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creo que…

      —Ya me imaginaba. —Chasqueé la lengua, pero le guiñé un ojo—. Lo que te decía, algún día vendremos para que las pruebes, pero hoy solo nos tomaremos una cerveza.

      —Yo no bebo alcohol.

      —¿Y qué va a beber la señorita? —le pregunté. Tomé asiento en la barra y di unos golpecitos en el taburete junto al mío—. ¿Un refresco?, ¿zumo?, ¿café?

      —Se suponía que solo íbamos a dar un paseo, Austin. No puedo quedarme mucho más.

      —Yo te llevaré a tu casa luego, no te preocupes.

      —No quiero que me lleves a mi casa.

      Le hice un gesto al camarero para que aguardara un minuto. Lydia empezaba a sentirse incómoda y el ambiente distendido que había conseguido crear entre nosotros se estaba esfumando.

      —Escucha. —La sujeté por los brazos y flexioné las rodillas para tener los ojos a su altura—. Si no quieres que nos quedemos, no pasa nada, ¿de acuerdo? Pensé que después del paseo nos iría bien tomar algo, pero si quieres volver ya, lo haremos. No importa, ¿vale?

      —Lo siento. No quería sonar tan…

      —¿Sexy? —acabé por ella y conseguí mi cometido. Se le colorearon las mejillas y una sonrisa tímida le tiró de los labios—. ¿Qué? Me ha parecido que sonabas increíblemente sexy.

      —Eres imposible.

      Y con esa sencilla afirmación, separó el taburete y se sentó.

      —Una cerveza y un refresco de cola, por favor —pidió al camarero.

      Me estaba volviendo loco y no por su comportamiento contradictorio, sino por esos pequeños gestos que hacía para disimular lo que sentía. Yo le gustaba, era evidente. Pero por alguna extraña razón, pretendía hacerme creer lo contrario y no se daba cuenta de que fallaba del todo. Me miraba de reojo cuando creía que no la observaba y se le escapaba el aliento cuando mi mirada coincidía con la suya. Se mordía el labio con frecuencia, sobre todo cuando, por descuido, mis dedos la rozaban o mi mano fingía dispensarle una caricia sin importancia. Y, joder, esos labios me llamaban tanto como la luz a las polillas.

      —Cuéntame alguna anécdota de la cafetería —le pedí. O dejaba de jugar con la cañita en la boca o no iba a poder seguir conteniéndome—. Algo que recuerdes con cariño.

      —Mmm… a ver, deja que piense… No tengo anécdotas tan divertidas como las tuyas con tus hermanos, pero una vez tuvimos una pedida de mano de un espontáneo. Era viernes por la noche, el chico se había bebido un par de cervezas e hizo callar a todo el mundo. Luego, ya sabes, hincó la rodilla y sacó un anillo que había hecho con una servilleta.

      —¿Y ella aceptó?

      —Aceptó y se casaron un par de semanas después. Melinda les hizo la tarta de boda.

      —Vaya.

      —Sí, vaya —repitió un poco ensimismada. Pero sonrió a continuación y apoyó el mentón en la mano—. También tuvimos un atraco.

      —¿Os atracaron? —Joder, eso no era nada divertido, ¿por qué se reía?—. ¿Cuándo?

      —Fue poco después de empezar a trabajar allí. Estábamos a punto de cerrar, era un día entre semana, y un hombre entró y nos pidió que vaciáramos la caja. Llevaba un arma y parecía desesperado, pero se ve que también estaba hambriento, porque cogió uno de los muffins de Melinda, se lo comió de un bocado y se atragantó.

      —¡¿Qué?! —Solté una risotada que acompañó a su risilla cantarina.

      —¡Sí! Se atragantó. De pronto, empezó a hacer gestos con las manos y a darse golpes en el pecho. —Gesticuló para escenificar el momento y me pareció adorable—. Tiró la pistola, que resultó ser de juguete, y se desmayó.

      —No me jodas…

      —Y lo mejor es que Melinda tuvo que hacerle la maniobra esa hasta que expulsó el trozo de muffin que se le había quedado atascado.

      —Menudo atracador. ¿Lo denunciasteis?

      —¡Nos denunció él a nosotras!

      —¡¿Qué?!

      —Lo que oyes. Dijo que habíamos intentado matarlo con una de nuestras magdalenas.

      —¡Encima! Vaya idiota. Con lo buenas que están.

      —Es que se comió una que habíamos dejado de exposición en la vitrina del escaparate. —Rio más fuerte—. ¡Llevaba días ahí!

      Nos costó dejar de reírnos de aquel pobre desgraciado y aproveché la ocasión para tocarla a propósito una vez más. Le aparté el pelo de la mejilla mientras continuaba riendo, mis nudillos rozaron su piel y ella cerró los ojos.

      Hubiera mandado a la mierda todas mis teorías sobre las citas y la hubiera besado en aquel preciso instante. Era el momento y, cuando Lydia me miró, supe que ella también lo deseaba, que sentía mi mano acariciándole el cuello y no quería que la apartase. Pero no la besé.

      —Se está haciendo un poco tarde —susurré—. Te llevaré a casa.

      Me hizo creer que así sería durante el paseo de regreso, que me saldría con la mía por fin, pero cuando llegamos a las escaleras del Museo de Ciencia, se negó en rotundo.

      —Te prometo que ni siquiera bajaré del coche. —Negó de nuevo—. Te pido un taxi, entonces.

      —Prefiero el autobús.

      —Pues te acompaño a la parada —insistí.

      —No es necesario —rehusó—. Tu caballerosidad está intacta, no te preocupes.

      —Mi caballerosidad está ofendida, que lo sepas.

      —Lo he pasado bien. Eso es lo importante.

      —¿Bien como para repetir otro día? ¿O bien en el sentido de «no quiero herir tus sentimientos, pero esto no va a volver a pasar»?

      Era la primera vez en mi vida que buscaba la aceptación de una mujer a la que ni siquiera había besado. Por norma general, eran ellas las que me preguntaban si habría una segunda cita o las que se tiraban a mis brazos antes de salir del coche. Pero no con ella.

      Con Lydia nunca había algo fácil o normal.

      Dudó antes de responder a mi pregunta.

      —Ya lo iremos viendo, ¿de acuerdo?

      —Entonces, ¿puedo llamarte? —Asintió—. ¿Cuándo yo quiera?

      —Prueba a ver…

      Levanté la mano para despedirme y me quedé como un idiota viendo cómo se alejaba. Sin embargo, el Austin seductor que habitaba en mí se vino arriba de repente y saqué el móvil. Marqué su número y esperé con una sonrisa canalla. La vi detenerse y buscar el teléfono en el bolso. Luego se dio la vuelta y se lo llevó a la oreja. Su preciosa mirada fue toda para mí.

      —¿Te das cuenta de que esto es absurdo?

      —Has dicho que podía llamarte —le recordé y me encogí de hombros—. Solo estoy comprobando que decías la verdad.

      —¿Y ya estás contento?

      —Lo estaría más si me hubiera atrevido a besarte. Me moría de ganas de hacerlo desde que te he visto llegar. ¿No se me notaba?

      —No, no se ha notado nada —ironizó.

      —Tendré que esforzarme más la próxima vez, ¿no crees?

      —Voy a perder el autobús —dijo entre risas.

      —Vale, vale, vete. Buenas noches.

      —Buenas noches, Austin.

      —Y, Lydia…

      —¿Qué?

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