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a la retórica en los tratados de arte pasaron a ser explícitas y la oratoria clásica, estudiada e imitada por los humanistas, se convirtió en modelo para las artes visuales[76]. La tratadística renacentista del arte aplicó a la pintura las normas de la retórica relativas al movere, desde las teorías del decoro hasta el tópico del «pintor como orador», señal clara de la importancia del paradigma retórico. Gracias a estos fundamentos, imprescindibles antes de seguir adelante, podremos estar en condiciones de reconocer las deudas –no necesariamente serviles– o las respuestas –no necesariamente descaminadas– de los tratadistas españoles a sus mediadores italianos[77].

      Ars. Los niveles del decorum

      Hipotaxis o coherencia interna

      La invención retórica se centra en el campo de los contenidos (res), mientras que, casi de manera autónoma, la elocución trata de las palabras (verba) como instrumento para la explicación de dichos contenidos. Inventio y elocutio, dos realidades «estáticas», son dinamizadas gracias a la dispositio, que les da vida en una oración unitaria. La disposición no sólo conlleva la colocación de las cosas en su lugar, sino principalmente una adaptación contextualizada de los temas y las formas a las exigencias del auditorio. Para ello debe partirse de una coherencia interna del discurso, comparable a la que presenta un organismo vivo o zoon. Esta unidad orgánica deriva de la correlación entre tamaño y orden que presentan los seres en la naturaleza. Según dicho planteamiento, de origen aristotélico, lo bello, sea «un animal» o «cualquier cosa compuesta de partes, no sólo debe tener orden en éstas, sino también una magnitud que no puede ser cualquiera; pues la belleza consiste en magnitud y orden»[78]. Y la fábula, como la tragedia, ha de estructurarse «en torno a una sola acción entera y completa, que tenga principio, partes intermedias y fin, para que, como un ser vivo único y entero, produzca el placer que le es propio»[79].

      La construcción de las frases en un discurso retórico convenientemente ajustado a la teoría del decoro requiere que cada una de las partes de dichas frases quede subordinada a una unidad superior de significado general. Esta subordinación, que recibe el nombre de hipotaxis[80], fue teorizada ampliamente por Cicerón, en particular en las distintas ocasiones en que trató acerca del exordio, a menudo estableciendo comparaciones de tipo orgánico. Uno de los defectos más evidentes del exordio o inicio del discurso –aquel que dispone favorablemente el ánimo del oyente para escuchar el resto de la exposición– era la falta de propiedad. Tal sucedía cuando no surgía de las circunstancias del caso ni estaba unido al resto del discurso «como los miembros del cuerpo con él»[81]; el comienzo se ligaría, pues, a lo demás de modo que pareciese «un miembro integrado con el resto del organismo»[82]. En otros lugares, Cicerón postulaba el uso de palabras para conectar las partes discursivas «a modo de articulaciones»[83] o encadenamientos[84]. Si volvemos nuestra atención a la forma y figura del hombre o incluso de los demás seres vivos, comprobaremos, según el Arpinate, «que ninguna parte de su cuerpo está modelada sin que haya alguna necesidad y que su forma, en conjunto, está acabada como por designio artístico, no por casualidad»[85].

      A lo largo del Libro II del De pictura, Alberti desarrolló la idea ciceroniana de la hipotaxis o coherencia interna aplicada de forma pionera a la pintura, empleando términos como accommodare y correspondere para explicar la adecuación proporcionada de las partes del cuadro entre sí y de éstas con el conjunto, cumpliendo cada una con su función conforme a la acción a realizar. Para lograr esa unidad, no había camino mejor que la observación larga y diligente de lo real, a fin de imitar el modo en que la naturaleza, «admirable artífice de las cosas, ha compuesto las superficies con hermosísimos miembros»[86]. La composición de éstos debía procurar que convinieran entre sí perfectamente, lo cual ocurría «cuando en tamaño, función, aspecto, color y otras cosas semejantes corresponden en gracia y belleza»[87].

      El nivel básico de la teoría del decoro en la dispositio retórica y en la preceptiva artística radica, por consiguiente, en la armonía de las partes entre sí y de éstas con el todo. En un segundo y tercer nivel, el decorum persigue ajustar la elocutio a las ideas (el significante al significado, o la forma plástica al tema, en el caso de la pintura) y la pronunciación (o ejecución artística) al público[88], respectivamente. «Todo debe adaptarse a la naturaleza de las personas, los lugares, el tiempo y la situación, pues como dice el proverbio griego, “no todo conviene del mismo modo a todos”», según Gaurico. Ornamentos y motivos habrían de ajustarse, por tanto, al tema y a las circunstancias del espectador[89]. Como veremos, el segundo nivel explica la correlación de los géneros pictóricos con los tres «oficios» u obligaciones del orador, mientras el tercero afecta al fin principal de la pintura en el Siglo de Oro, que coincide con el más importante de los officia: la persuasión o el movere[90].

      Ajustes entre res y verba. La adecuación de la elocutio a la materia del discurso

      Los genera dicendi y los géneros pictóricos

      El decorum o aptum (gr. prepon) constituye una de las nociones centrales de la retórica de Platón y Aristóteles y de la preceptiva oratoria –y, por ende, de la teoría artística– en general, y por ello merece una explicación detenida. El concepto, como se ha visto, implica la armónica concordancia de todos los elementos del discurso, tanto de las partes integrantes de la expresión lingüística (gr. lexis) consigo mismas (prepon interno, hipotaxis o primer nivel del decoro) como de la propia expresión respecto a las exigencias temáticas y circunstancias sociales de la alocución (prepon externo, correspondiente a los sobredichos niveles segundo y tercero). Aunque la exposición de este principio es muchas veces tenida por aristotélica, procede, en realidad, de imágenes ya elaboradas en el Gorgias[91]. Aristóteles retuvo de Platón dos ideas: la proporción y orden interno de los elementos que deben componer la expresión, y la finalidad conforme a las necesidades de la obra. Para el filósofo, la lexis era adecuada siempre que expresase las pasiones (pathos) y los caracteres (ethos) y guardara analogía (i. e., proporcionalidad) con la forma y los hechos establecidos[92]. Esta adaptación o propiedad aseguraba la atención del público, lo cual a su vez garantizaba la consecución del objetivo deseado por el orador.

      Las relaciones entre res y verba, sometidas a las reglas del decoro y establecidas entre el emisor y el receptor a través del mensaje, definen los tres géneros de discursos retóricos: judicial, deliberativo y epidíctico[93]. Esta parte de la Retórica de Aristóteles es, sin duda, la más influyente y la que más ha vinculado su nombre a la historia de la elocuencia[94]. La reducción de todos los discursos a tres tipos se basa en las clases de temas y de oyentes, y creemos que, por deducción y atendiendo a pruebas subsiguientes, puede ponerse en paralelo explícito con los tres géneros pictóricos principales[95]: el genus iudiciale o forense, la oratoria de los tribunales, en los que acusamos –por ejemplo, impugnando las herejías– o llevamos hacia la indignación, o bien defendemos –a los correligionarios– o movemos los ánimos a la misericordia, suavizando las pasiones, tiene un carácter ético que lo aproxima a la pintura religiosa; el genus deliberatiuum o suasorio, en el que persuadimos o disuadimos en asambleas sobre acontecimientos que pueden ser reales –como la cronística– o no –como la mitología–, tiene un carácter político afín a la pintura de historia; el genus demonstratiuum u ostensivo, donde

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