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de ansiedad como fobia social, fobias simples, trastornos de ansiedad generalizada y crisis de pánico.

      Las crisis de angustia -o, según la nomenclatura norteamericana, los ataques de pánico- se caracterizan por una súbita descarga neurovegetativa con una intensa vivencia de muerte, que dura entre 15 y 30 minutos. La persona se siente repentinamente muy angustiada, con sensación de terror, y piensa que ocurrirá alguna catástrofe de manera inminente. En principio, y para ser diagnosticada como tal, debe ocurrir espontáneamente, es decir, sin un motivo externo concordante; no obstante, en el devenir clínico posterior, se suelen asociar a circunstancias fóbicas.

      Durante el corto período que dura, las personas reportan síntomas tales como taquicardia, dolor en el pecho, respiración rápida y corta, sensación de ahogo, de inestabilidad, de irrealidad. También se pueden presentar oleadas de calor y frío, transpiración profusa y miedo de morir o perder la razón.

      Las personas que presentan crisis de angustia las pueden vivenciar de dos maneras. Una de ellas es una sensación de abandono y desprotección en un mundo amenazante y peligroso, en donde la persona se siente vulnerable y débil, pues considera que no puede controlar la situación; piensa que se desmayará, perderá el conocimiento o se morirá. La otra manera, es aquella en la que la persona se siente aprisionada, como si no pudiera liberarse físicamente de algo que la "asfixia y aprieta"; aquí, la persona siente presión en la región toráxica; le cuesta respirar, siente el pecho apretado y presenta taquicardia. Estas dos formas pueden alternarse en una misma persona.

      Cuando se presentan por lo menos tres ataques de pánico en un período de tres semanas, sin que haya esfuerzos físicos intensos o situaciones reales de amenaza para la vida, se estima que el problema debe ser tratado clínicamente, pues estamos en presencia de una crisis de angustia. Este cuadro debe ser derivado rápidamente a un psiquiatra, porque se requerirá tratamiento farmacológico.

       Sofía, una preadolescente de 13 años que sufrió varias crisis de angustia en el último mes, ya no quiere ir más al mall ni al supermercado, porque cada vez que va, teme que le va a ocurrir lo "de siempre": se va a empezar a sentir mal, le va a faltar la respiración, las manos le empezarán a sudar y se sentirá ahogada y desesperada, con ganas de escapar. Su mamá se queja de que ya no pueden salir para compartir en familia, pues cada vez que proponen ir a un lugar social -por ejemplo, a un restaurante- Sofía hace todo lo posible para evitar.

      Una de las complicaciones más habituales de las crisis de angustia es el desarrollo de un miedo anticipado: la persona teme perder el control durante esos ataques. Y como no sabe en qué momento surgirán, evita quedarse sola o salir a lugares públicos, pudiendo desarrollar una agorafobia o, en el caso de los niños, una fobia escolar.

       María Ignacia,una joven universitaria de 19 años,hizo una crisis de angustia durante su segunda experiencia con marihuana. En las semanas siguientes volvió a hacer una sin presencia de droga y decidió ir al psiquiatra. Los medicamentos bajaron la ansiedad, pero el temor que aprendió a tener a una posible crisis la llevó a dos años en los que evitó salir lejos de su casa sin la compañía de algún familiar.

      Otra manera de vivenciar la ansiedad excesiva y desbordante es el trastorno de ansiedad generalizada. En él, la angustia se vive de un modo permanente y referido a muchos estímulos. La ansiedad ya no se configura como un miedo específico a un estímulo concreto y tangible, sino como una "ansiedad flotante" que acompaña e interfiere en el quehacer cotidiano del individuo.

      Los síntomas fundamentales son derivados de la tensión motora y de la hiperactividad autonómica. Dolores de cabeza, palpitaciones, diarreas y suspiros suelen acompañar este cuadro, síntomas que estimulan la consulta médica. La persona vive en un permanente estado de preocupación, referido a muchos aspectos de su vida y de las personas que le rodean. Este estado de permanente preocupación supera los intentos de control por parte de quien los padece; si desaparece la causa que supuestamente genera la preocupación constante, inmediatamente se orienta hacia una nueva "causa" (Oberhofer, 2005).

