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Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн.Название Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro
Год выпуска 0
isbn 9788446049739
Автор произведения Juan Luis González García
Жанр Документальная литература
Серия Estudios visuales
Издательство Bookwire
Esto supuesto, una de las cosas más importantes al buen pintor es la propiedad, conveniencia y decoro en las historias o figuras, atendiendo al tiempo, a la razón, al lugar, al efecto y afecto de las cosas que pinta, para que la pintura, con la verdad posible, represente con claridad lo que pretende[197].
Artifex. El pintor, docto en artes liberales y amigo de poetas y retóricos
El orador como sophos y conocedor del arte de la pintura
El rétor de la Antigüedad romana debía poder disertar sobre cualquier cosa que se le propusiera de una manera apropiada, elegante y copiosa[198]. Su capacidad de improvisación ante el auditorio dependía de la vastedad de su cultura, de modo que tenía que conocer la ciencia de la que hablaba –es decir, dominar el contenido del discurso–, aunque tal materia no fuera propia de su oficio[199]. Este conocimiento era un minimum exigible al orador ciceroniano[200]. Nadie que no se hubiera refinado «en esas artes que son dignas de un hombre libre» había de ser tenido por un retórico. Aunque no se hiciera uso expreso en la alocución de dicha competencia, se transparentaría si el orador era bisoño en el tema o lo dominaba, igual que «no es difícil colegir si quienes se dedican a la escultura saben pintar o no, aun cuando no hagan uso de la pintura»[201]. Sólo el adiestramiento continuado en las artes liberales podía afianzar el grado necesario de preparación[202].
Ante la opinión de que el orador tenía que ser un experto en todas las artes, y de que era su obligación hablar de todos los objetos, Quintiliano se daba por satisfecho con que el rétor conociera muy bien la materia de la que debía ocuparse en cada caso concreto. Como era imposible que tuviera conocimiento de todas las causas, pero al mismo tiempo debía ser capaz de hablar de cualquier asunto que se le encomendara, el orador estaba obligado a informarse perfectamente con anticipación al caso. Entretanto, aprendería «aquellas artes, de las que estará obligado a hablar, y hablará de las que hubiera aprendido»[203]. Para ello servía «la lectura de muchas obras, de las que se sacan ejemplos de la realidad en los historiadores y del arte de hablar en los oradores, así como conceptos de filósofos […] si queremos leer obras llenas de utilidad»[204]. Además de la poesía, la historia y la filosofía[205], el currículo del orador comprendería la música y la geometría[206].
Repárese en que, a pesar de lo colindante de estas disciplinas con las bellas artes, en ningún momento se pide para el orador una pericia mínima en pintura o escultura; ni siquiera se pretende que pueda estar capacitado para formular juicios estéticos. Hay que tener en cuenta que, a diferencia de lo que sucedía en el mundo griego, en la sociedad y en la política romanas se consideraba inapropiado exhibir demasiado interés en el arte, una actividad frívola y secundaria en comparación con la política o la vida militar. Una cosa era la arquitectura –seria y funcional, una mezcla perfecta de utilitas y decorum– y otra las artes visuales, que se veían como un oficio mecánico de origen helénico y cuyos admiradores (al menos en público) eran tachados de diletantes, lo cual disuadía a los rétores a mostrarse demasiado entendidos en el tema[207]. En el mejor de los casos, la pintura disfrutó de un favor superior a la escultura entre los romanos, ya que ésta siempre fue considerada un arte griego y, por tanto, extranjero, mientras que la escultura la practicaron los propios romanos. Por esta razón, la mayor parte de las opiniones artísticas de Cicerón y Quintiliano aluden preferentemente a la pintura y demuestran incluso un singular conocimiento de su técnica.
A pesar de que los oradores contaban entre sus ejercicios formativos con la descripción de obras de arte y aun siendo las analogías con las artes visuales comunes en la crítica literaria (es sumamente significativo que los pasajes referidos a la pintura y a la escultura en la obra de Cicerón aparezcan casi exclusivamente en sus escritos de retórica)[208], la inclusión de las artes plásticas como parte de los conocimientos estimables del orador fue un fenómeno tardío en la preceptiva retórica altomoderna. Hay que esperar al último tercio del siglo XVI para encontrar alguna disposición en esta línea dentro de los tratados españoles de oratoria, en una coincidencia nada casual con las afinidades que los teóricos contrarreformistas del arte querían por entonces ver entre el pintor de temas religiosos y el predicador. El Manual sobre ambas invenciones, la oratoria y la dialéctica, del zaragozano Juan Costa y Beltrán, publicado en Pamplona en 1570, fue uno de los primeros textos de retórica donde se cuestionaba la distribución tradicional de las artes liberales según los principios escolásticos derivados de la Antigüedad latina, y se reclamaba para la pintura un lugar entre ellas:
Los filósofos establecieron siete artes liberales, encuadradas, por así decir, bajo el trivio y el cuadrivio; bajo el trivio, las tres que se ocupan del discurso: Gramática, Dialéctica y Retórica; bajo el cuadrivio: las Matemáticas, que enseñan los números; la Geometría, que se ocupa de las medidas; la Astronomía, que regula la navegación; y la Música, que deleita los ánimos con la variedad de los sonidos. [...] Y habiendo destacado a todas éstas, ¿dejaré de hablar de la pintura, tan cultivada entre griegos y egipcios, que la consideraban casi divina y no dejaban de instruir en ella a los adolescentes de las familias nobles? Sin embargo, no son incluidas por los filósofos entre las artes liberales. Así pues, queda bien claro que las artes liberales son más de siete o que los filósofos se han equivocado al definirlas[209].
Sólo un año antes que el Manual de Costa, Benito Arias Montano dio a imprenta la primera edición de su Retórica. Compuesta entre 1546 y 1561, aproximadamente, contiene el más extenso y pulido alegato a favor de la liberalidad del arte que pueda hallarse en un tratado de oratoria profana del Renacimiento español. Arias Montano –que en su juventud recibió clases de dibujo y pintura y que actuó en los Países Bajos como agente de compras artísticas para sus amigos españoles[210]– plantea este elogio en dos secciones correlativas. En la primera aborda la utilidad de la competencia en temas de pintura para su orador ideal, todo ello de manera elíptica, sin citar expresamente el sujeto de su argumentación. En apenas unas frases sintetiza algunos de los intereses más señalados de la teoría pictórica del quinientos: el prestigio alcanzado en época clásica por este arte y su fama entre los oradores; su capacidad para emular la naturaleza, hasta el punto del ilusionismo; la aparición de nuevos géneros como el paisaje y el desnudo, o el valor del acabado:
También te aconsejaré el conocimiento de aquella parte del arte y del talento que antaño Grecia y Roma habían cubierto de alabanzas, entendiendo que estaba a la altura de las disciplinas atribuidas a las Musas. Es la que pinta y emula las figuras y las proporciones de la naturaleza; se atreve, por cierto, a engañar los sentidos que poseemos los mortales y ofrece a nuestros ojos hermosos espectáculos. Es la que pinta las selvas, los ríos de callado curso y las fuentes que hacen brotar