, y siempre vuelve justamente cuando se lo reta a carta cabal. Por eso mismo, a los buenos lectores, de los que importa que no lean el librito, hay que tratarlos al revés. El autor debe empalagarlo con información sobre sí mismo, confiarle los derroteros que sufrió el librito. Decirle, como habría dicho Borges respecto a la publicación de Fervor de Buenos Aires, que se hizo rapidísimo, en cinco días, y que ni siquiera corrigió las pruebas de imprenta, o que el nombre de Inquisiciones se lo puso a su primer libro de ensayos porque nadie le hizo caso cuando propuso ese mismo título para una revista que terminaría llamándose Proa. O llevar de paseo al lector, tomarlo del brazo y mientras caminan confiarle que, llegando a esas alturas, por la evidente simpatía, no le queda más que revelar que todo no es más que un plagio de un remoto libro del que sólo se debe mencionar el título y el autor, y nada más. Así, el lector agasajado, confidente, apenas se despida, saldrá corriendo a buscar el libro original.

      —El libro de Beta —dirá, gritará, escribirá ese lector— es un plagio del magnífico y desconocido libro de Alfa. Mejor leer el original —y el lector no dirá, por supuesto, que fue confesión del autor.

      Por si eso fallara, a pesar de la caminata y el descrédito, todavía queda un último recurso. Es el más paciente y el menos seguro, y es póstumo. Consiste en dejar que el tiempo pase, que se desvanezcan los prejuicios para analizar el libro, para olvidar sus caprichos y divertidas declaraciones. Que las montañas de exégesis y revisiones, los miles de libros y artículos —éste incluido, y todos los lugares donde se reproduzca y encarne— se conviertan en polvo y baste un soplo para esparcirlo, como ocurre en el cuento de Ribeyro, “El polvo del saber”. Sólo entonces, cuando ya ni se lean Ficciones o Discusión, menos aún se leerán aquellos tres libritos que debieron permanecer en quinientos ejemplares, sólo asequibles para quienes estén preparados para comprender lo precario de la prisa y lo imponente del talento, esa larga paciencia, grande incluso a pesar de sí mismo. Como si la obra definitiva tuviera vida y la ilusión de que podrá conducir a quien cree que la domina, el escritor y sus procesos, hasta librarse finalmente de él.

      Y de hecho se libera.

       Juarroz en el extremo del lenguaje

      En junio de 1994, el poeta argentino Roberto Juarroz visitó Perú. Se quedó dos semanas, participó en el Primer Encuentro Hispanoamericano de Poesía organizado por la Universidad de Lima y llegó a conocer Cuzco y Macchu Picchu. Fue un periplo agotador y arriesgado: al volver de los Andes sufrió una recaída en su salud. En su hotel de Lima, junto a los demás poetas invitados al encuentro, que a esas alturas ya estaban regresando a sus países o cumpliendo sus últimos compromisos, Juarroz trataba de recuperarse rápidamente. Quería volver lo antes posible a Argentina. Días después le concederían el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores. A pesar de ser poco propenso al mundo de los premios literarios, este premio le resultaba significativo: su obra, perfilada dentro de un rigor impresionante, construida a partir de límites exactos y respondiendo a una cosmovisión que continúa la tradición poética occidental, su obra, como decíamos, corrió siempre el albur de ser más reconocida fuera de su país —Octavio Paz señaló que la obra de Juarroz es una de las más importantes de Latinoamérica—, e incluso, quizás más apreciado fuera del ámbito de la lengua española, como en Francia, Alemania, India, Bélgica o Italia.

      Yo nada sabía de su enfermedad cuando lo entrevisté. Finalmente, después de dos noches de descanso, Juarroz pudo volver a Argentina para recibir el premio. Lo que nadie esperaba es que meses después el cable internacional nos comunicara su fallecimiento.

