Скачать книгу

una sonrisa escondida bajo una máscara de desidia. Una chica que me considerara un tipo feo ya me habría despachado.

      —¿Por qué te da tanto miedo decir que sí a algo que te apetece tanto como a mí? —Intentó contestar con el ceño fruncido, pero no se lo permití—. Solo es un café, una copa, una hamburguesa, lo que te apetezca. No te estoy pidiendo que te cases conmigo. Eso ya lo hablaremos más adelante —bromeé y volvió a abrir la boca para contratacar—. Solo es una cita. Si no te gusta, si te aburres, si no te parezco un tío encantador, dejaré que huyas cuando vayas al baño. Te lo prometo. —Creí que ya la tenía, que diría que sí—. ¿Y bien? ¿Hay trato?

      —Lo siento —dijo después de un largo y esperanzador silencio—, mañana tengo que madrugar. Tal vez en otra ocasión.

      No dijo que no, eso era importante. Dijo: «Tal vez en otra ocasión», y me bastó. Fue una pequeña victoria que sentí como si me hubiera llevado el premio gordo de la lotería estatal.

      —Hasta el lunes, entonces. Ya cuento los segundos.

      - 3 -

      Lydia

      Junio de 2018

      No tuve que esperar al lunes.

      El sábado por la noche terminé el turno más tarde de lo habitual. Me despedí de las chicas con prisa y salí de la cafetería dispuesta a echar a correr hasta la parada del autobús. Sin embargo, no había dado ni dos pasos cuando me topé con Austin, que caminaba igual de despistado que yo.

      Llevaba uno de sus trajes perfectos, pero se había quitado la corbata y se había desabrochado los primeros botones de la camisa. Estaba despeinado, parecía más joven y, aunque me negara a reconocerlo en voz alta, también más seductor.

      —Eh, ¿qué haces por aquí? —le pregunté sin poder reprimir la sonrisa. Una bien grande, igual que la suya.

      —Qué casualidad. Hace un momento me estaba preguntando qué estaría haciendo mi camarera favorita un sábado por la noche, y mira por donde…

      —¿No estará acosándome, señor abogado? —tonteé un poco.

      —No, no es mi estilo, la verdad. —Se pasó la mano por la nuca con cierta timidez. El aire desaliñado le sentaba muy bien. Era encantador—. El despacho en el que trabajo está muy cerca y para ir al aparcamiento tengo que pasar por aquí. Me voy a casa, estoy molido.

      —Sí, yo también me iba ya. —Miré el reloj para disimular lo nerviosa que me ponían esos ojos brillantes que no dejaban de mirarme y solté una maldición al ver la hora—. ¡Voy a perder el autobús! Hasta otro día.

      Eché a andar sin mirar atrás, sin hacer caso a los latidos de mi corazón que se habían acelerado de manera involuntaria. Y cuando escuché sus pasos tras de mí a punto estuve de salir corriendo como una tonta. ¿Por qué tenía que alterarme tanto su presencia?

      —Puedo llevarte. Tengo el coche aquí mismo.

      Señaló la puerta de un aparcamiento subterráneo, tenía las llaves del coche en la mano y parecía cansado.

      —No es necesario. La parada está aquí al lado y… ¡Oh, no, mierda! ¡Mierda!

      El autobús 156 que tenía que llevarme hasta Harlem con Lake acababa de detenerse en la parada. Corrí como si me fuera la vida en ello, pero antes de llegar a la esquina de la calle Clark emprendió la marcha y me quedé sin transporte. Era el último de la noche, y yo tenía que llegar a casa antes de que la señora Perkins, mi vecina del primero, se quedara dormida. Era quien cuidaba de Sophia y me había dejado muy claro que no volvería a hacerlo si llegaba más tarde de las diez.

      —¡Ahora tendré que coger dos trenes, joder! —grité. Odiaba viajar en metro.

      Austin abrió los ojos, sorprendido.

