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9 -

      Lydia

      Todos los años, antes de que llegase el verano y el calor abrasador de Chicago, Melinda encargaba una revisión completa de los sistemas antiincendios y la fumigación de la cafetería. Eso implicaba cerrar el negocio todo un día, lo que suponía una jornada libre maravillosa.

      —Peluquería, manicura y masaje, ¿se puede pedir un regalo mejor? —dijo Jess con un suspiro mientras a mí me masajeaban la espalda y a ella le pintaban las uñas de las manos—. Tenemos la mejor jefa del mundo.

      —Ni que lo digas. Adoro estos detalles de Melinda.

      Era costumbre que nos sorprendiera con cosas así un par de veces al año. Éramos sus criaturitas, sus niñas mimadas.

      —¿Qué quieres que hagamos esta tarde? —preguntó mi compañera con un ronroneo—. Había pensado ir a Cotton Tail Park a ver uno de los conciertos que hay al aire libre. Los jueves no está tan concurrido. ¿Te apetece?

      —Creo que no. Voy a recoger a Sophia de la guardería y pasaré la tarde con ella. Si te gusta mi plan, estás invitada. Tenemos un montón de castillos que construir, un millón de películas que empezaremos y no veremos terminar, y minimagdalenas de chocolate de la mejor cafetería de la ciudad.

      —¡Ni hablar! —exclamó. Se enrolló en la toalla y se acercó a mi camilla—. Tú y yo vamos a salir esta tarde. Sophia estará en la guardería hasta las siete, así que tenemos unas cuantas horas para pasarlo bien. ¡Sin excusas! —dictaminó—. Iremos a Cotton Tail Park y se acabó.

      Todavía no habían dado las cinco, pero Jess parecía impaciente por ver al primer grupo y no dejó de mirar a un lado y a otro de la plaza. Yo, sin embargo, estaba más concentrada en lo preciosas que me habían dejado las uñas y en el perfume que desprendía mi piel y mi pelo, a los que habían tratado con mucho mimo. Me sentía atractiva pese a ir vestida con unos vaqueros rotos, una camiseta de tirantes y mis Converse falsas de seis dólares.

      —Tengo que decirte una cosa y espero que no te enfades —dijo Jess de pronto. Parecía nerviosa—. He quedado con alguien aquí.

      —Vale. —Eso justificaba tanta insistencia. La miré a la espera de algo más de información, pero seguía callada—. ¿Por qué tendría que enfadarme? Has quedado con alguien, de acuerdo. ¿Y? ¿Ahora tengo que insistir para que me digas quién es o me lo vas a contar?

      —Es un hombre.

      —Eso ya es algo. Vamos mejorando. Tienes una cita con un hombre, ¿es eso?

      —No, no es eso —respondió con una sonrisilla—. Tú tienes una cita con un hombre.

      —¿Quééé?

      En ese preciso instante, Jess dibujó una sonrisa deslumbrante y una figura ocultó los rayos del cálido sol de junio.

      —Hola —dijo la voz de Austin detrás de mí—. ¿Preparada?

      ¿Preparada para qué? ¿De qué cojones estaba hablando? ¿Qué hacía él allí? ¿Y por qué le había guiñado un ojo a Jess?

      Miré a uno y a la otra casi sin pestañear y lo entendí a la primera.

      —¿Me has traído aquí porque iba a venir él? —le pregunté a Jess con una voz chillona—. Pero ¿tú estás loca?

      —¿Ves como ibas a enfadarte? —Le hizo un gesto a Austin para que esperara un segundo y tiró de mi mano para apartarnos un poco. Me miró con una mezcla de preocupación e ilusión que pudo conmigo antes de escuchar lo que tuviera que decir—. Le gustas mucho y a ti te gusta él. Ve y disfruta un poco.

      —No puedes hacerme estas cosas, Jess. Yo no soy el tipo de chica que puede largarse con un tío así sin más. Soy madre, tengo una niña pequeña que me necesita y…

      —Gilipolleces. Sophia estará bien. Solo tenéis que hacer una llamada a la guardería y yo iré a por ella en cuanto os marchéis. La llevaré a casa, haremos ese montón de castillos del que hablabas, empezaremos un millón de películas que no terminaremos y nos comeremos las magdalenas de chocolate.

