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de los individuos, ya sea en la clínica, en la sala de clases, en el consultorio, en las columnas de consejos de revistas o en los programas televisivos confesionales. Por supuesto, es verdad que las disciplinas psi no gozan de una alta estima pública y que sus practicantes usualmente son objeto de burla, pero esto no debe engañarnos: se ha vuelto imposible concebir el ser persona, experimentar el ser persona propio o ajeno, o gobernarse a sí mismo o a los otros, sin las disciplinas psi.

      Permítaseme regresar al tema de la diversidad de regímenes de subjetivación. Una dimensión más amplia de heterogeneidad emerge del hecho que los modos de gobernar a los otros están relacionados no sólo con la subjetivación de los gobernados, sino también con la subjetivación de aquellos que gobiernan la conducta. Así, Foucault sostenía que para los griegos la problematización del sexo entre hombres estaba vinculada con la exigencia de que quien ejercía autoridad sobre los otros, debía primero ser capaz de ejercer dominio sobre sus propias pasiones y apetitos, dado que sólo si uno no era esclavo de sí mismo podía ser competente para ejercer autoridad sobre otros (Foucault, 1988; cf. Minson, 1993). Peter Brown ha apuntado al trabajo requerido a un joven de las clases privilegiadas del Imperio Romano del siglo II, a quien se le sugirió eliminar de sí mismo todo aspecto de “suavidad” y “feminidad” en su caminar, en sus ritmos de habla, en su autocontrol, con el propósito de mostrarse capaz de ejercer autoridad sobre otros (Brown, 1989). Gerhard Oestreich ha sugerido que el renacimiento de la ética estoica en los siglos XVII y XVIII en Europa fue una respuesta a las críticas hacia una autoridad osificada y corrupta: las virtudes del amor, la confianza, la reputación, la amabilidad, los poderes espirituales, el respeto por la justicia, entre otros, se iban a convertir en los medios de las autoridades para renovarse a sí mismas (Oestreich, 1982). Stefan Collini ha descrito las formas novedosas en que las clases intelectuales victorianas se problematizaron a sí mismas en términos de cualidades tales como la firmeza y el altruismo: se interrogaron a sí mismas en términos de una constante ansiedad y debilidad de la voluntad, y encontraron, en ciertas formas de trabajo social y filantrópico, un antídoto al autocuestionamiento (Collini, 1991, discutido en Osborne, 1996). Mientras estos mismos intelectuales victorianos estaban problematizando todo tipo de aspectos de la vida social en términos de carácter moral, amenazas al carácter, debilidad del carácter y de la necesidad de promover el buen carácter, y argumentando que las virtudes del carácter —autosuficiencia, sobriedad, independencia, autocontrol, respetabilidad, automejoramiento— debían ser inculcadas en otros a través de acciones positivas del Estado y de los estadistas, estaban haciendo de sí mismos el sujeto de un relacionado, pero algo diferente, trabajo ético (Collini, 1979). De forma similar, a través del siglo XIX, se observa la emergencia de programas de reforma de la autoridad secular dentro del servicio civil bastante novedosos, el aparato colonial de dominio y las organizaciones de la industria y la política, en las cuales la persona del funcionario público, del burócrata y del gobernador colonial se convertiría en el blanco de un nuevo régimen ético del desinterés, la justicia, el respeto por las reglas, la distinción entre el desempeño en el trabajo y el ámbito de las pasiones privadas, y muchas otras (Weber, 1978; cf. Hunter, 1993a, 1993b, 1993c; Minson, 1993; du Gay, 1995; Osborne, 1994). Y, por supuesto, muchos de aquellos que fueron sometidos al gobierno de tales autoridades —oficiales indígenas en las colonias, amas de casa de las clases respetables, padres, maestros de escuela, trabajadores, institutrices— fueron ellos mismos llamados a jugar su parte en el modelamiento de las personas, y a inculcar en ellos una cierta relación consigo mismos.

      Desde esta perspectiva, ya no resulta sorprendente que los seres humanos frecuentemente se encuentren a sí mismos resistiendo a las formas de ser persona que están obligados a adoptar. La resistencia —si por ello significamos la oposición a un régimen particular de conducción de la propia conducta— no requiere una teoría de la agencia. No necesita un relato acerca de las fuerzas inherentes a cada ser humano que ama la libertad, que busca mejorar sus propios poderes y capacidades, o que lucha por la emancipación, que fuesen previas a, y en conflicto con, las demandas de la civilización y disciplina. No se necesita una teoría de la agencia para afirmar la resistencia, así como tampoco se necesita una epistemología para sostener la producción de los efectos de verdad. Los seres humanos no son los sujetos unificados de algún régimen coherente de gobierno que produce personas en la forma que las sueña. Al contrario, ellos viven sus vidas en un movimiento constante a través de diferentes prácticas que los subjetivan de diferentes maneras. Al interior de estas diferentes prácticas, las personas son tratadas como diferentes tipos de seres humanos, se presupone que son distintos tipos de seres humanos, y se actúa sobre ellos como si fueran diferentes tipos de seres humanos. Las técnicas para relacionarse con uno mismo como un sujeto con capacidades únicas y dignas de respeto, se enfrentan con las prácticas de relación con uno mismo en tanto blanco de la disciplina, el deber y la docilidad. El humanista que exige que uno se descifre a sí mismo en términos de la autenticidad de las propias acciones, compite con la demanda política o institucional de regirse por la responsabilidad colectiva de la toma de decisiones organizacionales, aunque uno esté personalmente en contra. La demanda ética de sufrir las propias penas en silencio y hallar una forma de “seguir adelante”, es considerada problemática desde la perspectiva de una ética pasional que nos obliga a revelarnos a nosotros mismos con los términos de un vocabulario particular de emociones y sentimientos.

      Si decidimos designar algunas dimensiones de estos conflictos de resistencia, esto asume en sí mismo un carácter perspectivista: requiere que ejerzamos un juicio. Es infructuoso quejarse de que tal perspectiva no nos deja lugar en la conformación de una ética crítica y en la evaluación de posiciones éticas. La historia de todos aquellos intentos de fundar éticas que no apelen a algún garante transcendental es suficientemente clara: no pueden clausurar los conflictos acerca de los regímenes de la persona, sino simplemente ocupar una posición más dentro del campo de discusión (MacIntyre, 1981).

       Pliegues en el alma

      Los tipos de fenómenos que han sido discutidos aquí, ¿no son interesantes precisamente porque nos producen como seres humanos con un cierto tipo de subjetividad? Esta es, sin duda, la visión de muchos de los autores que han investigado estas temáticas, desde Norbert Elias hasta las teóricas feministas contemporáneas, quienes descansan en el psicoanálisis para fundamentar relatos acerca de las maneras en las que ciertas prácticas del sí mismo vienen a inscribirse en el cuerpo y el alma del sujeto generizado (e.g. Butler, 1993; Probyn, 1993). Para algunos, este camino no parece problemático. Elias, por ejemplo, no dudaba de que los seres humanos fueran un tipo de criatura habitada por psicodinámicas psicoanalíticas, y que esto suministrara la base material para la inscripción de la civilidad en del alma del sujeto social (Elias, 1978). Ya he sugerido que esta visión es paradójica, dado que requiere que adoptemos una verdad histórica reciente acerca del ser humano —que se forjó a finales del siglo XIX— como la base universal para la investigación de la historicidad del ser humano. Para otros, esta opción es requerida si se

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