      —Puedo llevarte yo. Podemos ir a tomar…

      —¡No, no podemos! Y no quiero que me lleves. —Rebusqué el móvil en el bolso para llamar a mi vecina y avisarla de que llegaría tarde, pero me temblaban tanto las manos que solo conseguí que cayeran al suelo algunas de mis pertenencias. Cuando Austin hizo amago de ir a recogerlas, lo detuve con brusquedad—. ¡No! Puedo yo sola, gracias.

      —Está bien, pero deja al menos que te acompañe a la estación del tren y espere contigo. Es tarde y…

      —Sí, ya sé, es tarde, soy una mujer, hay mucho capullo suelto por las noches y bla, bla, bla… Tranquilo, sé defenderme.

      —¿Con qué? ¿Con esto? —Se agachó, recogió el espray de pimienta que se me había caído y ojeó el bote con interés—. Está caducado. Deberías comprarte otro.

      —Lo tendré en cuenta —murmuré mientras esperaba una respuesta de la señora Perkins. Que no cogiera el teléfono no era buena señal, y empezaba a sentirme muy desesperada—. Vamos, contesta, vamos, vamos…

      —En serio, puedo acercarte si tienes prisa. Aunque te parezca una gilipollez, me quedaría más tranquilo y te prometo que no significará nada, ¿de acuerdo? No volveré a ir a la cafetería si es lo que quieres, pero deja que te lleve. Así al menos no me sentiré culpable por haberte entretenido.

      Tenía ganas de llorar por haber perdido el bus, por haberle gritado a Austin que se mostraba tan amable, por no conseguir hablar con mi vecina y por pensar que llamaría a los servicios sociales si me retrasaba un solo minuto. Las advertencias de la señora Perkins eran así de radicales, pero no tenía a nadie más con quien dejar a Sophia los sábados.

      Cuando por fin contestó al teléfono con su voz ronca, me sentí tan aliviada que se me escapó un sollozo.

      —Llegaré un poco tarde, solo un poco, ¿de acuerdo? —Apreté los ojos cuando comenzó a sermonearme sobre la responsabilidad de una madre, pero aceptó mantenerse despierta—. No se volverá a repetir, lo prometo.

      Cuando colgué, la cara de Austin ya no era de comprensión, sino de duda. No sé a qué conclusión llegó después de las escuetas palabras que había escuchado, pero funcionó, dejó de insistir. Levanté la mano en silencio para despedirme. Él hizo lo mismo y, por primera vez, eché en falta una broma, una palabra, no sé, incluso esa media sonrisa a la que era fácil acostumbrarse.

      Austin

      Aquella noche decidí retirarme de la conquista. Había muchas más mujeres en el mundo como para tener que ir detrás de una a la que ni siquiera le interesaba mi compañía. Además, no me gustaban las mujeres casadas. Esa breve llamada telefónica me había dicho todo lo que necesitaba saber: había alguien en su vida.

      Cuando me levanté al día siguiente ya no me acordaba de ella, o de eso intenté convencerme mientras iba de camino al parque Montgomery, donde mi cuñado me esperaba para un partido de béisbol benéfico que organizaba su fundación.

      Ayudar a Nick era una de esas cosas que siempre quería hacer, pero que nunca hacía por falta de tiempo o porque siempre había otra cosa más importante que los proyectos del doctor Slater.

      —Llegas tarde, Gallagher —destacó Nick—. Ya te pareces a tu hermana en algo más.

      —¿Dónde está? Creí que la encontraría aquí, agitando los pompones para animarte.

      —Te bateará los huevos cuando le diga que has dicho eso. —Rio—. Anoche se dejó el teléfono en la taquilla del parque y, conociéndola, se habrá liado con algo.

      Mi hermana MC era bombera en la compañía 52 de Chicago. Éramos mellizos y, al contrario de lo que ocurría con mis otros dos hermanos, éramos inseparables. Thomas, el pequeño de la familia, siempre había sido nuestro juguete, incluso ahora que andaba perdido por algún lugar de la selva amazónica, continuaba siendo nuestra principal fuente de bromas. Tyler, el mayor, era el más distante, el más hermético. Mi madre decía que era la secuela de haber tenido que ejercer como hermano mayor y soportarnos a los demás, pero

Скачать книгу