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      —Oí hablar de él. En la zona ya hubo otros intentos de evangelización anglicana que terminaron mal. El primero de Fitz Roy y el segundo de un tal Gardiner que murió trágicamente. Bridges es algo así como el continuador pero nunca se me ocurrió que él estaría dispuesto a cooperar con Argentina.

      —Lo que pasa, Francisco, es que nosotros estamos tratando de aprovechar oportunidades. Bridges tuvo varios altercados con los chilenos así que seguramente pensará que nosotros somos menos malos que ellos. Además se peleó con la gente de las Malvinas y perdió su apoyo, por lo que está solo. Es una persona muy especial, difícil de tratar pero que precisa algo así como un paraguas protector y él ve que nosotros se lo podemos dar. Su prioridad número uno es la protección de los indios. En ese sentido nosotros le estamos dando todas las garantías… Pero bueno… ése es el plan para el brazo sur de nuestra tenaza. El plan para involucrar ingleses en el brazo norte de nuestra tenaza es más complicado. Lo miró desafiante a Moreno. —¿Alguna idea?

      Moreno se daba cuenta de que Elizalde estaba muy orgulloso de tener un plan muy bien pensado en cada detalle por lo que no perdió tiempo tratando de adivinar.

      —No sé por qué pero tengo la sensación de que usted ya tiene alguna idea al respecto.

      —Claro —dijo Elizalde— pero le voy a dar alguna pista para que usted arriesgue una respuesta. Lo miró a Moreno a los ojos. —Queremos involucrar a un inglés que ya estuvo allí y que es un naturalista de renombre mundial.

      —¡¿Darwin?! exclamó Moreno

      —Exactamente. Qué mejor, para fundamentar nuestra posición, que contar con el aval del científico más prestigioso, y además ¡que ya conoce la zona!

      —¿Y por qué Darwin querría verse envuelto en todo esto?

      —No es tan complicado como parece. El irlandés John Coghlan (una vez en el club, por error, lo llamé inglés y casi me tira el cigarro encendido en los ojos), es ingeniero, hace trabajos para el Gobierno. Varias veces haciendo caminos o puentes encontró esqueletos de antiquísimos animales extinguidos. Coghlan tiene un arreglo con Darwin por el cual le manda gran parte del material encontrado para que el sabio inglés lo examine, lo catalogue y lo use para sus teorías.

      —Quizás no lo conozca, —continuó— pero John es un “loco lindo”. Se recibió de ingeniero en Francia, trabajó por media Europa antes de venir a recalar en la Argentina, donde llegó recomendado nada menos que por Baring Brothers. Construyó los depósitos de las Catalinas, muchas líneas de ferrocarriles, hizo sistemas cloacales y puentes por casi toda la provincia de Buenos Aires. Hombre de una energía inagotable, también enamorado de la exploración, hizo una muy interesante por el río Salado. Sin embargo desde la muerte de su mujer se ha aquietado pero sigue intercambiando cartas con Darwin quien incluso le ha mandado su retrato con una amistosa dedicatoria que John enmarcó y colgó en su biblioteca y muestra orgullosísimo a todas sus visitas.

      —A Coghlan, si bien lo he visto un par de veces, nunca me lo presentaron. Ignoraba lo de su correspondencia con Darwin —dijo Moreno muy interesado.

      —Pero no termina ahí la cosa. Por instrucciones mías, John ya le ha escrito a Darwin sobre la futura expedición al lugar donde él estuviera hace cuarenta años. Claro que no le dijo a cargo de quién estaría la expedición porque eso nosotros aún no lo teníamos definido. En su carta le pidió a Darwin que, basándose en el viaje que él hiciera con Fitz Roy, le dijera en qué lugares podrían encontrarse fósiles. De encontrarse alguno interesante le prometió que se lo mandaríamos.

      —¿Y que respondió Darwin? preguntó ansioso Moreno.

      —Aún no ha llegado la respuesta, aunque calculo que debe llegar en cualquier momento. —Elizalde miró el reloj y se sobresaltó— ¡Cómo ha pasado el tiempo! Bueno Francisco, lo que pensaba es que usted de aquí se fuera directamente a lo de Coghlan que vive cerca, en 25 de Mayo 135.

