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Greco, pintor, escultor y retablero, comentarista de Vitruvio y de Vasari y autor él mismo de un tratado vitruviano en cinco volúmenes más uno de trazas, dedicado a Felipe III[230]. De otros artistas su cultura se conoce a partir de las amistades que frecuentaron (literatos, eruditos); su pericia a la hora de elaborar iconografías sofisticadas, propias o ajenas; su origen noble y, por supuesto, su capacidad para teorizar y escribir sobre pintura[231].

      El conocimiento de las letras humanas y divinas debía de permitir al doctus pictor familiarizarse con las historias a representar[232]. Algunos teóricos de corte más bien académico incluso propusieron modelos de bibliotecas «ideales» para los artistas[233], tanto en Italia (Armenini[234], Lomazzo[235]) como en España (Jáuregui[236], Carducho[237]). A menudo, cerca del doctus pictor descubrimos un eclesiástico que le ayuda con sus consejos, incluso en Italia. Para concluir la decoración de la capilla Paulina en el Vaticano, Vasari consultó al P. Vicenzo Borghini[238] –asimismo asesor de Zuccaro en el Juicio Final de Santa Maria del Fiore–, y el Domenichino, encargado de pintar las pechinas de San Carlo ai Catinari y de Sant’Andrea della Valle, en Roma, tuvo que recurrir a la ciencia teológica de monseñor Giovanni Battista Agucchi, consejero de los Carracci[239]. No obstante, los pintores del Renacimiento, al ilustrar las fábulas de los poetas o los temas históricos, nunca lo hicieron como eruditos fundamentalmente, ni se ocuparon de seguir con todo escrúpulo los textos a pesar de sus relaciones con los humanistas, sino que trataron el material literario con libertad e imaginación, adaptándolo a las posibilidades lingüísticas de su propio medio expresivo.

      Fueron numerosos los tratados renacentistas dedicados a formar individuos paradigmáticos de un oficio o grupo social determinado, ya fuera príncipe, capitán, médico o artista. El modelo a seguir era doble: de una parte, el «orador perfecto» de Cicerón y Quintiliano, por lo general filtrado por Castiglione; de otra, el arquitecto vitruviano, que convenía fuera «entendido en la geometria, y que […] aya visto muchas hystorias, y que aya oydo los philosophos con diligencia, y que […] conozca las respuestas de los letrados»[240]. Si El cortesano fue el modelo aristocrático por excelencia, Alberti pediría para el pintor el dominio de las artes liberales –en especial la geometría, una disciplina particularmente valorada por Quintiliano[241]– y su asociación con hombres cultos, todo ello a efectos de procurarle recursos estéticos y argumentales:

      Quiero que el pintor, tanto como le sea posible, sea docto en verdad en todas las artes liberales, pero deseo que tenga sobre todo un buen conocimiento de geometría. [...] Luego de esto, será que se deleiten con los poetas y retóricos. Pues éstos tienen muchos ornamentos comunes con el pintor. Y no poco le ayudarán a constituir perfectamente la composición de la historia los literatos abundantes en noticias de muchas cosas, cuya principal alabanza consiste en la invención. […] Así, aconsejo al pintor estudioso que se haga familiar y bienquerido para poetas, oradores y los otros doctos en letras…[242]

      Respecto a la tratadística española, en las Medidas del Romano (primera ed., 1526), el clérigo Diego de Sagredo defendía la nobleza de la pintura por practicarse con el espíritu y con el ingenio como hacían los retóricos, por requerir el dominio de dos de las artes liberales (geometría y aritmética) y porque «nos pone ante los ojos las hystorias y hazañas de los pasados»[243]. Gonzalo Fernández de Oviedo, que conoció en 1499 a Leonardo da Vinci, se hacía eco de las recomendaciones de este último en sus Batallas y Quinquágenas (ca. 1535-1552) respecto a que el pintor supiese «muy bien su arte y medidas […] y que, demás de ser un buen iumétrico, sea ombre bien leydo y amigo de sciencia por lo que pintare sea grato a los que entienden»[244]. Tales argumentos, basados en las afinidades de la pintura con las artes liberales y en su valor histórico, los repetirían Pedro Mexía[245] (1540) y Cristóbal de Villalón en El scholástico, un compendio pedagógico-literario dedicado a la educación del universitario ideal, para quien reclamaba su autor algunas nociones de pintura, «porque es arte de grandes juizios, y trae consigo grande erudiçión» y tiene la capacidad de perpetuar la memoria de los acontecimientos pasados:

      Hallaréis que la pintura tiene gran conveniençia con la poesía y oratoria, porque los vivos y naturales que había de representar el orador los muestra la pintura con el pinçel, y así dezía Simónides, poeta famoso, que la pintura era poesía sin lengua y que la poesía era la pintura hablada. La pintura […] es perpetua memoria de las cosas pasadas y en eternos tiempos presente historia de famosos hechos de varones antiguos, a los quales muertos los haze revivir. [...] No faltaron muchos sabios antiguos que, vista la grandeça del arte, juntamente con otras sciençias, con sumo estudio se preçiasen adornar désta. [...] Y Marco Tulio Çiçerón, varón de elegante doctrina, dize que pasó en Achaya y en Asia por aprender de grandes varones la cosmographía, astrología y pintura: y que tuvo muy espertos ojos en el pintar[246].

      Todas estas virtudes, repetimos, eran un puro trasunto «aminorado» de las que se presumían propias del arquitecto ideal –un oficio cuya dignidad no resultaba tan ardua de probar–; para demostrarlo no hay más que cotejar las epístolas dedicatorias de las versiones castellanas de los tratados arquitectónicos de la época. En 1552, el arquitecto y rejero Francisco de Villalpando tradujo al español el tratado de Sebastiano Serlio y lo dedicó a Felipe II, con un éxito tal que acarreó dos reimpresiones (1563 y 1574). En su introducción al «prudente y sabio lector», el traductor defendía la nobleza de las artes visuales. Con tono realista y sabedor de la profesión, su arquitecto perfecto –pese al dogma vitruviano– no tenía por qué «ser tan buen Gramatico como Aristarcho, ni tan buen musico como Aristogeno, ni pintor como Apeles, ni escultor como Miron o Policleto, ni medico como Ypocrates, ni astrologo como Tholomeo, ni arithmetico como Euclides», aunque le convenía participar de algo del conocimiento de estas ciencias. Por ejemplo, en lo alusivo a la pintura y la escultura, el arquitecto excelente de Villalpando tenía que saber lo suficiente como para poder pintar o hacer de bulto las historias sagradas y poéticas sin desconcierto ni disonancia ninguna[247]

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