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junio aún no era sofocante y, sin embargo, notaba las mejillas ardiendo. Era el efecto que tenía la mirada de Austin fija sobre mí.

      —Deja de hacer eso —le dije disimulando una sonrisa.

      —¿Hacer qué?

      —Ya sabes qué —insistí—. Deja de mirarme así.

      —Así, ¿cómo?

      —Austin…

      —Entiéndeme, es la primera vez que te veo sin el uniforme, y es difícil no enamorarse de ti. —Estaba de coña. Se llevó una mano al pecho con mucha teatralidad y caminó de espaldas frente a mí esquivando a duras penas a las personas que nos cruzábamos—. No puedes culparme. Estás… ¡wow!

      Puse los ojos en blanco y él volvió a reír con ese sonido contagioso que empezaba a gustarme tanto.

      —No te enfades, rubia. —Me dio un empujoncito con el hombro y acompasó sus pasos a los míos—. Me gusta tu uniforme, pero esta Lydia es menos… rosa.

      —Sí, la verdad es que el vestido es un poco llamativo, pero no me importa. Ni a Jess. Si Melinda nos pidiera ir vestidas con un saco de basura, lo haríamos. Es maravillosa.

      Lo miré de reojo y vi cómo se soplaba el pelo que le caía en la frente. Era una de las cosas que más me llamaba la atención de Austin: ese gesto era encantador.

      —¿Llevas mucho tiempo trabajando allí?

      —A veces tengo la sensación de que he pasado mi vida entera en esa cafetería, pero en realidad entré hace solo tres años. Son como… mi familia.

      —Es una suerte. No todo el mundo siente devoción por su empleo y mucho menos por su jefe.

      —¿Ese es tu caso? —curioseé.

      —No, no, al contrario. A mí me pasa un poco como a ti, solo que yo no llevo uniforme rosa. No me quedaría nada bien —bromeó. Lo repasé de arriba abajo y no pude estar de acuerdo con él: le sentaría bien cualquier cosa que se pusiera—. Me gusta lo que hago, unos temas más que otros, desde luego, pero, en general, es lo que siempre he querido hacer. Y, además, me ha permitido conocer a gente interesante y me ha dado la oportunidad de formar parte de cosas muy bonitas.

      —¿Qué cosas? —quise saber. A Austin le gustó mi entusiasmo.

      —Pues, a ver, por ejemplo… Fui abogado penalista hace un tiempo y ayudé a muchos chavales a reinsertarse en la sociedad. Hacían labores de servicio en centros asistenciales y terminé de voluntario en uno de ellos. Es una experiencia increíble.

      —Voluntario, ¿eh? No te pega.

      —Ah, ¿no? ¿Y qué me pega, según tú?

      —No sé, te veo más asistiendo a grandes fiestas de esmoquin y codeándote con la flor y nata de Chicago —respondí—. Tienes ese aire…

      —¿Qué aire? —Abrió los brazos y se exhibió delante de mí—. Mírame, vaqueros, camiseta, deportivas… Soy un tipo normal. Que lleve traje a diario no quiere decir que… ¿Qué aire crees que tengo?

      No pude aguantar la risa. Lo dijo con un tono tan cómico que me salió una carcajada espontánea y me tapé la boca. Dio varias vueltas sobre sí mismo, incluso tiró de su camiseta para verse mejor. Cuando llevaba traje tenía aspecto de hombre de éxito, de los que ganan pasta y viven con comodidad, sin preocupaciones. Pero en ese momento, allí, en aquel camino de Jackson Park, con el cielo púrpura de Chicago como telón de fondo, tenía razón: era un tipo normal, divertido. Y que olía condenadamente bien.

      Se acercó poco a poco, muy serio, y me cogió de las muñecas. La risa se me cortó de golpe y tragué saliva con dificultad.

      —Me gusta verte sonreír —dijo, y tiró de mis manos para descubrir mis labios—. Tienes una sonrisa preciosa. No te escondas. Vamos, sigamos paseando un poco más.

