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un programa para niños con altas capacidades —respondió, como si el tema no fuera importante. Pero lo era, cualquier cosa que hiciera el doctor Nicholas Slater era importante y tenía una repercusión brutal—. Quiero rehabilitar el edificio de los antiguos laboratorios que hay junto al Northwestern para crear un centro especializado que dependa de la fundación.

      —¿No tenías bastante con arreglar huesos, poner prótesis y atender a los que no tienen seguro médico?

      —Mi mente no descansa, ¿recuerdas? —Se dio varios golpecitos en la frente y se encogió de hombros. Tenía un cerebro privilegiado y unas ideas brillantes—. Voy a atender a la prensa, ahora nos vemos.

      La NBC Sports de Chicago estaba cubriendo el evento. No era un domingo cualquiera en el parque, era un día cojonudo. Algunos de los mejores jugadores de los Sox y de los Cubs se mezclaban con los niños y adolescentes y se jugaba una liguilla de lo más divertida. Vi al mexicano Miguel González, lanzador de los Sox, palmearle la espalda a Nick mientras Welington Castillo, el receptor estrella, le hacía una reverencia de lo más teatral. Mi cuñado era el puto amo y tuve que recordarme lo que MC me dijo la primera vez que estuve en un evento así: «Eres un adulto, un adulto responsable de más de treinta años que no pide autógrafos y que no persigue a los jugadores para hacerse fotos con ellos. Compórtate».

      Comportarme, bien. Tenía que recordarlo.

      De repente, alguien me golpeó en el brazo y ahí estaba ella, mi hermana, tan sonriente como siempre.

      —Has llegado pronto, chaval. ¿Has visto a Nick?

      La besé en la mejilla que me ofreció y ella entornó los ojos satisfecha.

      —Está con la prensa.

      —¿Y Tyler? ¿Ha venido?

      —Está de turno y, además, esta tarde tenía cosas que hacer —respondí mientras continuaba con la vista fija en los jugadores de mi equipo favorito.

      —¿Qué cosas? —Me encogí de hombros. Ni que yo fuera el asistente de mi hermano—. ¿Has hablado con mamá? ¿Cómo habéis quedado?

      —¿Con mamá? ¿Qué le pasa? ¿Y con quién tengo que quedar? Te juro que cuando me haces tantas preguntas me dan ganas de desconectarte las baterías.

      —Mamá tiene club de lectura y dijo que se quedaría a dormir en tu casa.

      —¡Ah, no! No, no, ni hablar —exclamé. Levanté las manos como si así pudiera evitar el marrón y me aparté de MC—. A mí nadie me ha dicho nada y no pienso hacerme responsable. Cuando se junta con esas… señoras luego no deja de hablarme de sexo, joder. Una madre no debería hablar de sexo con su hijo. Que se quede en tu casa.

      —¡Que te den! Ya se quedó el mes pasado porque tú tenías una cita. Te toca a ti.

      —¿Y si tengo una cita hoy también?

      —Mentira —atacó—. ¿Con quién?

      No entendí por qué se extrañó; yo siempre tenía citas.

      —Con una camarera que hace unas tortitas de muerte.

      —¿Por eso estás más gordo? ¿Te está cebando para comerte luego?

      —¡No estoy más gordo! —Jodida MC.

      Me miré la camiseta de los Sox y me pasé las manos por el abdomen. No estaba más gordo, que los vaqueros me apretaran un poco en la cintura no era porque hubiera cogido peso, sino porque habían encogido.

      —Si tuvieras una cita no estarías aquí, que nos conocemos, chaval.

      —MC, mamá no se va a quedar en mi casa. Y punto —determiné con contundencia. Pero ella ya había decidido que sí y levantó una ceja, insolente. Era el momento de negociar—. ¿Qué quieres a cambio de hacerte cargo tú?

      —¿Te das cuenta de que estás trapicheando para deshacerte de tu madre?

      —¡Sí, joder, sí! Soy el peor hijo del mundo —exclamé—. Pero tú no eres mejor que yo, así que dime qué quieres por hacerme este «pequeño favor».

      —Me lo pensaré, pero te saldrá caro, te lo aseguro. Ahora vamos a jugar al béisbol.

      - 4 -

      Lydia

      —¿Hoy no ha venido tu galán? —me preguntó Melinda el lunes a la hora del descanso de media mañana.

      —Se habrá cansado ya —dijo Jess.

      No les había contado lo que ocurrió el sábado por la noche al salir de la cafetería ni tampoco que me sentía un poco mal por haber sido tan descortés.

      Si Austin no volvía, lo entendería. Pero debía reconocer que la mañana no había sido lo mismo sin él sentado en la mesa siete, comiéndose un plato de tortitas con sirope de fresa y regalándome su sonrisa canalla.

      El martes y el miércoles tampoco vino a desayunar, y me convencí de que su insistencia se había agotado. No me importaba, era lógico, pero por mucho que me lo repitiera, no podía evitar levantar la vista cada vez que sonaba la campanilla de la puerta.

      Pero el jueves todo cambió.

      No fue un buen día en la cafetería, no para mí. Sophia había pasado una mala noche, no había dormido más que un par de horas y perdí el autobús para ir a trabajar. Cuando llegué, Jess me puso al tanto de la situación: Melinda había pillado a la cocinera echando mano al dinero de las propinas y la había despedido. La cafetera hacía un ruido raro y varios clientes, los más madrugadores, se habían quejado de que el café sabía a rayos.

      —Mal día para llegar tarde —susurré mientras me ataba el delantal y metía en el bolsillo la libreta de pedidos.

      —Deja eso —me ordenó Melinda—. Te necesito en la cocina.

      —Pero…

      —No, Lydia, sin peros. Sé que no es justo, pero eres la única que puede cocinar algo parecido a lo que hacía esa miserable de Rachel. Hoy mismo contrataré a alguien, te lo prometo.

      Cuando dieron las siete de la tarde, mi cabeza estaba muy cerca de estallar como una calabaza. Había perdido la cuenta de los menús que había preparado. Me dolían las manos y los pies, me había cortado en un dedo y las mejillas me ardían, el calor de la cocina era un infierno. En más de una ocasión había ayudado a Rachel a preparar comidas y repostería, pero nunca yo sola, y estaba agotada.

      —Saco la basura, recojo y me voy a casa —anuncié a nadie en particular.

      Jess me enseñó el pulgar como signo de aprobación y Melinda me abrazó con fuerza.

      —Eres un sol, cariño.

      «Este sol necesita una ducha y un sueño reparador», pensé mientras arrastraba las dos grandes bolsas de basura por la puerta de atrás hasta los contenedores de Garvey Ct. Levanté la primera con gran esfuerzo, pero la segunda me costó más.

      —Espera, deja que te ayude —dijo una voz a mi espalda.

      Contuve la respiración al ver a Austin levantar el saco de basura como si no pesara nada. Iba impecable, como siempre, pero varios mechones de pelo le tapaban parte de los ojos y, al retirárselos, vi que estaba un poco ojeroso.

      —Gracias —musité, avergonzada.

      ¿Qué más podía decir? ¿Te he echado de menos estos cinco días sin verte? Era absurdo.

      —No hay de qué.

      Nos miramos unos incómodos segundos en los que ninguno de los dos encontró las palabras adecuadas. Me mordí el labio y creo que le sonreí, pero no estoy segura.

      —¿Llegaste bien el sábado? ¿Sin contratiempos?

      —Sin contratiempos. Un poco tarde, pero nada importante.

      —Bien.

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