      Como si las imágenes volvieran débiles y borrosas, recuerdo a Roberto Juarroz parado, a solas, en la escalinata del auditorio de la Universidad de Lima, mientras en el alboroto del gentío, otros eran los poetas solicitados: Raúl Zurita, Juan Gelman, Gonzalo Rojas, Antonio Cisneros. Juarroz, en cambio, sumido en el rictus de quienes están reconcentrados en una abstracción, o en el rigor de algún pensamiento, reflejaba en su rostro al poeta que juega en exploraciones metafísicas valiéndose de una extrema asepsia en el lenguaje. Como una muestra de esta asepsia, antes siquiera de entrar en alguno de sus poemas, hay que destacar que a todos ellos los tituló escuetamente con una numeración; además, cada nuevo poemario siempre tuvo el mismo título de Poesía Vertical.

      Volviendo a la escalinata de Lima: Juarroz sigue allí, parado a solas, grueso, de frente amplia y facciones grandes, abrigado con un saco de paño. Ahora nos acercamos. Un saludo, un comentario del evento, miradas del tipo ¿quién es este desconocido? Opto por mencionarle la admiración y el recuerdo gratos que me dijera sobre él otro gran poeta, esta vez árabe, Adonis, en otro sitio y en otra conversación. Juarroz, entonces, me sonríe por primera vez. Después él mismo me contaría que en una noche de París, luego de un recital y luego de que había leído con fortuna sus propios poemas en francés, “como pocas veces se logra”, salió del evento con Adonis y se fueron caminando mientras conversaban. ¿De qué hablarían un poeta argentino y uno árabe en una ciudad donde ambos solo serían fácilmente reconocidos como métèques? En el París de fin de milenio podían hablar de cualquier cosa, pero seguramente tenían la complicidad tácita de Rimbaud, Mallarmè o Paul Valéry.

      Concerté entonces la entrevista con Juarroz. “Al volver de Cuzco”, sugirió. Solo que al regresar, su salud se quebrantaba. La cita se suspendió. Dos días antes de marcharse, todavía débil, aturdido por una intoxicación nada poética, Juarroz me invitó a subir a su habitación para conversar lo que le permitieran sus fuerzas. Por fortuna, sus fuerzas permitieron mucho. Vi a un hombre visiblemente enfermo, débil, pero al que bastó que yo apelara a una geografía familiar a su obra para que una nueva fuerza venciera la fatiga. Durante cierto momento de la conversación, al preguntarle sobre el poeta francés René Char, recordó emocionado la primera vez que se encontró con él.

      “El lenguaje de Char es irrepetible —explicó—, es único en esa literatura tan rica que es la francesa. Él halló, viniendo como venía del surrealismo, una forma diferente de expresar una excepcional creatividad de imágenes, y en los poemas más válidos supo superar como pocos la caída en la lógica, la explicación, la caída en lo discursivo. Logró una síntesis admirable.”

      Luego recordó un largo diálogo que tuvo con Char cuando lo conoció en persona. Si bien tenían una amistad por correspondencia, enviándose libros mutuamente, no se pudieron conocer hasta la década del ochenta. Cuando Juarroz visitó Provenza buscó a Char.

      Alguna impresión que ya no sabremos quedaría en Juarroz para que llegara a sentir tanta pena por haber perdido a un gran interlocutor como Char. Casi la misma que me conmociona al recordarlo hablar de poesía en una pequeña habitación de un hotel de Lima. Esta conversación me permitió aproximarme a un hombre diáfano y a un gran conversador, que no deja de recordarnos aquella verdad de Heinrich Böll, de que la poesía y el poeta no necesitan la libertad, sino que son la libertad, y que quizás, por eso mismo, se escribe tanta poesía en América Latina, porque es la única forma de oponerse al vacío.

      Lo que sigue son los extractos más importantes de esa conversación.

      ¿Qué lo llevó a concebir el proyecto de Poesía Vertical como un solo libro de poemas que va creciendo siempre bajo el mismo título?

      No es un proyecto. Es un acercamiento progresivo a una forma de expresión. Es algo parecido a eso que llamamos cómodamente la intuición: la percepción

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