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embargo, una genealogía de la subjetivación no se preocupa por la relatividad cultural de las capacidades corporales en y del sí mismo, sino por las maneras en que diferentes regímenes corporales han sido ideados e implantados en los intentos racionalizados de producir una particular relación con el sí mismo y con los otros. Norbert Elias ha dado muchos ejemplos potentes acerca de las formas en las que códigos explícitos de conductas corporales —como los modales, la etiqueta y el automonitoreo de funciones y acciones corporales— fueron insertados en individuos que ocupaban diferentes posiciones dentro del aparato de la corte de Luis XIV a mediados del siglo XVIII (Elias, 1983; cf. Elias, 1978; Osborne, 1996). El disciplinamiento del cuerpo del individuo patológico en la prisión y el asilo del siglo XIX no sólo involucró su organización dentro de un régimen externo de vigilancia jerárquica y de juicios normalizadores, y su ensamblaje a través de regímenes moleculares de gobierno del movimiento en el tiempo y el espacio. También buscó insertar una relación interna entre el individuo patológico y su propio cuerpo, en la que el comportamiento corporal manifestaría, y a la vez mantendría, un cierto tipo de dominio disciplinado ejercido por la persona sobre sí misma (Foucault, 1967, 1977; véase también Smith, 1992, para una historia de la noción de “inhibición” y su relación con la preocupación victoriana por las manifestaciones externas de firmeza y autodominio a través del ejercicio de control del cuerpo). Una forma análoga de relación con el cuerpo, aunque sustantivamente diferente, fue un elemento clave en la autoconstrucción de una cierta estética en la Europa decimonónica, encarnada en determinados estilos de vestimenta y en el cultivo de ciertas técnicas corporales como la natación, que pro duciría y mostraría una particular relación con lo natural (Sprawson, 1992). Los teóricos y las teóricas del género han comenzado a analizar las formas en las que la performance apropiada de la identidad sexual ha estado históricamente vinculada a la inculcación de cierto tipo de técnicas del cuerpo (Bordo, 1993; Brown, 1989; Butler, 1990). Ciertas formas de posar, de caminar, de correr, de sostener la cabeza y de posicionar las extremidades no son simplemente variaciones culturales o adquisiciones a través de la socialización del género, sino que son regímenes del cuerpo que buscan subjetivar en términos de una cierta verdad del género, inscribiendo una relación particular con uno mismo en un régimen corporal: prescrito, racionalizado y enseñado en manuales de consejo, etiqueta y modales, e insertadas a partir tanto de sanciones como de seducciones (cf. los estudios reunidos en Bremer & Roodenburg, 1991).

      Estos comentarios debiesen indicar algo de la heterogeneidad de los vínculos entre el gobierno de otros y el gobierno del sí mismo. Es importante subrayar dos aspectos más de esta heterogeneidad. La primera concierne a la diversidad de modos en los que una cierta relación con uno mismo es impuesta. Existe una tentación por enfatizar los elementos de autodominio y de autorrestricción sobre los propios deseos e instintos implicados en muchos regímenes de subjetivación; el mandato de controlar o civilizar una naturaleza interna que sería excesiva. Ciertamente, se puede ver esta temática en muchos de los debates decimonónicos acerca de la ética y el carácter tanto del orden dominante como de las respetables clases trabajadoras: un paradójico “despotismo del sí mismo” en el corazón de las doctrinas liberales acerca de la libertad del sujeto (derivo esta formulación de Valverde, 1996; cf. Valverde, 1991). Sin embargo, hay muchos otros modos en los cuales esta relación con el sí mismo puede ser establecida e, incluso al interior del ejercicio de dominio, existen diversas configuraciones a través de las cuales uno puede ser alentado a dominarse a sí mismo (cf. Sedgwick, 1992). Dominar el propio deseo en función del carácter, a través de la inculcación de hábitos y rituales de autodenegación, prudencia y previsión, por ejemplo, es diferente de dominar el propio deseo a través de la concientización acerca de sus raíces a partir de una reflexión hermenéutica, con el propósito de liberarse a sí mismo de las consecuencias autodestructivas de la represión, la proyección y la identificación.

