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decorum/dignitas para la oratoria es característico de preceptistas postridentinos como Arias Montano[178], fray Luis de Granada[179] o fray Diego Valadés, un mestizo franciscano nacido en Tlaxcala (México) y transferido a Italia que sacó a la luz en Perusa, en 1579, el que sería el primer libro publicado de un autor americano de nacimiento: la Retórica cristiana[180]. En el terreno de los paralelismos con la pintura, que son los que más nos incumben, disponemos de algunos testimonios de famosos predicadores de oficio. El dominico fray Juan de Segovia dedicó al duque del Infantado Cuatro libros sobre la predicación evangélica (Alcalá de Henares, 1573), una obra en la que llama la atención el conocimiento profuso de su autor de todo lo producido a nivel europeo en torno a los debates y conclusiones del Concilio de Trento. Por si fuera poco para demostrar su adscripción contrarreformista, baste decir que el P. Segovia redactó originalmente su tratado en castellano y que, temiendo que tan importante materia pudiese caer en manos de los «vulgares», se decidió a traducirlo al latín, justo al revés que los reformadores, a los que se oponía frontalmente[181]. Esta breve presentación nos permitirá comprender mejor el sentido del decorum y su interpretación ética dentro de la teoría del arte posconciliar. Segovia identificaba el decoro en la predicación con la belleza moral de la pintura honesta, con el delectare mediante lo agradable, lo suave o lo gracioso, aunque sin olvidar las otras dos funciones del predicador (enseñar y mover la voluntad):

      Y el pintor otorga la mayor belleza posible a la imagen que pinta para que los ojos del hombre, cautivados por su belleza, la miren más gustosamente. [...] Y así igualmente en otras cosas tanto naturales como artificiales aparece esparcido este decoro y belleza [obsérvese la agrupación de términos] para que todas ellas se hagan agradables y amables a los hombres. Por tanto, siendo esto así en las cosas humanas, no está fuera del fin y el propósito de predicar que los oyentes de la palabra divina exijan y deseen esto mismo en las cosas divinas; es decir, que el predicador, en las verdades que debe enseñar, inserte gracia y suavidad en el modo de hablar para que mueva a los oyentes a recibirlas de buen grado, y por el deleite que de allí reciben, recuperen la voluntad de pedir la ejecución de las mismas[182].

      Por supuesto, ello no quería decir que lo principal del decoro fuera el deleite visivo, sino la adecuación a la grave materia de la que trataba la oratoria sagrada y «à acomodarse à la capacidad de su oyente»[183], más que el atender a componentes pictóricos como la gracia o la valentía, y no digamos el descuido o la afectación. Paravicino, quizá contraviniendo sus gustos personales, así lo postulaba:

      No escuso de advertir por mayor cuanto deseo la puntualidad debida en las pinturas sagradas, aunque no cuadre a las atenciones del arte tanto. Porque como es, entre las demás excelencias suyas, tan fiel testigo, sino igual compañero de la tradición, más importa en ella la puntualidad que la gracia, y más que la valentía. [...] Pero no es bien que el descuido ni la afectación sean achaques de tan grande arte, y así, cuando tropiece en esto el pueblo de los pintores que hay harto de él, y debe de ser gran mortificación de los insignes. Ellos, a lo menos, no deben caer, sino tender a toda la propiedad y decoro [repárese una vez más en el significativo emparejamiento], que es cosa de que la iglesia mucho suele valerse[184].

      Fuera del ámbito estrictamente retórico, uno de los primeros tratadistas del arte en formular una definición del decorum después de Alberti fue Francisco de Holanda. Como sería habitual a lo largo de los siglos XVI y XVII, en vez de proponer una enunciación comprehensiva, volvió a tratar de explicar lo general a partir de lo particular:

      Pero, propriamente lo que yo llamo decoro en la Pintura, es que aquella figura o imagen que pintamos si ha de ser triste o agraviada que no tenga alrededor de sí jardines pintados, ni cazas, ni otras gracias y alegrías, sino antes que parezca que hasta las piedras y los árboles y los animales y los hombre sienten y ayudan más a su tristeza; y que no haya alguna cosa sensible ni insensible alrededor de la persona triste y agraviada, que no agrave y haga condoler más de ella a los ojos que la miran[185].

