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su pecho. Dios mío, si hasta sentí su caricia en la piel…

      —¿Lydia? —Me había cogido la mano y trazaba suaves círculos en la palma con el pulgar—. ¿Te encuentras bien?

      Miré un segundo sus dedos entrelazados con los míos y me solté con brusquedad. Me puse en pie al mismo tiempo que sonaba la campanilla de la puerta y me disculpé con un susurro entrecortado. No sé qué pasó ni por qué mi imaginación creó algo tan absurdo, pero el corazón estaba a punto de salírseme del pecho y necesité un par de minutos a solas en el almacén para recobrar la compostura.

      Cuando salí, la cafetería se había llenado y él ya no estaba.

      Austin

      La esperé hasta que me di cuenta de que el tiempo había volado y llegaba tarde a una reunión en el ayuntamiento. Le dije a su compañera Jess que me tenía que marchar y no me dejó pagar el café.

      —Invita la casa —me dijo con un guiño. Luego se acercó a mí y, en tono confidente, me susurró—: Sale de trabajar a las siete, pero la mejor hora para llamarla es a las diez.

      ¿Para qué? Ella no quería una cita, no quería nada de mí. ¿Por qué insistir?

      —Porque te ha tocado el orgullo —acertó Alice cuando hablamos por teléfono horas más tarde—. Te gusta y no puedes tenerla. Es un reto, por eso vuelves a la cafetería una y otra vez. Si sigues comiendo tortitas con sirope…

      —Sí, ya sé, acabaré rodando.

      Podía llamarla, podía decirle que no había tenido la oportunidad de despedirme de ella por la mañana o que su reacción me había dejado preocupado. Algo la había alterado, su pulso había latido acelerado en las yemas de mis dedos mientras le sujetaba la mano y se le habían coloreado las mejillas. Me intrigaba y me gustaba a partes iguales, porque era sencilla, nada pretenciosa; el tacto de su mano era áspero, pero cálido, y en lo profundo de esos lagos azules escondía secretos que quería descubrir. Y no estaba casada ni había otro hombre en su vida, así que, aunque ella se comportara como si no fuera así, estaba disponible.

      Podría haberle mandado un mensaje, pero yo no era mucho de mensajes y corría el riesgo de que me dejara en leído. Me dejé llevar por el instinto y la llamé. Su voz sonó ronca y sensual al otro lado de la línea, como un susurro después del sexo, y la anticipación de algo bueno me inundó el pecho. Si no fuera porque lo de conquistar a una mujer no tenía secretos para mí, hubiera reconocido que me puse nervioso.

      —¿Estabas dormida?

      —¿Eres…?

      —¡Ah, sí, perdona! Soy Austin, ¿te acuerdas de mí? Alto, guapo, buen partido… —bromeé—. Espero no haberte despertado.

      —No no, estaba… leyendo un poco.

      —¿Algo interesante?

      —Nada importante.

      Se quedó callada y yo tampoco supe qué decir.

      A mis hermanos les hubiera encantado verme en una situación así, expectante, indeciso. Totalmente perdido, como un puto loser. Se iban a estar riendo de mí una buena temporada.

      Me pasé la mano por el pelo y tiré de él con fuerza, como si así pudiera sacar algo elocuente que decir. Al final, fue Lydia la que rompió el silencio.

      —Siento no haber podido despedirme de ti esta mañana. Tenemos nueva cocinera y todavía no controla dónde está cada cosa. Melinda me pidió que le echara una mano.

      —No te preocupes. Casi llego tarde por tu culpa, pero no importa.

      —¿Por mi culpa? —preguntó con fingida indignación—. Pero si eres tú el que no ha dejado de hacer preguntas.

      —Y eras tú la que contestaba. Ya deberías saber que cuando me hablas se para el tiempo.

      Silencio. Jodido silencio.

      —¿Este rollo te funciona con todas?

      —Por lo que veo, con todas no —respondí—. Pero no desisto. Es lo que pasa cuando me gusta alguien. ¿A ti no?

      —No, a mí no me pasa.

      Un nuevo silencio, mi mente en blanco, su respiración en mi oído y muchas ganas de verla. Me la estaba imaginando en el sofá de su casa, mordiéndose el labio a la espera de que dijera algo más, con esa media sonrisa que también me asomaba a mí y buscando la forma de no mostrar un interés que, en realidad, sí tenía. Yo sabía detectar bien esas cosas.

      —Me gustas —le dije sin más, quería que no le quedaran dudas al respecto.

      —Vaya…

      —Y yo a ti —afirmé—. Si no te gustara no me seguirías el rollo; a tu manera, pero me lo sigues. Tampoco te hubieras sentado conmigo esta mañana. Creo que te gusto más de lo que quieres reconocer. Admítelo, no pasa nada.

      Su risa me llenó de esperanza.

      —Digamos que me caes bien. Eres… simpático.

      —¡Oh, joder! Eso ha sido como una ducha fría. ¿Simpático? ¿En serio? —Me mostré indignado—. Es lo que le dirías a un amigo feo, que es simpático. ¿No se te ocurre nada mejor? ¿Carismático? ¿Atractivo? ¿Irresistible?

      —Charlatán.

      —Me estás matando, lo sabes, ¿verdad? —Volvió a reír con más ganas y tuve la completa y absoluta certeza de que estaba ganando esta batalla—. Venga, sé buena y dime la verdad: te gusto.

      —Y si fuera así, ¿qué harías?

      Hice un gesto de victoria con el puño e ignoré el vuelco que acababa de darme el estómago.

      —¿Qué haría si una chica preciosa reconociera que le gusto? Pues le diría que tiene buen ojo y la invitaría a salir.

      —¿Y a dónde la llevarías?

      Hinché el pecho de orgullo y me relajé contra el cabezal de la cama. Había comenzado el maravilloso arte del coqueteo; y a ella, con su aire inocente y sus preguntas hipotéticas, se le daba muy bien.

      —¿A dónde la llevaría? ¿Qué versión prefieres, la del perfecto caballero o la del Austin de verdad?

      —Sorpréndeme.

      —Pues, verás, me gustan las cosas sencillas, sin demasiadas florituras, así que llevaría a esa chica a un paseo por Lake Shore al atardecer, por ejemplo. —Bajé el tono de voz hasta convertirlo en un suave susurro—. Hablaríamos de nuestros gustos, de nuestros trabajos, de la vida… Nos detendríamos a admirar los colores del cielo en algún punto del camino, pero yo solo la miraría a ella, porque es preciosa y porque los reflejos de la puesta de sol la convierten en algo extraordinario. La abrazaría por la espalda y le besaría la nuca muy despacio, solo un roce. Me encanta dar besos en la nuca, la piel reacciona al segundo y se eriza de placer. ¿Te han besado alguna vez en la nuca, Lydia?

      —No.

      —Yo lo haré, si me dejas.

      —Austin…

      —Dame una oportunidad, una sola. Ni siquiera te tocaré si es lo que quieres, solo un chico y una chica dando un paseo. Podemos comprar un helado, tomar un café o ir a cenar después, lo que surja.

      —Lo que surja, ¿eh? —Asentí como si pudiera verme y sonreí como un bobo. Podía escuchar la duda en su voz, pero también las ganas de decir que sí—. No habrá nada de eso que has dicho: ni abrazos por la espalda ni besos en la nuca, ¿entendido?

      —Entendido.

      —Ni manitas ni nada.

      —Nada de nada.

      —Ni besos de ningún tipo.

      —Nada de besos —repetí.

      —Y solo podrán ser un par de horas.

      —Me

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