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eran verdaderas imágenes de devoción ante las que se podía rezar, sino que daba «gana de rezar» delante de ellas; tales eran sus cualidades conmovedoras[137]. Muchos pintores tenidos por valientes, y en realidad descuidados para Sigüenza –caso de El Greco–, por no atender a este aspecto habían fracasado en su empeño, ya que «los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar en ellos, antes pongan devoción, pues el principal efecto y fin de su pintura ha de ser ésta»[138]; las vírgenes que acompañaban al Martirio de santa Úrsula de Luca Cambiaso, quitaban resueltamente «la gana de rezar en ellas» por su mala compostura, poco ornato y falta de decoro[139]; y ni siquiera alguien tan prudente como su admirado Tiziano quedaba libre de culpa, y así la copia de su Martirio de san Pedro Mártir quitaba «la gana de rezar» por lo indecoroso de las actitudes presuntamente huidizas del santo y su acompañante, «y así dijo uno de los prudentes y doctos predicadores de nuestros tiempos, que si S. Pedro Mártir había muerto de aquella manera, que no había muerto como santo»[140]. Aquel predicador anónimo, a quien Sigüenza debió de acompañar en una visita por el monasterio, fue el dominico jerezano fray Agustín Salucio († 1601), amigo de Fernando de Herrera, discípulo de fray Luis de Granada y aficionado a la numismática y a la pintura, como veremos después recordará Pacheco. En unos Avisos para los predicadores del Santo Evangelio que dejó manuscritos al final de su vida, expresaba con total claridad, antecediendo a Sigüenza y como fuente suya, que el propósito de la pintura religiosa era imbuir devocionalmente al fiel, y para ello las leyes del decoro eran de obligado cumplimiento:

      El arte de predicar se parece al arte de pintar […] Cosa es ésta no muy fácil para quien quiera. Importa, para saber bien hacer[la], la noticia de los autores seglares, que en esto pusieron gran cuidado. Corren en esto los predicadores el mismo riesgo que los que pintan. Porque unos, porque no saben más, piensan que para guardar el decoro de las personas que pintan, las han de pintar sin aire, sin espíritu, sin vida; otros que, de muy artistas, hacen de los santos vestiglos [= monstruos fantásticos horribles] o grimacos[141]. Una cosa es pintar a Hércules matando a Anteo; otra, a Caín quitando a su hermano la vida; otra, a San Pedro Mártir caído a los pies de quien, sin resistencia, de parte suya, lo mataba.

      En la sacristía de San Lorenzo el Real vi una pintura del martirio de este santo y dije al que me la mostraba: «Si de esta manera murió San Pedro, no fue mártir, porque los mártires no se ponen en defensa»[142].

      Quizá Tiziano no hubiera dado gusto con este cuadro a los predicadores postridentinos, pero es bien seguro que los pintores españoles del momento sabían perfectamente cuánto estaba en juego con la clientela eclesiástica y conocían qué recursos emplear para atender a sus necesidades pastorales. Si fuera necesario podían incluso justificarse ciertas licencias –que no fueran deshonestas o indevotas– con vistas al movere. Carducho entendía que, mientras el hecho sustancial y misterioso (= el dogma, la materia del discurso pictórico) no se mudara, cambiar las circunstancias y accidentes estaba permitido, dentro de los límites dictados por la prudencia y las autoridades. Estas alteraciones podían realizarse para alcanzar mejor el fin pretendido, que era «mover la devocion, reverencia, respeto, y piedad». Todo ello según las reglas del decoro, consistente en «hablar a cada uno en lenguaje de su tierra, y de su tiempo […] para que venga a conseguir el fin catolico y decente que se pretende, como lo hazen los Predicadores […] adornando y vistiendo el suceso de la historia con palabras y frases elegantes, propias y conocidas, y con ejemplos graves»[143]. Si Carducho tenía muy claras las nociones de decoro y gravedad, Pacheco dedicaría muchas páginas de su Arte a desarrollar ambos conceptos. Ya Curtius advirtió que, con las citas relativas a Cicerón y a Horacio que Pacheco utilizó al hablar del decoro, el de Sanlúcar se imbricaba en la tendencia, iniciada en el siglo XV, de fundar el sistema didáctico de la teoría del arte sobre los cimientos de la retórica y de la poética[144]. Sus fuentes fueron sobre todo Sigüenza –de quien tomó, por ejemplo, el elogio antedicho sobre la eficacia «decorosa» de Navarrete[145]–y doce capítulos extractados del Discurso de Paleotti.

