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Auctor ad Herennium denominó «estilos» a los tria genera dicendi aristotélicos. Al judicial lo llamó «elevado» (graue o grandis), al deliberativo «simple» (tenue o subtilis) y al demostrativo «medio» (mediocre o medium). Con esta aparente gradación, el anónimo rétor no pretendía tomar ninguna posición a favor de alguno de los tres estilos; simplemente, el orador debía variarlos en su discurso para evitar saciar al espectador, pues cada uno de ellos tenía un uso preciso y una construcción gramatical diferente. El estilo elevado consistía en una ordenación de pensamientos nobles y graves, «como los que se usan en la amplificación o en la apelación a la misericordia»; el simple se expresaba con desnuda corrección e inteligibilidad, especialmente apropiadas para la narración; el medio, por último, se caracterizaba por oposición a los otros dos estilos, empleando palabras menos hiperbólicas que el estilo grande, pero sin rebajar el tono hasta la inmediatez del simple[96]. Así pues, igual que la triple distinción genérica suponía un intento de someter la infinita variedad de la materia retórica y su público, la triple distinción de los estilos aspiraba a reformular la infinita variedad de tipos elocutivos[97].

      Cicerón tampoco recomendaba ningún estilo determinado, sino el adecuado en cada ocasión. El orador perfecto era el que sabía mezclar los tres estilos, y la mejor elocuencia resultaba de emplear cada uno de los genera causarum según el momento, algo muy difícil de llevar a cabo[98]. Aunque nada sugiere que Cicerón tuviera un conocimiento particularmente profundo u original de las artes o un gran aprecio o sensibilidad por éstas, puede hablarse de una estética personal basada en el decoro y la utilitas[99]. Cicerón fue más un «hombre de gusto» –lo que sería un «mirador» o «aficionado» en la España altomoderna– que alguien competente en filosofía del arte. El valor de la utilidad se advierte en el sentido que depositó en su colección de esculturas de su villa en Túsculo, que desde luego eran más que una serie de ornamentos: servían a un propósito, y éste era enaltecer social y políticamente a su dueño. Al mismo tiempo resultaban apropiadas («decorosas») para el lugar en el que estaban expuestas[100].

      En la oratoria ciceroniana, la varietas del discurso es la causa de la existencia de los estilos, y el estilo mismo depende de los deberes del orador u officia oratoris[101]. Cicerón dio, en efecto, un paso más que la Retórica a Herenio estableciendo una correspondencia directa entre los tres estilos (simple, medio y elevado) y las tres funciones del rétor: «probar que es verdad lo que defendemos (docere), conciliarnos la simpatía de nuestro auditorio (delectare) y ser capaces de llevarlos a cualquier estado de ánimo que la causa pueda exigir (movere)»[102]. Informar, deleitar y conmover constituyen la llamada «tríada afectiva», el concepto central de la teoría retórica del Arpinate, que, a su vez, bebe de los géneros aristotélicos[103]. La asociación se resume nuevamente en El orador:

      Será, pues, elocuente […] aquel que en las causas […] habla de forma que pruebe, agrade y convenza: probar, en aras de la necesidad; agradar, en aras de la belleza; y convencer, en aras de la victoria […] Pero, a cada una de estas funciones del orador corresponde un tipo de estilo: preciso a la hora de probar; mediano a la hora de deleitar; vehemente a la hora de convencer...[104]

      El estilo simple incumbe al docere; el medio sirve para delectare (o conciliare), y el sublime y enérgico (vehemens) para movere (o persuadere). Por supuesto, la triplex varietas ciceroniana no sólo servía de cauce para entender los discursos de Cicerón, sino también para imitarlos. Igualmente se pensaba que los estilos no podían entenderse a menos que se conocieran bien todas las demás partes de la retórica: la adopción de un estilo determinado implicaba un conocimiento completo del arte[105].