      Aunque con esta opinión acaso Holanda estaba siendo portavoz de las ideas miguelangelescas sobre el decoro, lo cierto es que Buonarroti ha pasado a la historia del arte como uno de los creadores más indecorosos de todos los tiempos. Estas críticas, que se harían muy comunes frente a la pintura manierista[186], tuvieron su inicio en los ataques oportunistas de Dolce[187] y sobre todo de Gilio[188] contra el Juicio Final de Miguel Ángel. Dentro del ámbito hispánico fue particularmente influyente un capítulo del Libro II del Discurso de Paleotti dedicado a las pinturas «ineptas e indecorosas» y a la definición del decorum/prepon a partir de Aristóteles y de El orador ciceroniano[189]. Un cuadro podía pecar de falta de decoro o caer en el abuso si resultaba directamente falso o inverosímil en algún aspecto o circunstancia de tiempo, lugar, modo o cualquier otro, o por ser desproporcionado o inepto (en el sentido de «necio»). El decoro no equivalía a la verosimilitud per se, quede claro, sino más bien a la dignidad en la representación de los personajes, de modo que sus acciones, vestimentas o afectos habían de adecuarse a su calidad, género o edad. Finalmente se apuntaban algunos ejemplos, todos pedagógicamente concretados en la Virgen María.

      El carácter sistemático y constante de la tensión patética como función primordial del arte religioso distinguió la teoría pictórica posterior a Trento de doctrinas anteriores relativas al decoro[190]. Si la imitación de la naturaleza había sido el fin último de la pintura para la preceptiva del siglo XV y del Alto Renacimiento, los tratadistas de la segunda mitad del quinientos y el Barroco hasta 1630-1650 atribuirán al pintor sacro las mismas funciones del predicador: docere, delectare y movere[191]. No era poca la emulación que tenía la pintura con la retórica, según confirmaba Gutiérrez de los Ríos al elucidar con gran facundia el problema del decoro:

      Porque si para ser perfectos los Oradores han de estar diestros y experimentados en el estilo del decir, grave, mediano, humilde, y mixto, correspondiendo siempre a la materia que se trata: de una manera en las cartas, de otra en las historias, de otra en los razonamientos, oraciones y sermones públicos: de una manera en las cosas de prudencia, de otra en las cosas de doctrina: Si deben asimismo demostrar todo género de afectos de ira, misericordia, temor, o amor, y pasarlos a los oyentes, para poder persuadir e inclinarlos a lo que se dice: también tiene necesidad de saber todas estas cosas el que ha de ser perfecto artífice en estas artes del dibujo, y las debe guardar con gran puntualidad, pintando a cada figura conforme a lo que representa, de varias maneras y modos: que rústica, que plebeya, que noble, grave, mediana, humilde, honesta, deshonesta, soberbia, airada, alegre, temerosa, atrevida: Dando a entender (si así se puede decir) todo lo que tienen encerrado en los ánimos, con varias y graciosas posturas, sombras, y colores, que son en estas artes, como en la Retórica. De donde no sin causa Quintiliano, para declarar la variedad de los géneros y formas del decir que han tenido los Oradores, declara primero (para que se entienda mejor) las varias y graciosas formas que en su estilo han tenido los escultores y pintores famosos[192].

      Adviértase que Gutiérrez de los Ríos aplica a la pintura, de pasada aunque con toda claridad, el significado que «estilo» tenía en la retórica, con el mismo sentido que lo utilizaría Carducho[193]. Las tres funciones del arte pictórico, según este último, también eran «enseñar, mover […] y deleitar siempre y con todos generos de gente», y «declarar a todos el hecho sustancial, con la mayor claridad, reverencia, decencia y autoridad que le fuere posible, que […] es hablar a cada uno en lenguaje de su tierra, y de su tiempo, mas no se escusa, que el modo siempre sea con realce

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