      Moreno lo miró con cara algo burlona y habló: —Todavía no dije que hubiera aceptado.

      —Tiene razón —respondió Elizalde— además, antes de que me conteste quiero que sepa que parte de nuestro plan es que se publique un libro sobre toda la expedición, detallando lugares, hallazgos y todos los datos que sean posibles. El libro será publicado por la Imprenta de la Nación, y será distribuido por todo el país y también en el exterior. Claro que, para esconder el verdadero motivo, éste debe priorizar el aspecto científico… Bien, ahora Francisco, ¿acepta?

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      Robert Fitz Roy en uniforme de Vicealmirante, por Francis Lane.

      —¡Claro que sí! —respondió Moreno— Nunca imaginé que tuviera la suerte de que se me encomendara una empresa que tuviera tantos deseos de cumplir.

      —Bien. Entonces antes de que se vaya hagamos un repaso: usted deberá organizar una expedición que no sólo llegue hasta las nacientes del río Santa Cruz sino que deberá explorar toda la zona cordillerana. Debe nombrar montañas, lagos, ríos… todo lo que encuentre, quiero muchas descripciones. Otra tarea es la de buscar, encontrar y traer fósiles, pieles de animales, si son desconocidos mejor, encontrar pinturas indígenas en rocas, tomar contacto con los indios de la zona, etc. y finalmente involucrar a Darwin en los resultados de la expedición.

      Elizalde miró el reloj, tomó un poco de agua del vaso y de repente exclamó: —¡Me olvidaba! También debe encontrar el hito que Feilberg dice haber dejado en la naciente misma del río. Nos sirve para “certificar” la llegada de Feilberg a la zona y demostrar que hace varios años que la exploramos.

      —¿Cómo era el hito? —preguntó Moreno.

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      Charles Darwin en su vejez.

      —Un bote dado vuelta, un remo clavado en el suelo con una bandera argentina. —respondió Elizalde

      —Qué mala manera de hacer un hito que perdure en el tiempo, dudo que haya soportado los vientos de la zona.

      —Por supuesto que no. La primera tormenta debe haber llevado al bote, los remos y la bandera al medio de la estepa. —Y susurró —Si es que alguna vez estuvieron allí.

      Elizalde se levantó dando a entender que la entrevista había terminado, Moreno se dirigió a buscar su sombrero. Ya en la puerta Moreno se dio vuelta y le dijo:

      —Doctor, ¿Qué pasa si no encuentro el hito de Feilberg?

      Elizalde lo miró con cara sorprendida —Muy fácil, si usted no encuentra el hito… lo encuentra igual.

      Ante la cara de desconcierto de un Moreno que parecía no entender, agregó —Yo tengo en un cajón de mi escritorio una bandera argentina deshilachada por el viento que nos puede servir muy bien; buenas tardes amigo. Se dieron la mano y se cerró la puerta.

      Moreno caminaba muy pensativo por la calle rumbo a la casa de John Coghlan. Le acababan de ofrecer un viaje que podría cambiar su vida. Algo así le había pasado, hacía casi cincuenta años, a Charles Darwin. Él había devorado varios trabajos del naturalista inglés. Había leído minuciosamente el libro que Darwin escribió sobre el viaje que hizo en el Beagle, al mando del capitán Fitz Roy. En esa publicación se destacaban los dos años que pasó en territorio argentino, y leyó varias veces la parte en que relata cómo la expedición inglesa remontó el río Santa Cruz durante tres semanas sin lograr llegar a sus nacientes. Ese relato fue uno de los que lo impulsaron, cuando adolescente, a inclinarse hacia la exploración del territorio argentino como así también a la colección y clasificación de fósiles y animales. Si a él le gustaba decir que era un “naturalista” era porque había conocido esa palabra leyendo la obra de Charles Darwin y había aprendido todo lo que ella significaba.

      Por otro lado también había leído la obra de Darwin que revolucionó al mundo, “El origen de las

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