      El concepto retórico de «estilo» justifica la adaptación formal de un artista a distintos modos de expresión, dependiendo del tema a abordar[106]. El estilo simple o tenue, que aquí vinculamos a la pintura de historia, es narrativo, se basa en el lenguaje normal y parece dotado de gran verosimilitud, aunque está más cercano a la artificiosidad de lo que aparenta. Es un estilo ático, elegante y preciso, gustoso de usar sentencias agudas y moralizantes. El estilo medio o moderado, propio de los sofistas –o de los oradores/aduladores profesionales–, es descriptivo y usa de las metáforas y tropos para buscar la placidez, a veces acumulándolos en alegorías o ensanchándolos hasta la hipérbole: un vicio que conviene evitar, como sucede con la pintura de retratos. El discurso emocional o patético connota al estilo amplio o dilatado. De este estilo son característicos tropos audaces como las amplificaciones, las figuras de pensamiento más enérgicas (imágenes, hypotyposis) y una pronunciación ardiente y arrebatada, conmovedora como sólo puede ser la pintura devocional[107]. Los estilos estaban, pues, organizados de manera creciente según su potencial emotivo: por eso hoy, como entonces, afecta menos al espectador una «fría» pintura de historia que un buen retrato o una eficaz imagen piadosa.

      Si algo ofrecía la tríada afectiva de la ligazón entre estilos y funciones retóricas era una sorprendente adaptabilidad al campo de las artes[108]. Vitruvio, para quien el decoro constituía un principio esencial que vinculaba la adecuada forma de un edificio con su función y emplazamiento, y su ornamentación con dicha forma general, fue el primero (en el Renacimiento lo harían Alberti[109] y Lomazzo[110]) que aprovechó el modelo ciceroniano para explicar los órdenes arquitectónicos: el dórico, el más severo y desornamentado de los tres órdenes griegos, servía para dioses como Minerva, Marte o Hércules; el corintio, el más adornado y florido, para Venus, Flora o Proserpina; el jónico, el estilo mediano por antonomasia, para Juno, Diana o Baco[111]. En cuanto a la pintura y la escultura, las primeras analogías en esta línea, también del siglo I a.C., corresponden a Dionisio de Halicarnaso[112]. En dos fragmentos de sus escritos sobre retórica ilustraba una jerarquía de los tres estilos en otros tantos oradores áticos, representados por Isócrates (elevado), Iseo (medio) y Lisias (simple). Según Dionisio, Isócrates utilizaba un estilo «más grandilocuente y más digno» que Lisias:

      Es admirable y grandioso el nivel de los recursos empleados por Isócrates, más propio de la naturaleza de los héroes que de los hombres. Me parece que no sería un disparate si alguien comparara la oratoria de Isócrates con el arte de Policleto y Fidias por su solemnidad, suma maestría y dignidad, y la de Lisias, por su delicadeza y gracia, con el arte de Cálamis y Calímaco[113].

      Para discernir entre los estilos adyacentes de Lisias e Iseo no podía emplear una oposición tan categórica y, a fin de que la diferencia entre ambos oradores fuera más palpable, decidió utilizar otro ejemplo tomado de las artes visuales:

      Hay pinturas antiguas hechas con colores simples, sin mezclas de ningún tipo, con los dibujos bien perfilados y rebosantes de gracia. Junto a ellas hay otras peor pintadas, aunque su acabado es más preciosista, con muchos efectos de luces y sombras y que basan su atractivo en la cantidad de recursos empleados. Lisias se parece a las más antiguas por su simplicidad y gracia e Iseo a las más elaboradas y artificiosas[114].

      Todos los preceptistas de retórica estaban de acuerdo en que el estilo elevado o sublime producía un efecto sobre la audiencia que más que persuadir «transportaba», que era irresistible para cualquier oyente y que resultaba apropiado para temas grandiosos y trágicos, expuestos con pasión vehemente, nobleza de expresión y composición digna[115]. Durante la Edad

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