      —Lo tenías todo pensado. —Asintió—. ¿Y qué pasa con lo que yo quiero?

      —Te mereces un respiro, te mereces ser joven de vez en cuando y olvidar que tienes responsabilidades muy duras. Necesitas esto, Lydia, y él es el firme candidato a darte otra cosa más placentera en la que pensar. Ve, disfruta y no pienses en nada, ¿de acuerdo?

      Se me cerró la garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas. La abracé fuerte, tan fuerte como lo harían dos hermanas. O más, incluso. Luego, para deshacer ese momento tan emotivo, repasó a Austin de arriba abajo y murmuró un: «Qué suerte tienes, zorrón» que nos hizo estallar en carcajadas.

      —Llévatela antes de que le dé una colleja que la deje en el sitio y te obligue a llevarme en su lugar —le ordenó a Austin.

      —¿Por qué no te vienes con nosotros? —le ofreció—. Será divertido.

      —Que os larguéis, coño —soltó Jess con todo su desparpajo.

      Austin

      —¿Adónde vamos? —me preguntó, nerviosa.

      —Es una sorpresa. —Fue a comentar lo típico, que no le gustaban las sorpresas, pero se lo leí en los ojos y me adelanté—. Te va a gustar. Te lo prometo.

      Le di un toquecito en la nariz y ella… ella se humedeció los labios. Fue inevitable mirárselos y desear… cosas. Y, joder, por una vez Lydia tuvo que pensar lo mismo de los míos porque, cuando reaccioné, me observaba con unas ganas que se podían respirar.

      Por suerte, su explicación acerca de lo bien que había ido el día y una conversación de lo más superficial sobre el tráfico de la ciudad contribuyeron a que los quince minutos hasta el lugar al que nos dirigíamos pasaran volando.

      —Hemos llegado —anuncié al detener el coche.

      Se enderezó en el asiento y me miró como si me hubiera vuelto loco.

      —Me has traído a… ¿patinar? —Su expresión se debatió entre el horror y la diversión—. Hace años que no me pongo unos patines, Austin. No creo que…

      —Es como montar en bicicleta, nunca se olvida. ¡Vamos!

      Para ser jueves, el ambiente era de lo más animado. Una veintena de personas daban vueltas a la pista de patinaje al ritmo de la música; había gente en la cafetería y algunos grupos de jóvenes esperaban su turno en la bolera. Olía a patatas fritas y hamburguesas y a Lydia, olía a ella porque desde que entró en el coche no había podido oler otra cosa que no fuera su perfume.

      Alquilamos un par de patines y nos lanzamos a la pista. Pronto quedó claro que a ella se le daba francamente bien lo de patinar y que yo no tenía ni puta idea, pero fue la excusa perfecta para cogerla de la mano. La excusa perfecta para hacerla reír, para verla sonreír sin parar, para ver sus ojos brillar, para sentir su agarre fuerte y decidido.

      —¡No abras tanto las piernas o te caerás! —gritó por encima de la música—. Y dobla un poco las rodillas. Así.

      Me mostró cómo hacerlo y al intentar imitarla se me fueron los pies y por poco beso el suelo una vez más.

      —Pensaba que tenías algo de idea —dijo muy pegada a mí. Le pasé el brazo por los hombros y ella me rodeó la cintura para ayudarme—. No me puedo creer que me hayas traído aquí y no sepas ni mantenerte sobre los patines.

      —Espero que esto deje claro que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por salir contigo.

      —Esto solo demuestra que estás loco.

      Se alejó riendo y la observé hacer un par de giros a gran velocidad. Por poco se cae al intentar frenar, pero mantuvo el equilibrio y me guiñó un ojo con coquetería. No perdió la sonrisa en ningún momento, estaba disfrutando como una niña, se movía al ritmo

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