      Para diagnosticar este trastorno, los síntomas deben haber estado presentes al menos durante seis meses. A diferencia de las crisis de angustia, éstas no se suelen acompañar de fobias ni existen antecedentes familiares que permitan predecir su aparición.

      Este trastorno se refiere a la aparición de síntomas ansiosos luego de un acontecimiento traumático, definido como un evento que incluye una amenaza a la integridad física de uno mismo o de otros; por ejemplo, un accidente automovilístico traumático, abuso sexual, desastres naturales, guerra, etc. Aparece de una manera intensa e involucra miedo intenso, terror, desesperanza, comportamiento desorganizado o conducta agitada. Estos síntomas interfieren significativamente en la vida de las personas (Kronenberger & Meyer, 2001). A veces el acontecimiento traumático ha ocurrido a familiares cercanos y la persona, sin haber estado presente, desarrolla los síntomas.

      Si los síntomas tienen una duración corta (un día a cuatro semanas) y si surgen durante el mes que sigue al acontecimiento, estamos en presencia de un trastorno por estrés agudo. De lo contrario, si los síntomas y la alteración tienen una duración superior al mes y se presentan en distintos momentos a lo largo de la vida de las personas (incluso pueden aparecer después de años de haber ocurrido el suceso) hablamos de un trastorno por estrés postraumático.

      En ambos casos, la persona reexperimenta imaginariamente una y otra vez el suceso traumático, ya sea en sueños o en recuerdos intrusivos, vivenciándolo intensamente, como si volviera a ocurrir. Su relato suele ser una descripción física de los hechos, puesto que le resulta difícil contactarse con sus emociones internas. La persona realiza conductas evitativas, tales como tratar de no tener ciertos pensamientos, no realizar ciertas actividades o encontrarse con personas relacionadas con la experiencia. Suele haber también agitación fisiológica con síntomas que incluyen dificultades de concentración, atención y sueño, junto a una irritabilidad considerable y vivencias de despersonalización (sensación de extrañeza hacia uno mismo) e hipervigilancia. Estos síntomas son similares en niños y adultos, pero los niños suelen presentar más síntomas de tipo conductual (Kronenberger & Meyer, 2001).

      En términos generales, se estima que el 10% de la población sufre a lo largo de la vida algún trastorno de ansiedad. De hecho, durante la infancia y adolescencia, los trastornos más frecuentes son los de ansiedad, con una prevalencia media de 10.4% (Ihle & Esser, 2002). Estos trastornos suelen ser más comunes en mujeres que en hombres (Nutt & Ballenger, 2003).

      A lo largo de su desarrollo, los niños presentan distintos tipos de miedos y síntomas ansiosos. Durante la infancia el trastorno de ansiedad por separación se presenta con mayor frecuencia, con una prevalencia del 3-5%, que declina a 2% en la adolescencia (Anderson, 1994; Kronenberger & Meyer, 2001). La edad promedio de aparición de este trastorno es entre los 5 y 9 años.

      Si bien en la primera infancia suelen predominar los síntomas de ansiedad de separación, entre los 10 y 13 años son más recurrentes los miedos relativos a la muerte y los peligros. En la adolescencia (14-17 años), por su parte, son más comunes las manifestaciones de ansiedad frente a situaciones sociales, al fracaso personal y a las críticas (Weems & Costa, 2005).

      Las fobias específicas tienen una prevalencia que oscila entre el 1 y 5%, y su edad de aparición suele ser entre los 4 y 12 años, siendo más frecuente en las niñas (Anderson, 1994). En muchos niños, los síntomas remiten o declinan de manera espontánea con la edad. No obstante, algunos niños persisten con sus fobias, las que pueden desarrollarse o coexistir con un trastorno de ansiedad generalizada (Kronenberger & Meyer, 2001).

      La prevalencia de la fobia social es del 1-3%, y la edad típica de aparición suele ser entre los 12 y 15 años. En este caso,

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