      Yendo aún más lejos, la forma misma que adopte esta relación puede variar. Puede ser una relación de conocimiento, como en el mandato de conocerse a sí mismo, que Foucault localiza en la confesión cristiana y llega hasta las técnicas psicoterapéuticas contemporáneas: aquí, inevitablemente, los códigos del conocimiento son suministrados no por la pura introspección sino por la traducción de la propia introspección en un vocabulario particular de sentimientos, creencias, pasiones, deseos, valores, etc., y de acuerdo a un código explicativo particular derivado de alguna fuente de autoridad. Puede ser también una relación de preocupación y atención, como en los proyectos de cuidado del sí mismo a través de la acción sobre el cuerpo que debe ser nutrido, protegido y salvaguardado por regímenes de dieta, de minimización de estrés y de autoestima. De forma similar, la relación con la autoridad puede variar. Considérense, por ejemplo, algunas de las cambiantes configuraciones de autoridad en el gobierno de la locura y la salud mental: la relación de dominio que fue ejercida entre el médico de asilo y el loco en la medicina moral de fines del siglo XVIII; la relación entre disciplina y autoridad institucional establecida entre el médico de asilo del siglo XIX y el interno; la relación pedagógica entre el higienista mental de la primera mitad del siglo XX y niños y padres, pupilos y profesores, trabajadores y gerentes, generales y soldados; la relación de seducción, conversión y ejemplaridad actual entre psicoterapeuta y cliente.

      Como es evidente a partir de la discusión precedente, aunque las relaciones con uno mismo implantadas en cualquier momento histórico pueden parecerse unas a otras de formas variadas —por ejemplo, la noción victoriana de carácter fue dispersada en muchas prácticas diferentes—, es la investigación empírica la que debe mapear la topografía de la subjetivación. No se trata, entonces, de narrar una historia general de la idea de la persona o el sí mismo, sino de rastrear las formas técnicas concedidas a la relación con uno mismo en varias prácticas: legales, militares, industriales, familiares, económicas. E incluso dentro de una sola práctica, la heterogeneidad debe ser asumida como algo más común que la homogeneidad. Considérense, por ejemplo, las muy diferentes configuraciones del ser persona en el aparato legal en cualquier momento, la diferencia entre la noción de estatus y de reputación como funcionó en procedimientos civiles en el siglo XIX, y la elaboración simultánea de una nueva relación con el infractor de la ley como una personalidad patológica en los tribunales criminales y en el sistema penitenciario (cf. Pasquino, 1991).

      Nuestro propio presente parece estar marcado por una cierta nivelación de estas diferencias, de modo tal que las presuposiciones concernientes a los seres humanos en diversas prácticas comparten una cierta similitud: que los seres humanos serían sí mismos con autonomía, elección y autorresponsabilidad, equipados con una psicología que apunta a la autorrealización, y que dirigen sus vidas, efectiva o potencialmente, como si se tratara de una especie de empresa de sí mismos. Pero este es precisamente el punto de partida para una investigación genealógica. ¿De qué forma fue constituido este régimen del sí mismo? ¿Bajo qué condiciones y en relación a que demandas y formas de autoridad? Indudablemente, durante los últimos cien años hemos presenciado una proliferación de expertises sobre la conducta humana: economistas, gerentes, contadores, abogados, consejeros, terapeutas, médicos, antropólogos, cientistas políticos, expertos en políticas públicas, entre otros. Sin embargo, quisiera sostener que la “unificación” de los regímenes de subjetivación en términos del sí mismo ha tenido mucho que ver con la emergencia de una forma particular de expertise positiva sobre el ser humano, esto es, las disciplinas psi y su “generosidad”. Por “generosidad” me refiero a que, contrariamente a las visiones convencionales acerca de la exclusividad del saber profesional, las disciplinas psi “se han entregado” felices, diría incluso deseosas: han prestado su vocabulario, sus explicaciones y sus tipos de juicios a otros grupos profesionales y los han implantado entre sus clientes (Rose, 1992b; véase el Capítulo 4 de este volumen). Las disciplinas psi, en parte como consecuencia de su heterogeneidad y de la ausencia de un paradigma único, han adquirido una peculiar capacidad de penetración en relación con las prácticas de conducción de la conducta. Han sido capaces no sólo de suministrar una gran variedad de modelos del sí mismo, sino también de proveer recetas útiles para la acción en relación al gobierno de personas para profesionales en diferentes lugares. Su potencia ha sido incrementada aún más por su habilidad para complementar estas cualidades prácticas con una legitimidad derivada de sus afirmaciones acerca

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