      El sacrificio de Ifigenia, canon artístico de decoro

      El decoro, un concepto nebuloso y difícil de explicar –aún hoy lo es para la historiografía del arte[146]–, a veces necesitó de apoyar su definición a través de ejemplos, por mor de la claridad expositiva. De entre ellos, el paradigma lo constituye la historia clásica del sacrificio de Ifigenia[147]. Timante de Citnos, el pintor griego del siglo IV a.C., pintó un Sacrificio de Ifigenia, la más celebrada e ingeniosa de entre sus obras, que Cicerón describió en El orador como prototipo del decorum y la necesaria adecuación del discurso a las causas:

      [Si] aquel famoso pintor […] ha visto, en el sacrificio de Ifigenia, mientras que Calcas está triste, Ulises aún más triste y Menelao acongojado, que tenía que representar la cabeza de Agamenón tapada, ya que era imposible reproducir con el pincel su profundo dolor […] ¿qué hemos de pensar que debe hacer el orador? Si esto es, pues, tan importante, el orador ha de ver qué debe hacer en las causas y en cada uno, por así decir, de sus miembros; de todas formas, esto es evidente: que no sólo las partes de un discurso, sino los discursos en su conjunto han de ser tratados unos de una forma y otros de otra[148].

      Con razón Plinio afirmaba que este cuadro era «muy alabado por los oradores». También el historiador nos ofrece algún detalle más del aspecto general de la pintura, que figuraba a «Ifigenia de pie, esperando la muerte junto al altar; pues habiendo pintado a todos tristes, y sobre todo a su tío [Menelao], y habiendo plasmado a la perfección la viva imagen de la tristeza, cubrió el rostro del propio padre, porque no era capaz de expresar sus rasgos convenientemente [quem digne non poterat ostendere]»[149]. Este engarce del aptum con la dignitas, inmediatamente retomado por Quintiliano, será uno de los argumentos principales de la teoría contrarreformista del decoro.

      Quintiliano, en efecto, ofrece la más completa y analítica de las versiones latinas del pasaje. Gracias a él sabemos que el Sacrificio de Ifigenia de Timante fue producto de una competición del de Citnos con un discípulo de Fidias, Colotes de Teos, a quien venció. Basándose en Plinio y en Duris de Samos a través de Antígono de Cáristo, el rétor veía en Timante un estupendo modelo de aquello que convenía quedase oculto en el discurso porque no debía manifestarse o no podía expresarse como merecía:

      Pues tras haber pintado en el sacrificio de Ifigenia a Calcante triste, todavía más triste a Ulises, había dado a Menelao una expresión de dolor tan grande como sólo su arte era capaz de hacerlo: agotados todos los registros del sentimiento y no hallando de qué modo podía dignamente representar el semblante del padre [Agamenón] cubrió con un velo su cabeza y dejó a la emoción de cada uno apreciar el dolor oculto[150].

      El rostro velado de Agamenón dejaba a la imaginación del espectador más de lo que podía verse en la pintura. Alberti, a partir de la opinión de Quintiliano sobre «la emoción de cada uno», dedujo que la empatía, la capacidad conmovedora de la obra, era así de efectiva gracias a la participación del público al «completar» mentalmente la figura del padre de Ifigenia. Dado que el objeto de esta pintura «elevada» era el movere, y tal fin lo cumplía con creces, quedó fijada para la teoría artística posterior como arquetipo decoroso en lo alusivo a la relación de las figuras entre sí y respecto al observador[151]. Un reflejo nítido lo ofrece Guevara: «Todas las imágenes que en la Pintura nos esconden el rostro, parece, como toda la cara no se parezca, que la prometen mas verdaderamente que la muestran»[152].

      La

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