      Me quedó claro muy pronto que esto de las citas no tenía misterios para él. Era todo un seductor: controlaba los temas de conversación, hacía las preguntas correctas y sus bromas iban dirigidas a romper la tensión que aún había entre nosotros. No invadió mi espacio, salvo en contadas ocasiones en las que nuestros dedos se rozaban al caminar. Si lo estaba haciendo de forma intencionada, también se le daba de lujo.

      —¿Te gusta el béisbol? —preguntó de pronto.

      —No especialmente. Digamos que puedo vivir sin él.

      —¡Eso habrá que solucionarlo! —exclamó—. ¿Y algún otro deporte?

      —No soy muy deportista —dije avergonzada. Era evidente que él sí y que no teníamos nada en común—. Me gustaba patinar sobre ruedas, pero hace años que no me pongo unos patines.

      —¿Patines en línea?

      —No, skate roller.

      —Te pega —dijo con descaro—. Ya te imagino con patines rosas en la cafetería.

      —No creas, a Melinda se le ha pasado por la cabeza en alguna ocasión. ¿Y tú? ¿Línea o roller?

      —¡Oh, no, no, no! El patinaje y yo no somos buenos amigos. Además, en mi casa se prohibieron los patines después de que mi hermana y yo engancháramos a mi hermano Thomas a la bici. Lloró y gritó por toda la calle.

      —¡Pobre niño! ¿Qué edad tenía?

      —Nosotros teníamos diez años. MC y yo somos mellizos. Thomas tenía seis.

      Me gustó escucharlo hablar sobre sus travesuras mientras hacía pedazos algunas briznas que había cogido del césped. Me confesó cómo estrellaron el coche de su hermano mayor, algo que no le había contado a nadie, y cómo emborracharon al perro de la vecina para que dejara de ladrarles.

      Hizo que el tiempo pasara volando entre anécdotas infantiles y muchas risas. Consiguió distraerme, que ya era más de lo que había esperado. Por eso, cuando me preguntó por mi familia, el corazón dejó de latirme en el pecho y por poco me atraganto con mi propia saliva.

      —Jess y Melinda son mi familia —mentí.

      En realidad, ellas eran lo más parecido a una hermana y una madre que hubiera podido desear. Pero no le dije nada de Sophia. No tenía ganas de dar explicaciones a alguien que solo quería pasar un buen rato conmigo, alguien demasiado curioso que haría más preguntas de las que estaba dispuesta a responder.

      Austin

      No insistí. Estaba claro que no le gustaba hablar de su familia y, aunque me moría de curiosidad por saber por qué se había puesto tan nerviosa, lo dejé estar.

      La vi mirar el reloj y supe qué venía a continuación. Me había concedido dos horas de su domingo y ya habíamos llegado al ecuador de la cita.

      —Deberíamos volver. Se está haciendo tarde y no quiero perder el autobús.

      —Es pronto todavía. —Le rocé los dedos con los míos para pedir permiso antes de tocarla y me recompensó mordiéndose el labio, indecisa. Luego, con suavidad, tiré de ella hacia el camino que se adentraba en el parque—. Ven, quiero enseñarte un sitio.

      Crucé los dedos para que el Light’s Bar siguiera allí, escondido tras las ramas de los árboles de Jackson Park. Lo descubrí poco después de trasladarme de Rockford, donde vivían mis padres, a Chicago, y se convirtió en uno de mis lugares favoritos. Pero hacía tiempo que no pisaba esa parte de Lake Shore y también hacía mucho que las tardes de domingo de beber solo y ver béisbol se habían acabado.

      —¡Bingo! —exclamé. Estaba igual que lo recordaba.

      —¿Hello Babes? —leyó Lydia con la ceja levantada—. ¿Qué sitio es este?

      «Un sitio cojonudo», pensé sonriente.

      La barra de madera, los travesaños cubiertos de hiedra y lucecitas, taburetes con mucha historia y el cartel luminoso, anaranjado y legendario

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